—Es bonita la vista, ¿Verdad? Mira hacia atrás, hacia la ciudad —sugirió, señalando la silueta de Miami por encima de su hombro izquierdo.
Paula asintió.
—Sí, lo sé. Este es mi paseo preferido. Vengo a Cayo Vizcaíno casi todos los fines de semana.
—¿Conoces el restaurante del parque?
—¿El del faro?
Él sacudió la cabeza.
—No, el otro.
El semblante de Paula se iluminó.
—No sabía que hubiera otro.
—Te va a encantar —prometió él.
Después de atravesar el pueblecito de Cayo Vizcaíno, con su hilera de casitas y hoteles frente al mar a un lado y de mansiones al otro, llegaron al parque municipal que había en el extremo de la isla. Pedro pagó la entrada, luego giró a la derecha y entraron en una ensenada en la que había un pequeño embarcadero. Construido sobre pilotes, de modo que quedaba suspendido sobre el agua, había un pequeño y discreto restaurante con una terraza que miraba hacia el sudoeste. La vista era mejor al atardecer, pero, incluso a mediodía, estar allí era como encontrarse en una isla desierta, en lugar de a pocos minutos del centro de Miami. Unos cuantos botes se balanceaban anclados en el muelle. Había algunas personas sentadas, cenando pescado fresco y disfrutando de la suave brisa que aplacaba el sofocante calor de principios de octubre.
—¿Te gusta? —le preguntó Pedro a Paula.
—Es precioso —dijo ella.
—Un poco rústico, pero el pescado es estupendo. Cualquiera diría que acaban de pescarlo.
Después de pedir dos platos de pescado y bebidas, una soda para ella y una cerveza para él, Pedro se recostó en la silla dando un suspiro. Al cabo de un momento, sintió la mirada de Paula posada en él. Ella le dirigió una lenta sonrisa.
—Ya tienes mejor aspecto —dijo.
—Me siento mejor. Perdona por lo de antes.
—¿Quieres contarme por qué estabas tan tenso?
—No.
—Pero era por mí, ¿Verdad? Pedro, si nuestro acuerdo no te gusta, dímelo. Puedo encontrar otro sitio donde quedarme. No quiero aprovecharme de un ofrecimiento impulsivo que a lo mejor preferirías no haber hecho.
—No es eso —protestó él—. Es solo que no había contado con...
—¿Qué? Dímelo. Tenemos que ser capaces de comunicarnos.
Paula tenía una mirada tan confiada, tan expectante, que Pedro comprendió que no sería capaz de mentirle a la cara solo para evitarse una situación incómoda.
— De acuerdo, ¿Quieres saber la verdad pura y dura?
—Por supuesto.
Él pensó en media docena de formas de expresarlo, antes de decidirse a soltarlo a bocajarro.
—Me siento atraído por tí.
Para sorpresa suya, ella dejó escapar un exagerado suspiro de alivio.
—Gracias a Dios —dijo—. Creía que solo eran imaginaciones mías.
—Esto no tiene gracia, Paula.
Ella puso una mano sobre la suya.
—Pedro, somos adultos. No voy a meterme en la cama con un hombre solo porque me sienta atraída por él, pero eso no significa que no admita lo evidente.
Él entrecerró los ojos.
—¿Y qué es lo evidente?
—Que yo también me siento atraída por tí.
Pedro ignoraba si debía sentirse aliviado o atemorizado por aquella declaración. Desde luego, aquello complicaba las cosas.
—Solo quiero que sepas que no voy a hacer nada para aprovecharme de la situación —dijo.
Ella lo miró, divertida.
—Bien, porque yo no lo permitiría aunque lo intentaras.
Lo dijo con absoluta confianza, como si tuviera muchísima experiencia en defenderse de hombres como él. Pedro dudaba de que así fuera, pero su confianza le pareció admirable. O quizá fuera que Paula dudaba de sus dotes de persuasión. Tomó la mano que había estado descansando sobre la suya.
—Ten cuidado, cariño. Algunos hombres podrían considerar eso como un desafío.
—¿Y tú eres uno de ellos? —le preguntó ella, con más curiosidad que temor.
—A veces —admitió él—. Normalmente no soy de los que dejan pasar un reto.
Para sorpresa suya, los labios de Paula se curvaron en una lenta y provocativa sonrisa.
—Entonces será muy interesante ver cómo te las apañas con este, ¿No crees?
Él gruñó. Paula Chaves no dejaba de sorprenderlo. Algo le decía que, por primera vez en su vida, había encontrado la horma de su zapato.
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