domingo, 30 de julio de 2017

Reencuentro Inesperado: Capítulo 12

—Con tu postura, no hay diferencia entre las dos palabras.

—Oh, por Dios…

—No, por Dios no, por mí.

La sinceridad y la insistencia de Pedro empezaban a ablandar el caparazón de Paula. La asombraba que un hombre tan atractivo se tomara la molestia de discutir con ella, de jugar con ella, de darle vueltas y vueltas a la conversación con tal de animarla. Pero al mismo tiempo, su cálida presencia había desertado el profundo sentimiento de soledad que albergaba en su interior. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo sola que se había sentido desde el accidente. Él estaba allí, ante ella, y su personalidad era tan fuerte que no se podía resistir. Sin embargo, pensaba que dejar de resistir era el primer paso hacia el desastre. Si cometía el error de permitir que se acercara demasiado, la fealdad de su pasado volvería a la superficie. Y había luchado demasiado por enterrarla.

—Sólo intento decir que no puedes permanecer indefinidamente en el arcén de la carretera, mirando —dijo él, pasándose una mano por el cabello—. Más tarde o más temprano, te atropellarán.

Esta vez, Paula no pudo evitar una sonrisa.

—No me digas más. Has hecho un cursillo de técnicas de motivación.

 Él sonrió.

—Me has pillado.

—Lo sabía.

Paula sintió un hormigueo en el estómago. Su juvenil expresión, combinada con su cara perfecta, su perseverancia y su humor, resultaba una combinación mortal.

—Bueno, sólo soy un abogado muy trabajador que está interesado en que salgas conmigo —puntualizó.

—No sé, Pedro…

—Yo sí lo sé. Y aunque no lo creas, te aseguro que no estoy dispuesto a admitir una negativa. Sin embargo, espero que recapacites.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo ir a comer contigo y con Sandra.

—¿Y si fuera sólo conmigo?

—¿Cómo?  Pensaba que tenías que hablar con ella para intentar solucionar el problema del profesor…

—Claro, pero podría comer con ella, quitármela de encima a lo largo de la tarde y cenar finalmente contigo. ¿Qué te parece?

Paula saboreó el monosílabo «no» en la boca, pero jamás llegó a pronunciarlo. De repente, había dejado de entender su sentido.

—Está bien, cenemos. Pero Pedro, ¿No podríamos…?

—Por supuesto que podemos. Si no quieres que vayamos a un restaurante, pide algo de comer al servicio de habitaciones. ¿Te parece que quedemos a las siete?

Ella asintió.

—¿A las siete? De acuerdo.

Cuando él  se marchó, ella cerró y se apoyó en la puerta. Se sentía muy agradecida. Pedro respetaba su intimidad y parecía saber cómo tratarla, pero desconocía qué parte de sus dudas se debían a la terrible experiencia que había tenido aquella noche en la universidad. Al final, estaba segura de que conseguiría derribar sus defensas. Sólo esperaba no tener que arrepentirse, aunque por alguna razón, por algo que apenas intuía, también sabía que podía confiar en él. No necesitó mirarse a un espejo para saber que sonreía de oreja a oreja. Sus defensas se habían derrumbado. Por primera vez en mucho tiempo, estaba deseando pasar una larga velada con un hombre tan atractivo como encantador.


Pedro estaba deseando que llegaran las siete para ver a Paula. Tan concentrado estaba en la perspectiva que a punto estuvo de pasar de largo frente al restaurante italiano donde se había citado con Sandra Westport. Había supuesto que localizar el número de teléfono de la periodista resultaría bastante difícil, pero finalmente lo había conseguido gracias a su ayudante en el bufete, Romina James. Le había dado unos días para que intentara encontrar a un antiguo alumno que tal vez ayudara a impedir que el profesor perdiera su empleo, y en la búsqueda, Romina también había conseguido el número de la mujer. Estacionó en la calle y entró en el local. El olor a ajo y a especias consiguió que la boca se le hiciera agua. A fin de cuentas, no había desayunado. Se dirigió a una de las camareras, le explicó que se había citado allí y la mujer lo llevó a una mesa del patio exterior. Sandra Westport ya lo estaba esperando. La reconoció de inmediato. La había visto mientras hacía averiguaciones en la universidad y sus caminos se habían cruzado varias veces en las últimas semanas, aunque afortunadamente ella no se había dado cuenta de que se habían conocido durante sus años de estudiantes. En cambio, él la recordaba muy bien. Cómo olvidar a la preciosa rubia de ojos azules, animadora de los equipos universitarios, que se pasaba la vida en el colegio mayor con el que entonces era su novio, David Westport. Se preguntó si tendría muchos recuerdos de aquella época y si recordaría que él había interceptado las cámaras del sistema de seguridad para que grabaran en los dormitorios. Pero en ese momento estaba más preocupado por el asunto del profesor y por la forma de ayudarlo. Sin embargo, no dejaba de pensar que un individuo como él, que había renunciado a sus sueños de juventud y ahora se dedicaba a defender a cualquiera que pudiera pagar sus enormes honorarios, no era la persona más adecuada.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 11

—Me harías un gran favor si me acompañaras —insistió él.

—¿Qué parte de la negativa es la que no has entendido? —preguntó ella.

—Toda. Es que soy corto de entendimiento.

Paula pensó que no había nada corto en su personalidad, ni en la forma en que la camisa remarcaba sus bíceps, ni en las masculinas piernas que se adivinaban bajo los vaqueros. Pero al mirarlo, tuvo la impresión de que lo había herido. Fue sólo un brillo momentáneo en los ojos, un detalle que desapareció tan rápidamente que se convenció de haberlo imaginado. Prácticamente acababan de conocerse y por tanto era difícil que tuviera la capacidad de herirlo. Además, no tenía sentido que se preocupara por lo que pudiera pensar o decir cuando podía elegir a la mujer que quisiera. Un hombre tan atractivo e interesante no se molestaría al ser rechazado por alguien como ella.

—No se trata de tí, Pedro.

—¿Crees que no lo sé? —preguntó, repentinamente serio.

 —No estoy segura de que lo sepas.

 —Pues en ese caso te equivocas. A pesar de lo que puedas pensar, no soy un cretino insensible —afirmó.

—Yo no he insinuado que…

—Oh, sí, lo has hecho —la interrumpió. Pero diré en mi defensa que comprendí lo que pasaba cuando te quitaste las gafas. No estoy tan centrado en mí mismo como para no darme cuenta de que has pasado por una experiencia traumática.

—Dudo que puedas comprender lo que siento —espetó.

—Estás sacando conclusiones precipitadas otra vez. ¿Cómo puedes saber lo que yo puedo o no puedo entender?

—Oh, vamos, basta con mirarte —respondió—. Podrías salir en la página de los abogados más sexys del año. No puedes saber lo que se siente cuando te miras al espejo y asumes que nunca podrás estar mejor de lo que ves. No puedes saber lo que se siente cuando la gente te mira a la cara, nota tus cicatrices y no sabe cómo reaccionar.

Él frunció el ceño.

—Pues yo creo que no se trata de lo que piensen los demás, Pauli, sino de tí. No puedes sentarte en una habitación sin hacer nada. La vida no es un deporte para espectadores. La vida pasa, ¿sabes?

—No hace falta que me convenzas de ello, Pedro. Nadie lo sabe mejor que yo. La vida ha pasado ante mi cara y no ha sido una experiencia agradable.

—Ahora eres tú quien retuerce mis palabras…

—Sólo estoy diciendo que, si te encontraras en mi lugar, no harías juicios de valor sobre lo que siento.

—Y yo estoy diciendo que las cosas no son siempre como parecen. ¿No has oído nunca que la belleza está en la mirada de la gente?

—Eso es una estupidez.

Pedro enarcó una ceja.

—La Pauli que yo conocí no era una de esas personas que afirma que la botella está medio vacía —afirmó.

 El comentario de Pedro alcanzó su objetivo, como una flecha.

—Eres injusto conmigo. No soy pesimista, sólo realista.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 10

Paula estaba sentada junto a la ventana, tomando un café. Desde la suite se veía la torre del reloj de la universidad, alzándose entre los árboles como una especie de centinela. O como un sobreviviente, al igual que ella. Le gustaban mucho las mañanas; no habían dejado de gustarle ni siquiera después del accidente, cuando su vida no era otra cosa que una suma de signos de interrogación. ¿Sobreviviría? ¿Volvería a caminar? ¿Conseguiría hacerlo sin cojear? ¿Quedaría marcada para siempre? Ahora conocía las respuestas todas positivas excepto la última. Los extraordinarios empleados del hospital habían hecho todo lo que estaba en su mano por arreglar su espalda y sus piernas y dejarla prácticamente igual que antes del accidente. Por supuesto, el proceso había durado muchos meses. Pero había merecido la pena y ya sólo quedaba una pregunta en su vida: ¿Qué hacer ahora?

