—Eso es por los ojos oscuros y la sangre caliente de los latinos —respondió Sergio sin rencor—. ¿Cómo voy a competir con eso?
—No puedes, así que déjalo —replicó Pedro, como siempre hacía—. Tampoco puedes competir con mis hoyuelos. Mis hermanas dicen que son irresistibles.
—Tus hermanas no son precisamente imparciales. Además, es una vergüenza cómo miman a su hermanito pequeño —respondió Sergio—. No me extraña que no te hayas casado. ¿Para qué, si tienes cuatro mujeres que te tratan a cuerpo de rey? No sé cómo lo permiten sus maridos.
—Sus maridos sabían que yo era parte del trato cuando les dejé que salieran con mis hermanas —dijo Pedro—. Y son cinco mujeres, no cuatro. Te olvidas de mi madre.
—Que el cielo me perdone, sí. Mamá Ana pertenece a la vieja escuela cubana, donde el marido es el rey y el hijo el príncipe. Ella también tiene parte de culpa por haberte convertido en un canalla.
Pedro sonrió con ironía.
—Eso no te atreves a decírselo a la cara.
Sergio se puso pálido.
—Pues claro que no. La última vez que ofendí a su hijito, salió detrás de mí con un machete.
—Era un cuchillo de mantequilla —dijo Pedro meneando la cabeza ante tamaña exageración.
Su madre podía defender apasionadamente a su vástago, pero no estaba loca. Además, consideraba a Sergio como un segundo hijo, lo que según ella le daba el derecho a reprenderlo con el mismo entusiasmo con que reprendía a Pedro y a las hermanas de este. Todavía lo sermoneaba por su divorcio, aunque ya hacía tres años que había tenido lugar. Si hubiera dependido de ella, Sergio habría vuelto con su mujer hacía mucho tiempo.
—Eh, chicos, corten el rollo —gritó el teniente con expresión sombría mientras colgaba el teléfono—. Tenemos que largarnos. Han dado aviso de que se han derrumbado unas casas.
—¿Hay víctimas? —preguntó Pedro, acercándose ya a recoger su equipo.
—No se sabe, pero ha sido en plena noche. Es posible que algunas personas hayan ido a los refugios, pero, fuera de las zonas de inundación donde se había dado orden de evacuar, la mayoría debe de haberse quedado en casa para proteger sus bienes. En el peor de los casos, podríamos tener a docenas de familias cuyos techos se han derrumbado sobre ellas mientras dormían.
—¿Eran casas adosadas? —preguntó Pedro—. Ya me parecía que hasta ahora ha-bíamos tenido mucha suerte. Sabía que esto no había hecho más que empezar. ¿Ha sido el huracán o un tornado de los que ha levantado la tormenta?
—No está confirmado. De todas formas, parece que es grave —dijo el teniente.
Al cabo de unos minutos los camiones estaban ya en la carretera, avanzando con mucha más lentitud de la que Pedro hubiera deseado. La calle principal en la que estaba situado el parque de bomberos estaba inundada hasta la altura de la rodilla y llena de lodo y residuos. La lluvia todavía caía en ráfagas y el viento combaba las palmeras casi hasta el suelo. Otros árboles habían sido arrancados de cuajo, y sus ramas rotas esta-ban dispersas como garrotes gigantescos sobre el pavimento. Las señales de tráfico habían sido descuajadas de las esquinas, haciendo el trayecto todavía más difícil. Sin señales ni indicadores, les haría falta mucho suerte para llegar a tiempo a su destino. Pedro rezó en silencio una plegaria para que alcanzaran la calle siniestrada antes de que alguien muriera.Como en respuesta a sus oraciones, la lluvia y el viento comenzaron a amainar. La inundación habría remitido al cabo de unas horas, pero eso no les servía de mucho en ese momento.La escena que contemplaron, cuando por fin llegaron al vecindario de clase media de Miami, se parecía a una zona de guerra. Los postes de la luz se habían caído, dejando los cables pelados sobre la calzada.. Aquí y allá alguna casa había escapado milagrosamente a la furia huracanada. Pero la mayoría de las edificaciones de dos pisos habían sido arrasadas por el viento del huracán o por algún tomado. Las que no se habían derrumbado completamente estaban severamente dañadas. Las vigas de los tejados se habían desplomado, los cristales estaban rotos y las puertas habían sido arrancadas de sus goznes. Otra muestra de inspección chapucera y construcción de pacotilla, pensó sombríamente mientras observaba los daños. ¿Es que la ciudad no había aprendido nada del huracán Andrew? Pero no era momento de lamentarse por lo que ya no podía cambiarse. Con la compenetración de un equipo formado hacía largo tiempo, los bomberos evaluaron la situación y luego se desplegaron. Llamaron a la compañía eléctrica para que mandara una cuadrilla a la zona. Mientras tanto, levantaron barricadas para impedir que la gente se acercara a los cables desnudos. Algunas personas vagaban aturdidas y sangrando, ajenas a la ligera llovizna que era ya lo único que quedaba del huracán Gwen.
Varios bomberos instalaron una estación de primeros auxilios y empezaron a atender a los heridos menos graves, mientras otros tomaban sus perros entrenados y comenzaban a buscar signos de vida entre los escombros.Una mujer de unos setenta años, cubierta apenas con una bata, se acercó cojeando a Pedro. Parecía completamente ajena a la brecha sangrante que tenía en la frente, pero tenía una expresión frenética.
—Tiene que encontrar a Pau—lo apremió.
—¿Su hija, señora?
—No, no. Es mi vecina —señaló hacia una casa muy dañada. Cuando Pedro y Sergio avanzaron en aquella dirección, ella los siguió—. Es una joven maravillosa y ha pasado por tantas cosas... Esa casa era su orgullo y su alegría. La compró hace solo unos meses y ha pasado mucho tiempo arreglándola, plantando flores... —las lágrimas brillaron en sus ojos—. Pero eso no importa, claro. Las casas pueden reconstruirse. Las flores pueden volver a plantarse.
—¿Dice que se llama Pau? —preguntó Pedro.
—Paula, en realidad. Paula Chaves.
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