Paula, sentada en una tumbona en el patio de atrás, lanzaba subrepticias miradas a Pedro, que estaba tendido en una hamaca, a su lado. Estaba segura de que fingía dormir. Pero no sabía por qué. Había estado cabizbajo y distante desde que habían vuelto de la visita a su antigua casa, el día anterior. Ella se sintió aliviada cuando se marchó al concierto de Joaquín. Pero, fuera lo que fuera lo que preocupaba a Ricky, no parecía haberlo resuelto a su regreso, pues se había pasado casi toda la noche fuera, en el patio. Paula lo sabía porque había mirado varias veces por la ventana y lo había visto sentado justo donde estaba en ese momento, con una botella de cerveza en la mesa que había a su lado. Cuando había salido al patio a primera hora de la mañana, la botella seguía allí.
—No hace falta que te quedes conmigo como si fuera una niña —le dijo.
Vió que sus labios se movían ligeramente, sin formar ninguna palabra, y lo interpretó como un asentimiento.
—¿Hmm?
— Quiero decir que no hace falta que te preocupes por mí, si te apetece salir.
Él abrió los ojos y la miró.
—¿Quién ha dicho que me apetezca salir?
—Debes de estar un poco aburrido —dijo ella.
—No especialmente.
—Bueno, pues yo sí.
Él se levantó tan rápidamente que Paula pensó que le tomaría la palabra para escapar.
— Tienes razón —dijo, y le tendió la mano—. Vámonos.
—¿Adonde?
— Vamos —dijo él, con un brillo retador en la mirada—. Confía en mí.
Paula se levantó de un salto, sin pensárselo dos veces. Se dijo que su buena disposición era natural. Estaba harta de estar sentada sin hacer nada. La noche anterior había terminado todo el papeleo que Jimena le había llevado. Cualquier cosa que Pedro le ofreciera sería preferible a aquella inactividad. Hizo caso omiso de la vocecilla que le decía que aquel hombre podía tentarla a hacer cosas que, de otra forma, nunca se le hubieran ocurrido. Antes de que pudiera hacerle una sola pregunta, él agarró el bolso de Paula, un bote de bronceador y las gafas de sol de ambos.
—¿Vamos a la playa? —preguntó ella, apresurándose tras él.
—Ya lo verás.
De camino hacia cualquiera que fuese su destino, Pedro se paró ante una tienda de comestibles, entró corriendo y salió con una bolsa.
—La comida —dijo cuando ella lo miró con curiosidad.
Quince minutos después entraron en un embarcadero. Pedro la llevó a lo largo de un muelle hasta que llegaron ante una pequeña barca de pesca. Saltó dentro y le tendió la mano.
—Será tuya, me imagino —dijo ella mientras subía.
—Es de Sergio, pero tengo una llave. Hay cañas de pescar a bordo. Deja que guarde la comida en el frigorífico y zarparemos —en tornó los ojos—. No te marearás, ¿Verdad?
Paula sonrió.
—Ya es un poco tarde para preguntarlo, ¿No crees?
— Sería un poco tarde si estuviéramos en alta mar. Pero aquí todavía hay tenemos opciones.
—Que yo sepa, no me mareo.
—Que tú sepas —repitió él—. ¿Significa eso que nunca has montado en barco?
—Eso mismo —le confirmó ella.
—Bueno, por suerte hoy el mar está como un espejo. No creo que te marees. ¿Sabes nadar?
—En una piscina —dijo ella.
—Te traeré un salvavidas —dijo él resueltamente.
Al cabo de unos minutos, Pedro puso en marcha el motor, quitó las amarras y se alejó del muelle. Paula se quedó de pie junto a la barandilla y contempló cómo desaparecía el embarcadero mientras se adentraban en la bahía. La brisa olía a sal y tal vez a algas o mangles. El beso del aire contra su piel desnuda contrarrestaba el ardor del sol. Cuando estuvieron a aproximadamente una milla de la costa, Pedro apagó el motor. La barca osciló suavemente cuando se sentó junto a Paula.
No hay comentarios:
Publicar un comentario