La llamada del profesor Gerardo Harrison había servido para que Paula pospusiera la respuesta. Utilizarlo como excusa le parecía una cobardía y se odiaba por ello, pero era consciente de estar haciendo lo posible por afrontar la realidad. Además, estaba sinceramente preocupada por la suerte del profesor y en ese momento no tenía más opción que dejar sus propios problemas para otro momento. Se quedaría en el hotel durante unos días más e intentaría reunirse con los miembros de la junta directiva para dar testimonio. Luego, y ya que su carrera de modelo se había cortado en seco, tendría que encontrar otra forma de ganarse la vida. Pero ahora estaba atrapada en aquella habitación y no tenía adónde ir. Tras lo sucedido el día anterior, se había convencido de que no tenía talento para ir por el mundo sin ser vista, aunque el encuentro con Pedro había sido una bendición. El simple hecho de pensar en él bastaba para que se sintiera mejor. Sin embargo, también se sentía culpable. La noche anterior le había cerrado la puerta en las narices. Había algo que el accidente no había cambiado. Nunca se le habían dado muy bien las relaciones y por lo visto mantenía los viejos hábitos. Lo sucedido en la facultad había empeorado sus habilidades sociales, a pesar de lo cual había intentado seguir los consejos de su agente, quien afirmaba con razón que el éxito en su trabajo dependía de ser vista y fotografiada en compañía de las personas apropiadas. Fuera como fuera, eso ya no tenía importancia. Con la cara marcada por el accidente, todo el mundo había dejado de llamarla. Sólo había recibido una oferta de trabajo desde entonces y la había rechazado. Estaba maldiciéndose de nuevo por el trato que había dispensado a Pedro, cuando alguien llamó a la puerta. El sonido la sorprendió porque evidentemente no esperaba a nadie. Se levantó y echó un vistazo por la mirilla. Al reconocer a Pedro, la sorpresa se convirtió en placer. Así que quitó la cadena y abrió.

—Hola...

—Buenos días —dijo él, observándola—. Parece que has descansado bien…

 Ella se estremeció ligeramente, aunque su tono no era más que amistoso. Por otra parte, sabía que el comentario tenía un deje irónico por la excusa que le había dado la noche anterior para librarse de él. Aunque no fuera su intención, aquel hombre le gustaba. Lo malo del asunto es que estaba convencida de que la confianza siempre terminaba en decepción. Si se interesaba demasiado por él, él se interesaría demasiado por ella. Y al final, terminaría dejándola en la estacada.

—Sí, es verdad —dijo ella—. ¿Y tú?

—He dormido mejor que nunca.

Pedro sonrió, se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. Aquella mañana, se había puesto unos vaqueros y una camisa. Con el elegante traje del día anterior le había parecido un hombre devastador, pero así le resultó todavía más interesante. Razón de más para no invitarlo a entrar.

—Mira, no quiero resultar demasiado directa, pero...

—¿Pero? —la interrumpió—. Espero que sea algo bueno…

—¿Pero qué estás haciendo aquí? —continuó, haciendo un esfuerzo para no sonreír.

—Creía que habíamos quedado en hablar.

—Ah, sí. Pensé que sólo lo decías por ser amable.

—¿Tan superficial crees que soy?

—Te conozco muy poco para poder juzgarte. Me limito a ser realista.

—¿Realista sobre mí? —preguntó, arqueando una ceja—. Veamos si lo he entendido bien… no recuerdas quién soy, pero juzgas mis intenciones.

—Estás retorciendo el asunto.

—¿Ahora me acusas de ser retorcido?

—En absoluto. Simplemente es una definición adecuada para tu comentario.

 —Sólo pretendía puntualizar un poco…

—Mira, no voy a debatir contigo. Es obvio que ganarías.

—Me encanta ganar —confesó.

—Me alegro. Pero ¿De qué quieres que hablemos?

 Él se apartó del marco de la puerta y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

—He localizado a Sandra Westport y acabo de hablar con ella por teléfono — anunció.

—¿Y has conseguido convencerla para que deje en paz al profesor?

Pedro negó con la cabeza.

—No, pero he conseguido convencerla de que coma conmigo para poder hablar.

—Pues buena suerte.

—La necesitaré. Pero un poco de apoyo me vendría bien —dijo, mirándola fijamente a los ojos.

—¿Estás pensando en mí?

Él asintió.

—Sí. Es posible que se sienta menos amenazada si me presento con otra mujer. No me gustaría parecerle el lobo feroz.

—Pero yo no…

—Cierto, nadie podría confundirte a tí con el lobo feroz —la interrumpió, en tono de broma.

—No, no, sabes de sobra que no me refería a eso. Quería decir que no puedo ir contigo.

—Técnicamente, eso es falso. Conduciré yo. Lo único que tienes que hacer es sentarte en el coche y dejar que te lleve. Nos reuniremos con Sandra en el restaurante y pediremos algo de comer. Eso es todo.

—Cuando digo que no puedo ir, no me refiero a la forma de llegar al restaurante —protestó.

—¿De verdad?

—Vamos, Pedro, deja de tomarme el pelo.

—Está bien, pero es verdad que necesito tu ayuda.

—¿La mía? Te equivocas. Probablemente soy la última persona del mundo con la que Sandra Westport querría comer.

Paula no hablaba por hablar. Precisamente la semana anterior había rechazado una petición de la periodista, que quería entrevistarla. Y después de la negativa, dudaba de que Pedro pudiera obtener beneficio alguno de su presencia.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 9

Le parecía un milagro que ella siguiera allí, y un milagro casi mayor, que el profesor no hubiera mencionado ciertos asuntos. Probablemente estaba tan preocupado por sus propios problemas que no se había molestado en explicar a Paula  hasta qué punto llegaba su talento para obtener información, ni cuánto había cambiado desde sus tiempos en la universidad.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo él mientras abría la portezuela.

—Gracias...

—Aunque en realidad no sé dónde diablos estamos. Me refiero a lo del profesor, claro está —puntualizó.

—Lo sé, lo sé. Gerardo no ha sido de gran ayuda.

—Desde luego. Ahora hay más preguntas sin responder que antes.

—Pero al menos tenemos una idea de cuál es el problema y de lo que podemos hacer por ayudarlo —dijo.

—Sí, eso es cierto.

Pedro supuso que, siendo un famoso abogado defensor, era lógico que se dirigiera a él para que hablara en su favor ante la junta directiva de la universidad. Sin embargo, no estaba seguro de ser la persona más adecuada para defender la importancia del trabajo del profesor desde el punto de vista del beneficio que suponía para la humanidad. A fin de cuentas, mucha gente lo consideraba un tiburón de la abogacía, un individuo menos preocupado por la justicia de un caso que por el dinero que podía pagar su defendido. Pero también era famoso por otro detalle: acostumbraba a ganar. Estaba tan solicitado en su profesión que había llegado a un punto en el que podía permitirse el lujo de elegir a los clientes; normalmente, en función del tamaño de su cartera. Siempre había sido consciente de la importancia del derecho como instrumento para defender a los menos necesitados, pero su reputación era tan dudosa a esas alturas que pocas personas habrían confiado en sus buenas intenciones. Incluida su abuela, la mujer que lo había criado tras la muerte de sus padres. Pero a pesar de todo, estaba decidido a ayudar al profesor.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Paula.

Sus pasos resonaron en el suelo de mármol del vestíbulo mientras avanzaban hacia los ascensores. Al llegar, Pedro pulsó el botón de llamada.

—Tenemos que averiguar cómo podemos dar testimonio ante la junta directiva. Hace unas horas intenté hablar con el presidente, Carlos Broadstreet.

—¿Y qué te dijo? —preguntó, expectante.

Él sacudió la cabeza en gesto negativo.

 —Nada, se ha librado de mí. Técnicamente lo ha hecho su secretaria, pero es obvio que obedecía órdenes.

—A juzgar por tu expresión, no te ha hecho mucha gracia…

—No, claro que no. Esperaba que todo esto fuera un malentendido y que se resolviera con una sencilla conversación. Pero ahora sabemos que va a resultar más complicado.

—Sí. Cuando me tropecé contigo hace un rato…

—Lo de tropezar lo dirás en sentido literal, ¿Verdad? —comentó con ironía.

Él sonrió. Aquél había sido el mejor tropiezo que había sufrido en mucho tiempo. Iba a decirlo, pero justo entonces llegó el ascensor y entraron.

—Sí, bueno… El caso es que acababa de volver de mi frustrada cita con Broadstreet y…

—¿Es que hay más problemas de los que ya conozco? —lo interrumpió—. ¿Me estás ocultando algo?

—No. Sencillamente vivo a dos horas de aquí, al otro lado de Boston, y tenía intención de resolver este asunto y volver a casa esta misma noche.

—Comprendo. La negativa de Broadstreet a verte ha herido tu orgullo.

—¿Insinúas que soy un tipo arrogante?

—No lo sé —se encogió de hombros—. ¿Te parece que lo eres?

—Supongo que algunos dirían que sí.

—De todas formas, que no hayas conseguido tu objetivo hoy no quiere decir que no puedas pedir una cita e intentarlo otra vez mañana.

—Podría intentarlo, en efecto. Pero mi intuición me dice que va a rechazar mis llamadas. La única forma de lograr algo sería verlo en persona, cara a cara.

—Tal vez tengas razón. Todo este asunto me parece bastante sospechoso.

—Sí, me da la impresión de que intentan librarse del profesor sin hacer demasiado ruido y sin concederle el derecho a defenderse.

—Le he prometido que haríamos lo posible por ayudarlo —observó ella—y tú has prometido que intentarás que Sandra Westport deje esa investigación… En tal caso, tal vez sería mejor que te alojes en el hotel en lugar de volver a casa. Dos horas en coche es un trayecto largo y ya es tarde.

Él estaba pensando exactamente lo mismo. De hecho, casi le estaba agradecido al cretino de Broadstreet y a Sandra Westport por haberle estropeado los planes. Gracias a ellos, ahora tenía la excusa perfecta para hacer lo que pretendía.

—Buena idea.

Cuando se abrió la puerta del ascensor, ella salió dijo:

—Gracias por todo, Pedro. No hace falta que me acompañes a mi habitación.

—Mi abuela me enseñó que siempre se debe acompañar a una dama.

—No es necesario, en serio.

—Vamos, Pauli, no insistas… deja que me asegure de que llegas bien. Además, no aceptaré una negativa por respuesta.

