lunes, 9 de abril de 2018

Mi Salvador: Capítulo 7

—Ah, salsa —dijo ella, comprendiendo.

—Y  un  poquito  de  tango  —dijo  él—.  Solo  tendrás  que  abrazarte  a  mí  y  dejarte  llevar.

Ella asintió levemente, pero con determinación.

—Eso puedo hacerlo.

—Entonces, tenemos una cita.

Mientras  hablaba,  parloteando  para  mantener  la  atención  de  Paula concentrada  en  su  cara,  Pedro iba  apartando  cascotes  a  su  alrededor.  Cuando  vió  las  heridas  sangrantes  de  una  de  sus  largas  y  bien  formadas  piernas,  procuró  con  todas  sus  fuerzas mantener una expresión imperturbable. Pensó  que,  si  podía  liberarle  esa  pierna,  podría  sacarla  y  ponerla  a  salvo.  Solo  tenía  que  concentrarse  en  lo  que  estaba  haciendo  y  no  pensar  en  que  ella  estaba  desnuda. La camiseta que presumiblemente llevaba puesta estaba hecha jirones.  Ella al parecer no lo había notado aún, o tal vez era más descarada de lo que suponía.

—Asegurense  de que hay una manta lista cuando la saquemos —murmuró sobre la radio que llevaba prendida al bolsillo, con la cabeza vuelta para que ella no pudiera leer sus  labios.  Paula le  dió  unos  golpecitos  en  el  hombro,  con  expresión  frustrada—. Perdón.  Estaba  hablando  con  mi  compañero.  Solo  quería  asegurarme  de  que  estará  todo preparado cuando despejemos esta acogedora covacha.

Hizo falta otra hora de cuidadosa excavación en torno a su pierna antes de que Pedro decidiera moverla.

—¿Lista?

—Oh, sí —jadeó ella suavemente.

—No te garantizo que no vaya a dolerte.

—Qué se la va a hacer —dijo ella con valentía.

—¿Quieres algo para el dolor?

—Solo que me saques —le rogó ella.

Él  la  tomó  en  brazos  como  pudo,  consciente  de  cada  centímetro  de  la  piel  que  estaba tocando, y luego avanzó muy lentamente por el mismo camino por el que había llegado  hasta  ella.  Pareció  durar  una  eternidad,  pero  al  fin  vio  la  cara  de  Tom  mirándolo intensamente.

—¿Tienes esa manta?

— Aquí está.

Pedro la  agarró  y  envolvió  con  ella  a  Paula lo  mejor  que  pudo  en  aquel  reducido  espacio, antes de recorrer el resto del camino hacia el exterior.Ella parpadeó ante el brillante resplandor del sol y siguió aferrada a Pedro como si fuera lo único que la separaba de un mundo desconocido.Y,  naturalmente,  el  vecindario  tenía  un  aspecto  extraño.  No  se  parecía  nada  a  como  lo  había  visto  por  última  vez  antes  de  la  tormenta.  Pedro podía  imaginar  lo  que  debía sentirse al emerger y descubrir que todo había cambiado. Había visto esa misma expresión  de  desaliento  y  perplejidad  en  los  semblantes  de  otras  víctimas  de tragedias cuando comprendían la magnitud del desastre y la posibilidad de que hubiera muertos entre sus familiares y amigos. En  cuanto  al  modo  en  que  Paula lo  miraba  y  se  aferraba  a  él,  tampoco  era  la primera  vez  que  veía  esa  misma  reacción.  El  vínculo  entre  la  víctima  y  el  rescatador  podía  ser  intenso,  pero  casi  siempre  duraba  solo  hasta  que  aparecían  los  rostros  familiares. Entonces, se rompía.Esa  vez,  sin  embargo,  solo  la  anciana  vecina  se  adelantó  para  abrazar  a  Paula,  cuando los médicos se habían acercado ya para hacer su trabajo. Paula fue depositada en  una  camilla  y  conducida  inmediatamente  hacia  una  ambulancia,  con  Juana  a  su  lado,  dando  instrucciones.  Pedro sonrió  al  ver  la  expresión  divertida  de  los  médicos  al  recibir  órdenes  de  una  diminuta  anciana  vestida  con  una  bata  floreada  y  unas  zapatillas de color rosa brillante.

—Esperen —ordenó  Paula  cuando  iban  a  meterla  en  la  ambulancia.  Buscó  con  la  mirada entre la multitud.

Pedro sintió una súbita punzada de calor en el preciso instante en que sus ojos se clavaron en él.

—Gracias —murmuró ella, demasiado lejos para que él pudiera oírla.

—No  hay  de  qué  —dijo  él,  y  después  apartó  deliberadamente  la  mirada  de  aquellos  ojos  emocionados  y  se  alejó  hacia  otra  complicada  búsqueda  que  tenía  lugar  unas casas más allá.

—¿Volverás  a  verla?  —le  preguntó  Sergio cuando  empezaron  a  trabajar  en  el  rescate de un víctima que había tenido menos suerte que Paula.

—No he venido aquí a ligar —replicó Pedro.

—Solo quería saber qué piensas hacer.

El  recuerdo  de  aquellos  ojos  azules  volvió  a  asaltarlo.  Se  preguntó  si  volvería  verlos.

—Le prometí que la llevaría a bailar —admitió para picar a Sergio.

—La próxima vez que haya una mujer bonita a la que rescatar, yo iré primero —dijo Sergio—. No hay nada como un poco de gratitud para empezar una relación con buen pie.

—¿Y tú qué sabes de relaciones, tiburón?

—Más que tú —dijo Sergio—. Yo he estado casado.

—Sí, aproximadamente quince minutos.

 —Tres años —lo corrigió su amigo.

—¿Y qué aprendiste?

— Que las mujeres se vuelven locas en cuanto les pones un anillo en el dedo.

Pedro se echó a reír.

—¿Te  refieres  al  hecho  de  que  Nadia quisiera  que  dejaras  de  salir  con  otras  mujeres después de su boda?

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