—Ah, salsa —dijo ella, comprendiendo.
—Y un poquito de tango —dijo él—. Solo tendrás que abrazarte a mí y dejarte llevar.
Ella asintió levemente, pero con determinación.
—Eso puedo hacerlo.
—Entonces, tenemos una cita.
Mientras hablaba, parloteando para mantener la atención de Paula concentrada en su cara, Pedro iba apartando cascotes a su alrededor. Cuando vió las heridas sangrantes de una de sus largas y bien formadas piernas, procuró con todas sus fuerzas mantener una expresión imperturbable. Pensó que, si podía liberarle esa pierna, podría sacarla y ponerla a salvo. Solo tenía que concentrarse en lo que estaba haciendo y no pensar en que ella estaba desnuda. La camiseta que presumiblemente llevaba puesta estaba hecha jirones. Ella al parecer no lo había notado aún, o tal vez era más descarada de lo que suponía.
—Asegurense de que hay una manta lista cuando la saquemos —murmuró sobre la radio que llevaba prendida al bolsillo, con la cabeza vuelta para que ella no pudiera leer sus labios. Paula le dió unos golpecitos en el hombro, con expresión frustrada—. Perdón. Estaba hablando con mi compañero. Solo quería asegurarme de que estará todo preparado cuando despejemos esta acogedora covacha.
Hizo falta otra hora de cuidadosa excavación en torno a su pierna antes de que Pedro decidiera moverla.
—¿Lista?
—Oh, sí —jadeó ella suavemente.
—No te garantizo que no vaya a dolerte.
—Qué se la va a hacer —dijo ella con valentía.
—¿Quieres algo para el dolor?
—Solo que me saques —le rogó ella.
Él la tomó en brazos como pudo, consciente de cada centímetro de la piel que estaba tocando, y luego avanzó muy lentamente por el mismo camino por el que había llegado hasta ella. Pareció durar una eternidad, pero al fin vio la cara de Tom mirándolo intensamente.
—¿Tienes esa manta?
— Aquí está.
Pedro la agarró y envolvió con ella a Paula lo mejor que pudo en aquel reducido espacio, antes de recorrer el resto del camino hacia el exterior.Ella parpadeó ante el brillante resplandor del sol y siguió aferrada a Pedro como si fuera lo único que la separaba de un mundo desconocido.Y, naturalmente, el vecindario tenía un aspecto extraño. No se parecía nada a como lo había visto por última vez antes de la tormenta. Pedro podía imaginar lo que debía sentirse al emerger y descubrir que todo había cambiado. Había visto esa misma expresión de desaliento y perplejidad en los semblantes de otras víctimas de tragedias cuando comprendían la magnitud del desastre y la posibilidad de que hubiera muertos entre sus familiares y amigos. En cuanto al modo en que Paula lo miraba y se aferraba a él, tampoco era la primera vez que veía esa misma reacción. El vínculo entre la víctima y el rescatador podía ser intenso, pero casi siempre duraba solo hasta que aparecían los rostros familiares. Entonces, se rompía.Esa vez, sin embargo, solo la anciana vecina se adelantó para abrazar a Paula, cuando los médicos se habían acercado ya para hacer su trabajo. Paula fue depositada en una camilla y conducida inmediatamente hacia una ambulancia, con Juana a su lado, dando instrucciones. Pedro sonrió al ver la expresión divertida de los médicos al recibir órdenes de una diminuta anciana vestida con una bata floreada y unas zapatillas de color rosa brillante.
—Esperen —ordenó Paula cuando iban a meterla en la ambulancia. Buscó con la mirada entre la multitud.
Pedro sintió una súbita punzada de calor en el preciso instante en que sus ojos se clavaron en él.
—Gracias —murmuró ella, demasiado lejos para que él pudiera oírla.
—No hay de qué —dijo él, y después apartó deliberadamente la mirada de aquellos ojos emocionados y se alejó hacia otra complicada búsqueda que tenía lugar unas casas más allá.
—¿Volverás a verla? —le preguntó Sergio cuando empezaron a trabajar en el rescate de un víctima que había tenido menos suerte que Paula.
—No he venido aquí a ligar —replicó Pedro.
—Solo quería saber qué piensas hacer.
El recuerdo de aquellos ojos azules volvió a asaltarlo. Se preguntó si volvería verlos.
—Le prometí que la llevaría a bailar —admitió para picar a Sergio.
—La próxima vez que haya una mujer bonita a la que rescatar, yo iré primero —dijo Sergio—. No hay nada como un poco de gratitud para empezar una relación con buen pie.
—¿Y tú qué sabes de relaciones, tiburón?
—Más que tú —dijo Sergio—. Yo he estado casado.
—Sí, aproximadamente quince minutos.
—Tres años —lo corrigió su amigo.
—¿Y qué aprendiste?
— Que las mujeres se vuelven locas en cuanto les pones un anillo en el dedo.
Pedro se echó a reír.
—¿Te refieres al hecho de que Nadia quisiera que dejaras de salir con otras mujeres después de su boda?
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