—Está bien, de acuerdo…

Paula avanzó rápidamente por el corredor y se detuvo ante la suite 327, Introdujo la tarjeta en la ranura, esperó a que se encendiera la luz verde y abrió la puerta.

—Buenas noches, Pedro. Me ha alegrado verte de nuevo.

Nerviosa, ella entró en la habitación e intentó cerrar. Sin embargo, él bloqueó la puerta. Fue un gesto tan inesperado que Kathryn sintió miedo.

—Espera, Pauli. Me gustaría pedirte algo.

—¿Qué?

Los latidos del corazón de Kathryn se habían acelerado y ni siquiera sabía por qué.

—Verás, resulta que estoy solo…

—Ya me lo había imaginado.

—Y como tú también estás sola…

—¿Cómo sabes eso?

—Lo has dicho cuando estábamos charlando en el banco.

—Ah, es verdad… Tte acuerdas siempre de todo?

Pedro pensó que tenía muy buenas razones para recordar su estado civil.

—Lo intento —respondió.

—¿Y adónde quieres llegar? Porque supongo que lo dirás por algo…

—Sí, por supuesto —dijo, mientras se pasaba una mano por el pelo—. El caso es que odio comer solo.

—Ah…

Paula lo dijo como si no hubiera considerado la posibilidad de que simplemente quisiera invitarla a cenar.

—¿Te apetece cenar conmigo?

—Bueno, la verdad es que estoy bastante cansada…

—No hace falta que bajemos al restaurante. Si lo prefieres, podemos pedir que nos suban algo de comer.

Ella se puso en tensión.

—No me parece buena idea.

 A Pedro le parecía una idea brillante, pero la expresión de Paula no dejaba lugar a dudas. Le estaba dedicando la misma mirada que había visto en sus ojos el día que rompió con Lucas Hawkins.

—Como quieras. Ya hablaremos mañana, ¿Vale?

 —Tal vez —dijo ella—. Adiós, Nate.

Él frunció el ceño y ella cerró la puerta. El comportamiento de Paula había parecido extraño, como si su alma tuviera cicatrices más profundas que su cara. Pero precisamente por eso, no permitiría que se librara de él tan fácilmente. No renunciaría a ella.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 8

—Para el profesor es una suerte que tú lo seas —intervino Paula, sin saber muy bien lo que se traían los dos hombres entre manos—. Puede que necesite consejo legal si el problema se complica.

—Oh, si Sandra Westport sigue en las mismas, se complicará.

—Has mencionado su nombre antes. ¿Quién es? ¿A qué se dedica? —preguntó ella.

—Su marido, David, fue alumno mío. Se conocieron en Saunders y se enamoraron; ahora tienen una tienda en Boston y ella trabaja como periodista para un periódico local. Pero lamentablemente, su olfato periodístico se ha cruzado en mi camino.

El profesor se detuvo un momento y suspiró antes de continuar.

—Siente una gran curiosidad por quien ella llama el benefactor misterioso. Y aunque no va a descubrir nada, ha organizado tal lío que todas las miradas se vuelven hacia mí precisamente cuando mi trabajo está en peligro. Si dejara de presionar, las cosas serían un poco más sencillas.

—Tal vez Pedro pueda ayudarte —sugirió Paula—. Tal vez podría hablar con esa mujer y convencerla para que deje la investigación.

Pedro la miró y asintió.

 —Por supuesto. Haré lo que pueda.

 Paula  suspiró.

—Para mí siempre has sido un mentor y un modelo a seguir, profesor. Fuiste la primera persona que se interesó en mí y que me ayudó a crecer. La primera que consideró la posibilidad de que yo fuera algo más que una...

Ella dejó de hablar y bajó la mirada.

—¿Una chica bonita? —preguntó el profesor.

Paula lo miró a los ojos y por primera vez, desde que habían entrado en el despacho, encontró la mirada de amabilidad y compasión del antiguo Gerardo.

—Sí —admitió ella—. Suena fatal, pero sí.

—Yo nunca pensé que fueras un cuerpo sin cerebro —comentó el profesor—. La joven que conocí era sincera, tenía carácter, y era tan digna que nunca dedicó una mala palabra a nadie.

—Pero mi vida ha cambiado, Gerardo —explicó ella con dificultad—. Tuve un accidente y mi cara... bueno, ya no es la misma.

—No, claro, tampoco es la misma mi cara. Ha cambiado. Y por supuesto, se podría hacer el mismo comentario sobre Pedro. El tiempo pasa.

Ella sonrió a regañadientes.

—Oh, vamos, estás acallando mis quejas con filosofía...

El profesor se encogió de hombros.

—La filosofía es una actitud, una que puede marcar la diferencia con las cosas que verdaderamente merecen la pena.

—Pero mi vida merecía la pena... A diferencia de lo que yo pueda decir ante la junta directiva pará ayudarte.

—Siempre te has subestimado, querida. Ella negó con la cabeza. —Dices que has pedido ayuda a varios ex alumnos tuyos. Pero ¿Por qué te dirigiste a mí? —preguntó.

—¿Por qué dices eso? —intervino Pedro, con tono de protesta.

 Ella miró al hombre que seguía de pie, a su lado.

—Tú mismo lo dijiste... mí cara ha servido para vender miles de barras de labios. No es una cura para el cáncer ni un plan para lograr la paz mundial. Sólo es algo superficial y sin importancia alguna.

—Para la industria de los cosméticos es crucial —bromeó Pedro.

—Ya veo que eres un buen abogado defensor —dijo ella con ironía—. Pero el hecho es que no sé cómo puedo ayudar. No estoy segura de que mi palabra tenga algún peso. No he hecho nada importante con mi carrera ni, a decir verdad, con mi vida. Bien al contrario, se podría afirmar que no tengo vida. Ya ni siquiera sé quién soy.

El profesor sonrió.

—Entonces, tu vuelta a la universidad servirá de algo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula.

—Aunque suene a cliché, encontrar las raíces es una de las mejores formas de reconstruirse. Tus raíces están aquí, en la universidad. A menos que me equivoque, fue aquí donde empezaste a florecer.

Ella asintió de forma ausente.

 —Tal vez. Pero habría preferido que mi regreso no se debiera a tus problemas.

—Bueno, no hay rosa sin espinas, ya sabes —dijo el profesor, riendo por primera vez—. Parece que hoy tengo el día de los clichés...

Paula se levantó de la butaca.

—No te preocupes. Pedro y yo haremos todo lo que podamos por ayudarte.

Pedro pensó que ayudar al profesor sería como pretender que un ciego ayudara a otro ciego, pero detuvo el coche en el estacionamiento del hotel, apagó el motor y salió para abrirle la portezuela, caballerosamente, a Paula.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 7

—Pero eso es absurdo —observó Paula—. Siempre has dicho que se capturan más moscas con miel que con vinagre. Es lógico que seas amable con los alumnos. Muchos de nosotros te debemos más de lo que podríamos pagar...

—Es cierto —dijo Pedro—. No estaría aquí de no haber sido por tí.

—Entonces, ¿Eres feliz con tu vida?

—Por supuesto —respondió Pedro de forma automática—. Pero seguimos sin saber por qué nos has llamado.

El profesor suspiró y los miró con gravedad.

—Esperaba que algunos de mis viejos alumnos hablaran en mi favor.

—Estaremos encantados de hacerlo —dijo Paula, mientras Pedro asentía—. Pero ¿De qué modo podemos ayudar?

—Esa es una buena pregunta. Sobre todo con la que está montando Sandra Westport...

—¿Quién?


—Olvídenlo, ésa es otra historia —respondió el profesor—. Bastaría con que dijeran a los miembros de la junta directiva que mi método de trabajo funciona. Que mi ayuda y mi apoyo tuvo algo que ver en vuestro posterior éxito profesional...


—¿Quieres que los convenzamos de que tienes alas y un halo y de que caminas sobre las aguas? —bromeó Pedro.

El profesor sonrió.

—Bueno, eso no está muy lejos de la verdad.

—No sé yo...

—Ya en serio, no me atrevería a sugerirles lo que tienen que decir —comentó el profesor—. Pero he dedicado toda mi vida a la enseñanza. Estar con gente joven siempre ha sido muy importante para mí y me gustaría pensar que intervención en sus vidas, mi trabajo y mi presencia, es de alguna utilidad. Además, es todo lo que tengo.

—Pero eso no puede ser verdad —protestó

—Me temo que lo es. Mi esposa falleció hace poco tiempo y estoy solo. No creo que pudiera sobrellevar su pérdida si me quitaran también mi trabajo... Y por otra parte, estoy convencido de que todavía puedo hacer muchas cosas. Tengo la esperanza de que la dirección sepa ver lo que he hecho durante estos años y demuestre un poco de compasión e indulgencia.

Pedro frunció el ceño.

—Eres el mejor profesor de lengua que he tenido. Nadie enseña como tú... hasta estoy dispuesto a jurar que me obligaste a aprenderme todo el diccionario de la A a la Z.

El profesor volvió a sonreír.

—Exageras un poco, ¿No te parece?

—Sólo un poco. Pero sé de primera mano que eliges las palabras con mucho cuidado y que les das gran importancia. A fin de cuentas, no dejabas de animarme y de presionarme para que aprendiera y fuera capaz de expresar lo que pretendía.

—¿Y qué es lo que pretendes expresar ahora, Pedro?

—Que es extraño que hayas apelado a la compasión y a la indulgencia de la junta directiva. Si no has hecho nada, eso no tiene sentido.

—Siempre fuiste demasiado listo para tu propio bien —comentó el profesor con voz apagada.

Paula tuvo una extraña sensación, no precisamente positiva, de modo que preguntó:

—¿Qué has querido decir con eso?

