viernes, 27 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 38

Paula,  sentada  en  una  tumbona  en  el  patio  de  atrás,  lanzaba  subrepticias  miradas  a  Pedro,  que  estaba  tendido  en  una  hamaca,  a  su  lado.  Estaba  segura  de  que  fingía  dormir.  Pero  no  sabía  por  qué.  Había  estado  cabizbajo  y  distante  desde  que  habían  vuelto  de  la  visita  a  su  antigua  casa,  el  día  anterior.  Ella  se  sintió  aliviada  cuando se marchó al concierto de Joaquín. Pero, fuera lo que fuera lo que preocupaba a Ricky, no parecía haberlo resuelto a su  regreso,  pues  se  había  pasado  casi  toda  la  noche  fuera,  en  el  patio.  Paula lo  sabía  porque había mirado varias veces por la ventana y lo había visto sentado justo donde estaba en ese momento, con una botella de cerveza en la mesa que había a su lado. Cuando había salido al patio a primera hora de la mañana, la botella seguía allí.

—No hace falta que te quedes conmigo como si fuera una niña —le dijo.

Vió  que  sus  labios  se  movían  ligeramente,  sin  formar  ninguna  palabra,  y  lo  interpretó como un asentimiento.

—¿Hmm?

— Quiero decir que no hace falta que te preocupes por mí, si te apetece salir.

Él abrió los ojos y la miró.

—¿Quién ha dicho que me apetezca salir?

—Debes de estar un poco aburrido —dijo ella.

—No especialmente.

—Bueno, pues yo sí.

Él  se  levantó  tan  rápidamente  que  Paula pensó  que  le  tomaría  la  palabra  para  escapar.

— Tienes razón —dijo, y le tendió la mano—. Vámonos.

—¿Adonde?

— Vamos —dijo él, con un brillo retador en la mirada—. Confía en mí.

Paula se  levantó  de  un  salto,  sin  pensárselo  dos  veces.  Se  dijo  que  su  buena  disposición  era  natural.  Estaba  harta  de  estar  sentada  sin  hacer  nada.  La  noche  anterior había terminado todo el papeleo que Jimena le había llevado. Cualquier cosa que Pedro le  ofreciera  sería  preferible  a  aquella  inactividad.  Hizo  caso  omiso  de  la  vocecilla  que  le  decía  que  aquel  hombre  podía  tentarla  a  hacer  cosas  que,  de  otra  forma, nunca se le hubieran ocurrido. Antes  de  que  pudiera  hacerle  una  sola  pregunta,  él  agarró  el  bolso  de  Paula,  un  bote de bronceador y las gafas de sol de ambos.

—¿Vamos a la playa? —preguntó ella, apresurándose tras él.

—Ya lo verás.

De  camino  hacia  cualquiera  que  fuese  su  destino,  Pedro se  paró  ante  una  tienda  de comestibles, entró corriendo y salió con una bolsa.

—La comida —dijo cuando ella lo miró con curiosidad.

Quince minutos después entraron en un embarcadero. Pedro la llevó a lo largo de un muelle hasta que llegaron ante una pequeña barca de pesca. Saltó dentro y le tendió la mano.

—Será tuya, me imagino —dijo ella mientras subía.

—Es de Sergio, pero tengo una llave. Hay cañas de pescar a bordo. Deja que guarde la  comida  en  el  frigorífico  y  zarparemos  —en  tornó  los  ojos—.  No  te  marearás,  ¿Verdad?

Paula sonrió.

—Ya es un poco tarde para preguntarlo, ¿No crees?

—  Sería  un  poco  tarde  si  estuviéramos  en  alta  mar.  Pero  aquí  todavía  hay  tenemos opciones.

—Que yo sepa, no me mareo.

—Que tú sepas —repitió él—. ¿Significa eso que nunca has montado en barco?

—Eso mismo —le confirmó ella.

—Bueno,  por  suerte  hoy  el  mar  está  como  un  espejo.  No  creo  que  te  marees.  ¿Sabes nadar?

—En una piscina —dijo ella.

—Te traeré un salvavidas —dijo él resueltamente.

Al cabo de unos minutos, Pedro puso en marcha el motor, quitó las amarras y se alejó  del  muelle.  Paula se  quedó  de  pie  junto  a  la  barandilla  y  contempló  cómo  desaparecía  el  embarcadero  mientras  se  adentraban  en  la  bahía.  La  brisa  olía  a  sal  y  tal  vez  a  algas  o  mangles.  El  beso  del  aire  contra  su  piel  desnuda  contrarrestaba  el  ardor del sol. Cuando  estuvieron  a  aproximadamente  una  milla  de  la  costa,  Pedro apagó  el  motor. La barca osciló suavemente cuando se sentó junto a Paula.

No hay comentarios:

Publicar un comentario