—Nada. Únicamente, que nadie es perfecto. Todo el mundo se arrepiente de algo. A todos nos gustaría poder cambiar una parte de nuestro pasado.

Paula pensó que tenía razón. De haber podido cambiar su pasado, nunca habría salido con Lucas Hawkins en la facultad. El profesor Gerardo había intentado disuadirla, pero sin éxito. Ella no había hecho caso y había vivido para lamentarlo. Al pensar en ello, se estremeció y se enfadó consigo misma por reaccionar de ese modo. Pensaba que lo había superado, pero seguía afectándola como si hubiera sucedido el día anterior.

—Tienes razón —dijo Pedro— pero sin saber nada más sobre las acusaciones que tienen contra tí, no estoy seguro de poder ayudarte demasiado.

—Por desgracia, no puedo ser más explícito —explicó el profesor—. Todo es muy complicado… pero digamos que hay otra persona involucrada, una persona benefactora que desea mantener el anonimato.

—¿Como el Llanero Solitario? —preguntó Pedro.

—Sin tanto heroísmo, sin balas de plata ni corceles blancos. Simplemente es una persona que ayuda a los alumnos, que hace posible que algunos chicos sin medios suficientes estudien en la universidad. En fin, ese tipo de cosas.

—¿Y él no quiere que se lo agradezcan? —se interesó Paula.

—No he dicho que sea un hombre —dijo el profesor, con tono seco—. Pero disculpa mi brusquedad… Simplemente, no puedo decirles nada más. No puedo romper la confianza de esa persona.

Gerardo Harrison miró de nuevo a Pedro y añadió:

—Tengo entendido que has desarrollado el don de conseguir que la gente dé más información de lo que pretende.

—Hacer preguntas forma parte de mi trabajo —declaró— Es lo que hacen los abogados.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 6

—Hola, profesor Harrison.

Paula entró al despacho y notó que Pedro le ponía una cálida mano en la espalda. Fue un contacto amable, puramente  caballeroso y en modo alguno amenazador, pero ella estuvo a punto de estremecerse. Desde aquella terrible noche en la facultad, no había vuelto a confiar en el contacto físico de ningún hombre. Lucas Hawkins le había robado hasta eso. Pero estaban allí para hablar con su antiguo profesor, de modo que intentó tranquilizarse y lo miró. Él también había cambiado con el tiempo. Su cabello oscuro se había vuelto canoso; estaba bastante más delgado y tenía más arrugas. Además, la mirada de aquellos ojos marrones, que una vez había sido brillante y alegre, parecía opaca ahora. De hecho, los miró como si no los viera en realidad. El hombre que había conocido se habría levantado inmediatamente a saludarlos. Y dado que se había quitado las gafas otra vez, habría notado la cicatriz y habría sabido encontrar el comentario justo. Pero, al parecer, ese hombre ya no existía. Llevaba una camisa blanca, arrugada, y se había aflojado la corbata; su imagen encajaba perfectamente con la del típico profesor despistado. Sin embargo, él nunca había sido descuidado ni distraído, sino todo lo contrario. Fuera cual fuera su problema, debía de ser grave. De otro modo no se habría dirigido a ellos. Entonces,  notó que el profesor estaba mirando a Pedro con detenimiento. También notó la súbita tensión en sus hombros, pero no le dio mayor importancia. Pedro avanzó hacia la mesa y estrechó su mano.

—Profesor, soy Pedro Alfonso…

 —Sé quién eres —dijo el hombre con impaciencia, antes de mirar a Paula—. Y también te reconozco a tí, Paula Chaves… Me alegra que hayan venido. Pero siéntense, por favor.

—Gracias.

Paula se sentó, pero Pedro permaneció de pie.

—¿Qué ocurre, profesor? ¿Por qué nos ha llamado? —preguntó él.

De repente, Pedro había dejado de ser el hombre amable y de gran sentido del humor con quien había pasado los últimos minutos, para convertirse en un tipo muy serio que le sonaba vagamente. Había pensado que el encuentro con el profesor tal vez serviría para refrescarle la memoria, pero seguía sin recordar quién era. En cualquier caso, sí se acordó, y muy bien, de aquel despacho. Todo seguía tal y como estaba en el pasado, con la mesa llena de documentos y muchas fotografías en las paredes.

—¿Me preguntas qué sucede? Que mi empleo está en peligro —respondió el profesor.

—Eso es imposible…

—Por desgracia, todo es posible.

 Paula se inclinó hacia delante.

—¿Pero por qué? Llevas años en Saunders. Además, eres profesor titular…

—La categoría laboral no protege a ningún profesor de una denuncia por comportamiento inapropiado. La junta directiva me está investigando; intentan encontrar algo que puedan utilizar contra mí.

—¿Y por qué quieren despedirte? —preguntó ella.

—Por los chismes, por los rumores… O quién sabe, tal vez sientan celos porque siempre me he llevado bien con los alumnos.

—¿Podrían encontrar lo que están buscando? —preguntó Pedro.

—Oh, vamos, el profesor no puede haber hecho nada malo —intervino Paula, molesta con la pregunta de Pedro—. No puedo creer que tú también dudes de...

—Hace bien en preguntar —la interrumpió el profesor—. Está en su derecho.

—Lo siento, Paula, son mis costumbres de abogado defensor —alegó Pedro, mirándola durante unos segundos—. Siempre pregunto a mis clientes. Quiero saber todo lo que deba saber sobre ellos. Lo bueno, lo regular y lo malo. Eso es mil veces preferible a que suban al estrado y se encuentren en una situación problemática por no haberme proporcionado toda la información.

El profesor volvió al tema.

—Sean cuales sean sus motivos, están buscando la forma de echarme. Creo que en parte puede ser por mi edad.

—Pero no se puede despedir a nadie por su edad... eso es ilegal, ¿No es cierto, Pedro?

—Sí —confirmó.

Por primera vez desde su reencuentro, el profesor sonrió.

—Siempre fuiste una chica inteligente —dijo.

—Gracias.

Paula agradeció mucho su comentario. Él era de las pocas personas que habían sabido ver que ella era algo más que una cara bonita. El profesor apoyó los codos en la mesa y explicó:

—Nadie ha venido a decirme nada directamente. Se limitan a insinuar que soy poco profesional, a criticarme por llevarme demasiado bien con los alumnos, a decir que no debo estrecharles las manos ni tocarles de ningún modo porque hay que mantener las distancias... En fin, ese tipo de cosas.

viernes, 28 de julio de 2017

Reencuentro Inesperado: Capítulo 5

La brisa meció las ramas de los árboles, sobre sus cabezas, y Pedro contempló el baile de las sombras sobre la encantadora curva del perfil y el cuello de Paula. Ahora no podía ver la cicatriz de su rostro, pero no importaba. A pesar de la cicatriz, seguía siendo la mujer más bella que había conocido.

—¿Estás aquí con tu marido?

Él lo preguntó para sonsacarle, aunque esperaba que estuviera soltera. No se había sentido tan alterado por una mujer en mucho tiempo.

—Eso sería bastante difícil.

 —¿Por qué?

 —Porque no estoy casada —respondió, mientras giraba la cabeza para mirarlo—. ¿Y tú? ¿Estás casado?

—Yo tampoco estoy con nadie.

—Ya. Pero ¿Estás casado?

—Vaya, me alegra que te interese tanto mi estado civil —bromeó.

—Ah, eres imposible…

—Me lo han dicho muchas veces. Pero ya que insistes, no. No estoy casado.

Durante una fracción de segundo, Pedro tuvo la impresión de que su respuesta le habría agradado. Pero enseguida recuperó su habitual gesto de fría despreocupación y él sintió la tentación de tocarla, de asegurarse de que no estaba soñando, de que Paula estaba realmente allí. Sin embargo, notó su tensión y se contuvo.

—Bueno, ¿Cómo te sientes de vuelta en Saunders? —preguntó él.

Ella miró a su alrededor.

—La ciudad no ha cambiado nada. A diferencia de Los Ángeles, no tiene palmeras; y todo sigue siendo muy tradicional, tal y como lo recordaba. Estoy segura de que el sitio web de la universidad sólo enfatiza las verdes colinas, el campus lleno de árboles y los edificios viejos —declaró.

Él rió y asintió.

—Acertaste.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? Siendo abogado, supuse que serías más dado a jugar con las palabras. El hizo caso omiso del comentario y dijo:

—De modo que eres modelo…

—Lo era.

—¿Y te gustaba?

Ella se estrechó las manos con tal fuerza, sobre el regazo, que los nudillos se le quedaron blancos.

—Sí. Tuve suerte. Una chica como yo, sin ninguna habilidad en particular, habría tenido dificultades para buscarse la vida de otra forma.

—¿Quién ha dicho que no tienes habilidades?

—Oh, ya sabes cómo es la gente… creen que si tienes buen aspecto por fuera, es imposible que seas inteligente.

—Eso es ridículo. Yo no pensé nunca eso.

—Entonces estarías en minoría. Pero ya ha dejado de ser tema de conversación —comentó con un suspiro.

A base de observar a fiscales, testigos y jurados, Pedro había aprendido en su trabajo a interpretar el lenguaje corporal de la gente. Por la expresión de sus labios, supo que no quería seguir hablando de aquel asunto. Así que cambió de conversación.

—Y dime, ¿Qué te ha traído a Saunders?

—Te acuerdas del profesor Gerardo Harrison?

—¿Que si me acuerdo? Era mi profesor preferido.

Ella asintió.

—El mío también —dijo ella—. Me escribió para decirme que tiene algún tipo de problema con la junta directiva y que necesita mi ayuda.

 —Yo recibí el mismo mensaje, así que he estado investigando.

—¿Y has averiguado algo?

 Él negó con la cabeza.

—No, pero donde hay humo, suele haber fuego. Y eso es lo que más me preocupa… no puedo creer que la junta directiva de una universidad muy respetada inicie una cacería sin una buena causa.

—¿Pero qué razón podrían tener? Siempre fue un profesor muy popular. Muchos de mis amigos asistían a sus clases y se pasaban la vida yendo a su despacho. ¿Te acuerdas de lo solicitado que estaba?

Pedro no podía acordarse porque nunca había visto al profesor durante su horario regular de trabajo. Por aquel entonces, tenía que trabajar y cuidar de su abuela, así que Gerardo Harrison le daba clases cuando lo necesitaba.

—Para mí fue un gran profesor y un amigo muy generoso —respondió, optando por el típico truco de abogados de no responder exactamente a lo que se preguntaba—. Siempre le estaré agradecido por ello.

A pesar de su gran inteligencia, Pedro sabía que no habría conseguido terminar sus estudios sin ayuda del profesor. Pero ahora era uno de los abogados defensores más conocidos del país, y la fama de algunos de sus clientes le proporcionaba una buena cuota de popularidad.

—Sí, siempre hacía todo lo que estaba en su mano por ayudar a la gente —dijo ella—. Me pregunto qué estará pasando…

—No tengo ni idea —confesó.

A medida que charlaban, Pedro observó que Paula se iba relajando, y deseaba que siguiera así. Sospechaba que si le decía quién era y le contaba ciertos detalles de su profesión, saldría corriendo. Pero no quería que se marchara. Ella había sido la luz de su experiencia universitaria, el motivo por el que se levantaba todos los días de la cama y la razón que lo había empujado a terminar la carrera y ganar dinero. Y ahora que la había encontrado, no tenía intención de dejarla escapar. Quería que volviera a ser la luz en su vida.

—He estado pensando —dijo él.

—Uf, qué peligro —bromeó ella.

—Muy graciosa —observó Pedro—. Como decía, he estado haciendo mis averiguaciones en Saunders…

—¿Por qué?

—Quería conseguir información. Pensé que podría ser de utilidad.

 —¿Y has conseguido algo?

Él se encogió de hombros.

—No, nada en absoluto. La gente con la que he hablado afirma no saber nada al respecto. Puede que no me haya dirigido a la gente correcta.

—¿Y qué propones?

—Lo cierto es que estaba a punto de ir a ver al profesor Harrison.

  —¿Y?

—Me preguntaba si querrías venir conmigo…

Pedro  contuvo la respiración hasta que Paula respondió a la invitación.

 —Me encantaría.

Pedro pensó que a él también, y más de lo que ella imaginaba. Quería pasar cierto tiempo con ella. Borrar las sombras de sus ojos y devolverle el brillo que habían tenido. Pero también sabía que, cuando Paula averiguara su identidad, el tiempo dejaría de estar de su parte.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 4

Paula salía entonces con un cretino que se alojaba en el mismo colegio mayor que Pedro, de modo que se veían con cierta frecuencia. Y cada vez que alguien se burlaba de él, ella intervenía, encontraba la forma de dedicarle algún cumplido y lograba neutralizar las críticas. Le estaba eternamente agradecido por ello, y no había mentido al hacer la referencia a su carácter.

Para él, el corazón y el alma de ella eran aún más bellos que su rostro; lo cual no era poco, teniendo en cuenta que tampoco había exagerado al afirmar que había sido la chica más atractiva del campus. Pero  sabía que ella siempre había querido ser modelo. Y se preguntó qué habría pasado con su carrera. De todas formas, no le extrañaba que Paula no hubiera reconocido su nombre. En la época de la facultad, casi todos lo conocían por los humillantes motes que le ponían. Sin embargo, eso era agua pasada. Su vida había cambiado. Después de terminar sus estudios, había conseguido un empleo en un bufete de abogados y empezó a ganar dinero suficiente como para pagar a un cirujano especializado en reconstrucciones faciales que le quitó el problema generado por el acné y le arregló la nariz. Ya no quedaba nada del joven del que todos se burlaban. Ahora era un hombre distinto, y la mejora de su aspecto le había proporcionado la confianza necesaria como para asumir papeles protagonistas en su trabajo. En el fondo, se alegraba de que Paula  no lo hubiera reconocido, de que no lo hubiera asociado con aquel chico solitario y sin amigos. Jamás habría esperado reconocer una expresión de admiración en sus ojos, así que lo estaba disfrutando. Desde los tiempos de la universidad, había recorrido un largo camino. Ahora era un conocido abogado defensor cuyos servicios estaban disponibles para cualquiera que se pudiera permitir el precio. Sin embargo, no se sentía especialmente orgulloso de ello y no ardía en deseos de contárselo a ella. A fin de cuentas, algunos de sus clientes eran individuos sin decencia, honestidad e integridad. Su abuela solía decir que la gente no era más que el resultado del medio donde vivía, y si se aplicaba la norma a su ámbito laboral,  suponía que no quedaría en muy buen lugar.

—¿Pedro? ¿Sigues aquí o estás en la luna? —preguntó ella, al notar su mirada perdida.

Pedro reaccionó y regresó al presente.

—Lo siento mucho. Tengo la fea costumbre de perderme en mis propios pensamientos. Es típico de los empollones... Puede que ese detalle te refresque la memoria y recuerdes quién soy.

En realidad, Pedro esperaba que no se acordara. Y tuvo suerte.

—Me temo que sigo sin acordarme. No encuentro nada sobre tí en mis bancos de memoria —dijo ella.

Él, en cambio, no podía decir lo mismo. Su memoria estaba llena de detalles. La mujer que se encontraba ante él tenía el mismo cabello rizado y sedoso, de color castaño oscuro, que años atrás. Era algo baja para ser modelo y sólo le llegaba alos hombros. Siempre delgada, la blusa sin mangas y la falda a la altura de las rodillas la hacían parecer más frágil de lo que recordaba. Además, había notado que la cicatríz de la cara no era la única marca que le había dejado el accidente. De vez en cuando se llevaba una mano a la espalda, como si le doliera; y cuando cambiaba de posición para apoyar el peso en la otra pierna, hacía un gesto de dolor. Frunció el ceño al pensar en ello. Paula ya había dicho que no quería hablar del accidente, pero él estaba interesado en todo lo relativo a aquella mujer. Por ejemplo, quería saber qué había pasado con el brillo de energía y pasión que siempre habían tenido sus ojos y que ahora había desaparecido. En cualquier caso, no se había convertido en un gran abogado defensor por el procedimiento de evitar las preguntas difíciles. Sabía que averiguaría lo que quería saber: qué había hecho ella durante los diez últimos años y qué estaba haciendo ahora. Pero antes de interrogarla, sería mejor que se sentaran.

—Hay un banco muy agradable a la vuelta de la esquina —dijo él—. Como parece que tardarás un poco en recordar quién soy, le harías un favor a este viejo si te sentaras conmigo.

Ella lo miró con detenimiento, como valorando la propuesta. Pero, por fin, asintió y sonrió levemente.

—Muy bien, abuelo —se burló.

Pedro suspiró y comprendió lo importante que era para él que aceptara. Avanzaron lentamente por el pintoresco camino de piedra. A ambos lados, los arbustos y los macizos de flores amarillas y moradas se mecían bajo la brisa de la tarde. Cuando por fin se sentaron en el banco, a la sombra de majestuosos árboles, él pasó un brazo por encima del respaldo y dejó la mano a escasos milímetros del hombro de Paula.

—¿De modo que eres abogado? —preguntó ella, apartándose ligeramente.

Él la miró y se preguntó si habría reconocido algo en él, tal vez algo que había visto en las noticias. Pero en su mirada sólo había curiosidad.

—¿Qué te hace pensar que lo soy?

—Antes dijiste que estuviste en la facultad de Derecho.

A Pedro lo sorprendió que lo hubiera olvidado, pero estar tan cerca de ella lo ponía tan nervioso que se le fundían las neuronas.

—Ah, es cierto... Sí, soy abogado criminalista.

—Supongo que establecer un objetivo y alcanzarlo debe de resultar muy placentero —observó con nostalgia.

 —Sí, supongo que sí.

Pedro siempre había querido ser abogado, aunque no había seguido exactamente el camino que pretendía. Pero en cualquier caso, no quería que hablaran de él.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 3

Pero la caballerosidad de Alfonso no sirvió para que se sintiera mejor. Si sabía tantas cosas sobre ella, también se habría enterado de que había sufrido un accidente; a no ser que fuera un ermitaño que no leía los periódicos. Sin duda alguna, ahora querría conocer los detalles de lo sucedido y finalmente le daría sus condolencias y afirmaría, con la mentira piadosa de rigor, que no se notaba en absoluto. A fin de cuentas sólo había perdido parcialmente la visión de un ojo. No se había quedado ciega. Se abrazó a sí misma y se dispuso a soportar la situación. Luego, volvería a la seguridad de su dormitorio, del que evidentemente no debería haber salido. Alzó la vista con aplomo y lo miró. El accidente la había dejado marcada, pero no le había robado ni un ápice de su dignidad.

—¿Puedes devolverme las gafas? —preguntó ella, haciendo un esfuerzo por sonar educada.

Él sonrió levemente.

—¿Nunca te han dicho que a los hombres les encantan las mujeres con cicatrices?

De todas las cosas que podía haber dicho, aquel hombre había elegido la más inesperada. Ella parpadeó y sonrió sin poder evitarlo.

—No, aunque sí he oído que a las mujeres les encantan los hombres con cicatrices.

Pedro Alfonso había sido tan franco y directo que la había desarmado por completo. En lugar de evitar lo evidente, había optado por una aproximación sin hipocresía alguna. Y de un modo tan inteligente e irónico al tiempo que parecía imposible en un tipo con aspecto de modelo.

—Pues es verdad —insistió él—. Las cicatrices son un signo tangible de carácter. Y los hombres siempre buscan carácter.

—Oh, vamos. No me digas que tú te fijas en primer lugar en el carácter de las mujeres y no en el tamaño de sus...

Paula no se molestó en terminar la frase. Se limitó a llevarse las manos al pecho y a mirarlo con ironía. Pedro sonrió.

—Dime una cosa. En todos esos artículos sobre las diez cosas que resultan más atractivas en una persona, ¿No aparece siempre en primer lugar el sentido del humor?

—Ninguna de mis amigas guarda su sentido del humor en sus senos, y sin embargo es la primera parte que miran los hombree. Además, tener sentido del humor no es lo mismo que tener carácter. Pero qué me vas a contar a mí de ese tipo de artículos… me he pasado media vida saliendo en las portadas de las revistas que los publican.

—En ese caso, hemos llegado a la conclusión de que los autores de los artículos se equivocan —bromeó.

—Mira, aprecio que hayas intentado que me sienta mejor, pero…

—¿Es que no lo he conseguido?

—Tal vez me sentiría mejor si me devolvieras las gafas.

Pedro miró con cierta sorpresa las gafas que tenía entre las manos, como si hubiera olvidado que estaban allí. Después, miró a Paula y suspiró.

—Está bien, aquí las tienes. Pero te las devuelvo sólo porque es un día soleado y no me gustaría que la luz ciegue esos preciosos ojos… La chica más guapa del campus no tiene nada que ocultar.

—Eres un mentiroso compulsivo —dijo ella, sonriendo.

Pedro frunció el ceño ante el comentario y se pasó una mano por el pelo, en un gesto de nerviosismo. Al ver su reacción, ella le puso una mano en el brazo.

—Era una broma, hombre. ¿Dónde está tu sentido del humor?

—Una broma. Sí, claro. Ya lo sabía.

Pedro suspiró al darse cuenta de que Paula no sabía que había acertado sin pretenderlo. Sólo había mentido por omisión, pero una mentira era una mentira con independencia del nombre que se le pusiera. Le había dicho cómo se llamaba, pero no quién era. Entre otras cosas, porque  no esperaba volver a verla de nuevo. Su único contacto con ella desde la universidad habían sido las fotografías que veía en las portadas de las revistas. Pero un año antes le había perdido la pista. Era obvio que había ocurrido algo traumático, algo que explicaba que la famosa modelo estuviera fuera de circulación.

Paula  se puso de nuevo las gafas y dijo:

 —Me sorprende que no preguntes por lo que me pasó.

En ese momento, Pedro  supo que había sido algún tipo de accidente.

—¿Quieres contármelo?

—No.

La respuesta fue breve, clara e inequívoca. Él se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.

—Entonces, eso es suficiente para mí.

Pedro comprendía muy bien que alguien no quisiera hablar sobre sus cicatrices. Durante su adolescencia había sufrido un grave problema de acné, y por si eso fuera poco, le partieron la naríz en una pelea. En aquella época, todo el mundo se burlaba de él porque decían que tenía cara de cráter. Todo el mundo, salvo Paula.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 2

Como le bloqueaba la salida, dijo:

—Tengo que marcharme...

El hombre no se apartó.

 —No me lo digas. Deja que lo adivine... ¿Eres el conejo de Alicia en el país de las maravillas y llegas tarde a tu cita?

Ella no estaba citada con nadie, aunque le habría gustado ser el personaje de la conocida obra para poder escabullirse por el agujero de una conejera. Sin embargo, la idea de escapar le resultó lo menos urgente de todo en aquel momento. Había algo en su voz, una sensación de calor, intensamente agradable, que llevó a Paula el eco de un recuerdo que no pudo concretar. Y por alguna razón, se sorprendió al descubrir que ya no deseaba alejarse de él. Por fin, se movió lo suficiente para que le diera la luz del sol en la cara y lo miró directamente a los ojos. Entonces, la expresión del hombre cambió al asombro.

—¿Pauli?

Ahora eran dos los asombrados. Nadie la llamaba así desde sus días en la facultad. ¿Quién era aquel tipo? ¿Cómo podía saber su nombre? En su desconcierto, deseó tener un espejo a mano para mirarse y comprobar de nuevo que todo estaba donde debía estar. A diferencia de don Perfecto, ella tenía, o creía tener, mucho que ocultar.

—¿Te conozco? —preguntó ella.

—No creo. Nadie me conoce —respondió, en voz prácticamente ininteligible.

—¿Cómo?

 —No, nada —dijo, sonriendo—. El caso es que yo te conozco a tí. Estudiaste en la Universidad Saunders. Y yo estuve allí al mismo tiempo.

—¿En serio?

—Sí, pero dudo que te acuerdes de mí.

Paula pensó que se equivocaba. Había cosas que no quería recordar, pero no habría olvidado a un hombre tan guapo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.

Él apartó la mirada casi con timidez, aunque ni sus maneras ni su evidente confianza en sí mismo eran propias de alguien tímido.

—Pedro Alfonso.

Él se puso tenso, como si esperara una reacción negativa. Paula  lo notó porque ella hacía lo mismo desde el accidente; cuando alguien la miraba, se preparaba para el desagrado que sentiría. Pero en cualquier caso, seguía sin recordar quién era aquel hombre. Negó con la cabeza y preguntó:

—¿Estábamos en la misma clase?

—No. Yo estaba dos cursos por delante, en Derecho.

—Imagino entonces que nos conocimos de otro modo, porque yo no estaba muy centrada en los estudios —dijo ella, mientras recordaba sus días de estudiante— ¿Qué tipo de actividades hacías? Tal vez compartíamos los mismos intereses y nuestros caminos se cruzaron…

Él se encogió de hombros.

—No tenía muchos intereses. Ni demasiado tiempo libre.

 Como Paula seguía sin tener la menor idea de quién era, y como sus respuestas no le habían dado ninguna pista, dijo:

—Pues lo siento, pero no me acuerdo de tí.

Él sonrió.

—Descuida, no tiene importancia. Ha pasado mucho tiempo.

—Pero tú te acuerdas de mí...

 —¿Cómo podría olvidarte? Eras algo grande, la chica más atractiva del campus. Estabas destinada a salir en todas las portadas y lo conseguiste al final —declaró—. Por supuesto que te recuerdo.

Ella se sintió desfallecer al comprobar que estaba informado de su pasado profesional. Dadas las circunstancias, no era algo que le agradara en absoluto.

—Bueno, discúlpame pero tengo que marcharme…

—No, por favor, no te vayas todavía.

 Fuera quien fuera Pedro Alfonso, irradiaba buen humor y sus ojos brillaban con una sinceridad que Paula no había visto desde hacía años en un hombre. De hecho, había pasado tanto tiempo que la sorprendió reconocer la expresión. Sin embargo, su mayor preocupación en aquel momento era otra: ¿cómo podía sentirse tan cómoda y tan recelosa al mismo tiempo en su presencia?

—Quédate un poco más. Ten en cuenta que los tipos como yo tenemos muy pocas ocasiones de estar junto a una cara que ha servido para anunciar miles de pintalabios. Por no mencionar las sombras de ojos…

Antes de que ella pudiera evitarlo, él le quitó las gafas de sol. Ahora ya no podía ocultarse. Sus cicatrices habían quedado a la vista de todo el mundo, la marca circular en su pómulo izquierdo, provocada por las gafas de sol que llevaba cuando sufrió el accidente en que se rompió una pierna. Intentó consolarse pensando que al menos serviría para que Pedro Alfonso  comprobara que ya no era la mujer más bella del campus y para que se marchara de una vez, dejándola a solas con su vida. Ya sólo faltaba el habitual gesto de sorpresa en su rostro, seguido de la mirada de lástima que siempre le dedicaban. Sin embargo, Paula no vió ni lo uno ni lo otro. Bien al contrario, su expresión siguió siendo tan agradable como antes. O casi, porque ella notó un ligero brillo en sus ojos, una especie de sentimiento de comprensión.

Reencuentro Inesperado: Capítulo 1

Sólo quería sentarse junto a la piscina y sentir el calor del sol en la piel. Aquél era el primer día en más de un año en que Paula Chaves salía de casa sin cubrirse la cara con un pañuelo. Pero se arrepintió de haberlo hecho, porque notó que alguien se aproximaba y pensó que, fuera quien fuera, notaría lo que ella pretendía ocultar. Le había gustado gritar algo para evitar que se acercaran, pero sólo habría conseguido llamar la atención; sobre todo, teniendo en cuenta que estaba en un lugar tan público como el hotel Paul Revere, en las afueras de Boston. Por el sonido de las voces, supo que debía desaparecer de inmediato si no quería que la vieran. No estaba preparada para enfrentarse a nadie, así que se levantó de la tumbona y se dirigió a la salida que se encontraba al otro lado de la piscina. Cuando la gente la miraba a la cara, reaccionaban con un desagrado que era recíproco.

Había transcurrido un año desde que su caso había salido en los periódicos. Trescientos sesenta y cinco días desde que el accidente había llegado a los titulares de los diarios, por no mencionar también las revistas y las publicaciones sensacionalistas. No obstante, era bastante improbable que alguien la reconociera como la modelo cuya carrera la llevaba a convertirse, rápidamente, en la chica de referencia en el mundo de la moda. Ahora sólo era la desgraciada que nunca llegaría a aparecer en bañador en la portada del Sports Illustrated porque las cicatrices de una de sus piernas se lo impedían. Además, le habían puesto tantos tornillos en la operación que habría hecho saltar las alarmas en los controles de cualquier aeropuerto. Sin embargo, aunque el peligro de que la reconocieran fuera pequeño, no estaba preparada para enfrentarse a miradas de curiosidad y de lástima. Mientras se apresuraba hacia la salida, miró un momento hacia atrás y justo entonces tropezó con lo que le pareció un muro de piedra. El impacto fue lo suficientemente duro como para que rebotara, y habría terminado en el suelo de no haber sido porque unas fuertes manos se cerraron sobre sus brazos. Pero las mismas manos que la sostenían impidieron que se inclinara a recoger las grandes gafas de sol que llevaba para ocultar el rostro y que se le habían caído.

—Cuidado, chispa, ¿Dónde está el fuego? —bromeó el desconocido, de voz ronca.

Contacto humano. Eso era precisamente lo que Paula pretendía evitar. Y para empeorar las cosas, no era un contacto humano cualquiera, sino uno con un hombre. Se maldijo por haber tomado la decisión de salir de su habitación y se dijo que ni siquiera sabía lo que estaba haciendo allí. Aunque lo último no era literalmente cierto: se encontraba en el hotel porque era el único lugar decente para alojarse en las cercanías de la Universidad de Saunders. Y había ido porque un profesor, mentor y viejo amigo de la facultad, se lo había pedido.

—Lo siento mucho —se disculpó ella, alejándose del hombre—. Mis gafas...

—Permíteme.

El hombre se agachó galantemente y las recogió. Paula siempre había sido una mujer muy ágil, y en otro tiempo se le habría adelantado con tal velocidad que, en comparación, aquel hombre alto y atlético habría parecido una vulgar tortuga. Pero el accidente lo había cambiado todo. Y por otra parte, la miraba con tal intensidad que la puso nerviosa. Se giró levemente, lo suficiente para ocultar el perfil izquierdo de su cara, que permanecía en las sombras.

—¿Puedes darme mis gafas, por favor?

Paula se las arregló para preguntarlo con absoluta naturalidad, con un tono tranquilo e incluso elegante que no dejó entrever su nerviosismo.

—Sí, por supuesto... Aquí las tienes. ¿Cómo podría rechazar la petición de una mujer tan bella como tú?

Ella estuvo a punto de reír. Ya no se consideraba en modo alguno una mujer bella. Antes del accidente lo había sido, pero también eso había cambiado. De hecho, su vida había dado un vuelco.

—Gracias. Ahora, si no te importa, seguiré por mi camino.

Paula se puso las gafas y se llevó una mano a la cara para comprobar que todo estaba donde debía. Una vez satisfecha, alzó la vista y volvió a mirarlo con más detenimiento. Era impresionante. Durante su carrera como modelo había conocido a algunos de los hombres más atractivos del mundo, con los que había posado. Pero aquel tipo los superaba. Encarnaba todas las virtudes del hombre alto y moreno que cortaba la respiración. De alrededor de un metro ochenta y seis, tenía el cabello castaño y unos ojos marrones que brillaban con tanto calor como humor. En cuanto a su cara, ella intentó encontrar algún calificativo que no fuera un cliché, pero llevaba tanto tiempo fuera de la circulación amorosa que no se le ocurrió nada salvo que estaba buenísimo. Pero en cualquier caso, era cierto. Era un rostro tan magnífico que parecía esculpido. Su nariz era perfectamente recta, y su mandíbula, armoniosa y fuerte. Además, su cuerpo andaba a la zaga de su cara. Estaba acostumbrada a distinguir la calidad en un hombre y reconoció los anchos hombros bajo su cara chaqueta azul y un poderoso pecho bajo la camisa y la corbata roja. Por muchas razones, no era mujer a quien se pudiera impresionar con facilidad. Pero definitivamente era perfecto. Con una simple mirada había descubierto muchas cosas del desconocido. Tantas, que no necesitó saber nada más para comprender que, fuera quien fuera aquel hombre, jugaban en una liga distinta.

Reencuentro Inesperado: Sinopsis



¿Qué ha sido de los antiguos alumnos de Saunders?



Pedro Alfonso, el muchacho raro que siempre se sentaba en la última fila de la clase se había convertido en el abogado más importante de la ciudad. En los tribunales era una fiera invencible que, por lo visto, había representado a varios ex alumnos de la universidad…


Paula Chaves, la chica más guapa de la facultad era una de las mujeres más fotografiadas en el mundo de la moda y había vendido cientos de revistas y cosméticos hasta que había desaparecido misteriosamente hacía ya un año. ¿Habría decidido abandonar la vida de lujo con la que siempre había soñado?

miércoles, 26 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 67

—Cuando nos encontramos en el gimnasio, ¿Sentías lo mismo?

—Oh, sí, por eso no quería verte.

Pedro digirió la noticia sin hablar. Por fin repitió:

—Estás enamorada de mí.

—Sí —lo miró con rabia—. Pero no te asustes. Lo superaré. Algún día.

—¿Quieres casarte conmigo?

—Pedro, no tiene gracia.

—Es serio. Pero veo que no lo estoy haciendo bien —le puso las manos en los hombros y la besó con todo el amor que sentía.

Paula se apartó, indignada:

 —No tienes derecho a hacer eso.

—Solo quiero mostrarte cuánto te quiero. Nunca he dejado de quererte desde los veinte años.

—¿Cómo?

—Lo has oído. Te he amado desde aquella noche, con aquel vestido de noche. Pero eras Paula Chaves y no pude más que convencerme de que te odiaba y huir de Juniper Hills. Me he estado engañando durante años.

Paula parecía atónita.

—¿Me querías entonces?

Pedro asintió.

—Nunca me dí cuenta —susurró Paula.

—Me las arreglé para ocultarlo.

—¿Y aún me quieres?

—Sí —y añadió con una sonrisa perversa—. Me quieres y yo te quiero. ¿No te parece que debemos casarnos? —dejó de sonreír—. Quiero casarme contigo, Pau. Es lo que más deseo. Solo me arrepiento de haber tardado tanto en darme cuenta.

Abrazándolo de pronto, Paula dijo:

—Estoy despierta y te estás declarando.

—Dime sí o no —preguntó Pedro y esperó la respuesta de la que dependía su vida.

—Sí, claro que sí —su sonrisa era radiante—. Nada podría hacerme más feliz.

 —¿Cuándo? —dijo él.

Paula se echó a reír, llena de la más pura alegría.

—Siempre vas al grano, ¿Verdad? Hoy, mañana, cuando quieras. ¿Qué respuesta prefieres?

—Todas —la besó de nuevo—. ¿Y las niñas?

—Valen estará feliz y Bella ha cambiado por completo. Estará de acuerdo, lo sé. A mi madre le parecerá un cuento de hadas y mi padre analizará el futuro de tu negocio y respirará tranquilo por verme de nuevo con alguien. Según él, una mujer no puede estar sola.

—Pero tú no piensas eso —dijo Pedro con un leve temor—. Quieres ser independiente.

—He pensado mucho en eso en la isla —su frente se arrugó—. Sé que puedo vivir sola. No me caso contigo por temor o dependencia. Simplemente, lo deseo.

—Se lo agradeceré a la marea.

—Y ya no me asusta el viento.

Pedro la tomó en sus brazos.

—Bella ya sabe que quiero casarme contigo. Se lo dije en la estación de autobuses.

—Vaya… pues sabe guardar un secreto.

—A nosotros nos ha costado doce años reconocer nuestros secretos. Que nos queremos.

—Nos portaremos mejor los próximos doce —rió Paula.

Mirando los ojos azules, tan familiares y tan amados, Pedro confesó:

—No soy bueno con las palabras, pero voy mejorando —su voz estaba ronca—. Quiero que sepas que soy tuyo en cuerpo y alma hasta el día de mi muerte.

—Y yo tuya, mi querido Pepe—dijo Paula con fervor.

«Mi querido Pepe». Con un nudo de emoción en la garganta, Pedro dijo:

—Por favor, repite eso.

—Querido Pepe, amado Pepe, mi dulce y querido Pepe, te quiero, me siento atrapada, embrujada y enamorada de tí —sonrió con humor—. ¿Qué te parece?

—¿Embrujada, eh? —Pedro la besó y empezó a acariciar su vientre y sus senos por debajo de la amplia camisa de franela—. Las palabras están bien, Lori, pero hablas demasiado.

La respuesta de Paula fue colocarse sobre él.

—No debo estar muy sexy con tus pantalones y esta camisa.

—Estarías mejor sin ellos, desde luego —dijo Pedro y lo puso a prueba con urgencia.


Una hora después, regresaron a casa. Pedro pagó a Nadia, que había dado de cenar a las niñas. Solo entonces, pasó el brazo por los hombros de Paula y se dispuso a dar la noticia:

—Tenemos algo que contarles, chicas.

Paula se adelantó:

—Vamos a casamos. Muy pronto.

El rostro de Valentina se iluminó:

—¿Vamos a vivir todos juntos? ¿Y Pepe será nuestro padre?

—Sí y sí. Viviremos en French Bay —explicó su madre.

—Su equipo de fútbol fue campeón del condado el año pasado —dijo Valentina con una gran sonrisa antes de abrazarlos.

Pedro miró a Isabella, que comentó con tranquila madurez:

—Es estupendo. Me gusta vivir cerca del mar. Siempre parece que las olas se cuentan secretos —y sonrió a Pedro con falso candor.

Pedro le guiñó el ojo y luego dijo:

 —No es un secreto que amo a su madre… e intentaré ser un buen padre para ustedes.

—¿Podemos ser las damas de honor? —preguntó Valentina.

—Claro que sí —afirmó Paula.

 —Roberto será mi padrino —dijo Pedro—. No le gustará llevar traje, pero le convenceremos.

—¿Te pondrás un vestido blanco, mamá? —dijo Isabella.

—Espero que sí —dijo Pedro y la miró con los ojos líenos del recuerdo de su tumultuoso encuentro, cuando había descubierto la libertad increíble de decirle a Paula cuánto la amaba mientras abrazaba su cuerpo desnudo.

Paula se sonrojó como si comprendiera y Pedro siguió hablando:

—Su madre y yo no hemos cenado. ¿Por qué no vamos todos a un restaurante a celebrarlo? Estoy seguro de que podréis hacer un esfuerzo para tomar un postre —sonrió de pronto—. ¿Saben lo que me gustaría? Que se pusieran las camisas y gorras que llevan en la foto del estudio. Las tres. ¿Pueden hacer eso por mí?

Media hora después, Pedro estaba sentado en un restaurante italiano, rodeado por sus tres rubias, las tres vestidas de forma idéntica y felices de estar con él. Alzó una copa de vino no tan exquisito como el de Miguel pero que le pareció delicioso y dijo:

—Por nuestra familia de cuatro.

Una familia, pensó humildemente, era un regalo inmenso para un nombre que siempre se había sentido solo. No volvería a estar solo nunca.

—Por el amor —dijo alzando de nuevo la copa.

—Por el amor —repitió Paula mirándolo a los ojos.

—Cinco —dijo Isabella con impertinencia—. No has contado a Tom.







FIN

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 66

—Nadia está con ellas —se quitó la chaqueta para taparla—. Las llamaremos en cuanto volvamos a casa.

—No puedo atravesar eso —gimió Paula—. Por eso estoy atrapada. Estaba en la isla, pensando y no me dí cuenta de que subía la marea. Cuando miré estaba el viento y no me atrevía a pasar —hablaba muy rápido y tenía los ojos muy abiertos.

—Puedes pasar —dijo Pedro—. Conmigo.

—Es el viento. Lo odio, no puedo.

¿Cómo iba a vivir con él en la casa frente al mar si odiaba el viento?

—Estarás bien conmigo. Solo tienes que confiar en mí. Eso es todo.

 Paula miró el camino de rocas.

—Eso es mucho —dijo con un gesto irónico.

—Sí —replicó Pedro, como si sus palabras le hubieran revelado algo—. Es verdad que es mucho.

Paula se estaba burlando de él. Era mucho mejor que verla aterrada.

—Si tenemos que hacerlo, adelante. Tú pasas primero. Pedro le tomó la mano.

—Agárrate a las rocas con la mano libre y pon los pies donde los ponga yo.

Al poner el pie en el agua que cubría a ratos el paso rocoso, la violencia de la tormenta le sorprendió. Pedro sintió que Paula se ponía rígida. Le gritó:

—Estás a salvo conmigo, Pau. Puedes hacerlo.

Paula se mordió el labio y dió un paso. Pedro se preguntó si podría quererla más de lo que la quería en aquel instante. Valor y confianza, una base perfecta para un matrimonio, pensó y superó los primeros metros. Paso a paso, avanzaron luchando contra el agua y el viento. No dejó de hablar para animarla y, a mitad de camino, se detuvo para besar sus labios helados.

—Estoy orgulloso de tí —dijo.

—Hay momentos y lugares para el romance y éste no lo es —se quejó Paula con la risa en los ojos.

«Ha olvidado el viento», se dijo Pedro.

—¿Quieres decir que no harías el amor conmigo aquí? Sería una experiencia muy primitiva, ¿No te parece?

—¡Jamás!

Pedro rió, apretó la mano fría y se dispuso a atravesar una pequeña cornisa natural. Minutos más tarde, alcanzaron la costa.

—Corramos —dijo —. Así te calentarás.

De la mano corrieron por la hierba hasta la casa. Pedro abrió la puerta y ordenó:

—Ve al baño de arriba. Te llevaré ropa. Y voy a poner la calefacción.

Quince minutos después estaban sentados en el colchón de su habitación, bebiendo té caliente, ambos vestidos con la ropa vieja y seca de Pedro. Habían llamado a casa y se habían secado el pelo. No había nada más que hacer salvo pronunciar las palabras que quemaban la lengua de él desde hacía unas horas. Pero era más difícil que cruzar un mar embravecido. Empezó a hablar y el nerviosismo le hizo parecer brusco:

—Pau, tengo que ser sincero contigo. No puedo seguir como hasta ahora…

Paula le interrumpió con un gesto mucho más aterrado que el que tenía en la isla.

—Pepe, no hace falta que lo digas. Por favor.

—Ahí te equivocas. Tengo que…

 Paula alzó la mano para detenerlo.

—Por favor… Sé que no me quieres, aunque desearía que fuera de otra forma porque yo sí estoy enamorada de tí. Creo que te he querido siempre, desde aquella noche, cuando tenía dieciséis años y estrenaba vestido. Pero siempre eras tan serio y distante y yo no terminaba de entender lo que sentía. Y mi padre seguía intentando emparejarme con Fernando. Y entonces intenté seducirte, sé que estuvo mal, pero no tenía ni idea de lo que era el deseo, y me rechazaste. Con la mejor intención, lo sé de sobra, pero me dolió tanto, que me porté de la peor manera posible.

Tomó aire y volvió a hablar.

—Déjame terminar y luego me callaré, te lo juro. La razón por la que me mostré tan huidiza y asustada cuando nos encontramos de nuevo fue porque nunca he olvidado nuestros besos y te bastó tocarme para que me sintiera… Oh, tengo que parar esto —casi sin voz, prosiguió—: Pepe, creo que no debemos seguir con nuestra relación. No me quieres y me duele demasiado.

Aferrada a su taza de té, dió un trago largo, sin mirarlo.

—¿Por qué crees que no te quiero? —dijo Pedro sin especial énfasis.

—Me lo dijiste. En mi cocina, aquella tarde. Le dijiste a Valentina que no estábamos enamorados, que éramos amigos. «Amigos» es una palabra hermosa, pero no después de hacer el amor por primera vez en mi vida. Y dijiste que hablar del futuro era inapropiado —se apartó el cabello del rostro y sus ojos lanzaron chispas—. No me mal interpretes. No me arrepiento de haberme acostado contigo. Pero no quiero seguir si es solo eso.

—Paula, solo intentaba tranquilizarme cuando hablé con Valen. Hacer el amor contigo me había trastornado. No podía pensar en nada, menos en el futuro.

—¿Esperas que me crea eso?

—¡Estaba confuso!

—A mí me pareció muy claro.

Las palabras de Paula empezaban a penetrar en el cerebro de Pedro.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 65

A las cuatro menos diez del viernes por la tarde, Valentina volvió a llamar a Pedro  al teléfono.

—Al habla Pedro Alfonso—dijo.

Hubo un silencio al otro lado y luego una voz tímida dijo:

—¿Pepe? Soy Valentina. Mamá no ha vuelto. ¿Sabes dónde está?

—¿No está en casa? —repitió Pedro tontamente.

—Siempre está en casa cuando volvemos del colegio. Yo tengo llaves, pero no sé dónde está.

Valentina se estaba comportando como la competente hermana mayor, pero Pedro percibió su angustia.

—Me pidió el coche para ir al mar —dijo, pensando en voz alta—. ¿No dejó una nota?

—No. Nunca se había marchado así.

Un accidente de coche, pensó Pedro y la pesadilla se presentó ante sus ojos, atenazándole la garganta.

—Valen, dame el número de tu canguro y la llamaré para que vaya a cuidarlas. Después, iré a mi casa a buscar a tu madre.

—Muy bien —dijo Valentina, aliviada.

Por suerte, Nadia estaba libre para cuidar de las niñas. Pedro se llevó el teléfono móvil del garaje, el coche de Roberto y salió hacia la costa. Era viernes por la tarde, el tráfico era denso y su corazón parecía querer salirse de su cuerpo. Paula jamás llegaría tarde a casa. Algo malo había sucedido. Mientras avanzaba lentamente por la autopista, llamó al hospital: nadie con el nombre de Chaves Martínez había sido admitido. Luego, volvió a llamar a la casa, con la mirada pendiente del tráfico en sentido contrario. Nadia, con voz tranquila, le explicó que no había ninguna noticia de Paula.

 Los coches comenzaron a moverse con más velocidad. Empezó a soplar viento y a llover. Los árboles se movían como posesos y las hojas amarillas revoloteaban locamente sobre los coches. La lluvia agitada por el viento impedía la visión. Paula odiaba el viento. Le daba mucho miedo. ¿Qué podría haberle sucedido? Si él hubiera necesitado alguna prueba de su amor por ella, la habría tenido en su camino a la bahía. Para cuando logró divisar la línea de la costa y el mar espumoso y salvaje, su corazón era un nudo de tensión y angustia. Llovía cada vez más. Seguramente, ella había salido por la mañana sin suficiente abrigo. Los árboles que flanqueaban el camino de su casa se sacudían frenéticamente. Aparcó frente a la casa. Parecía vacía y desierta. La playa. Paula había dicho que necesitaba ver el mar. Corrió por el prado hacia las rocas, con las mejillas golpeadas por la lluvia helada, ensordecido por el asalto del mar contra las rocas.

—¡Paula! —gritó desgañitándose.

Se detuvo sobre el pequeño acantilado que se elevaba sobre la playa. La arena había desaparecido bajo la espuma agitada. La marea estaba tan alta que apenas se divisaba la isla, semicubierta por el oleaje. Las olas pasaban por encima del puente rocoso que la conectaba a la costa. Gritó de nuevo el nombre de Paula, recibiendo como respuesta los gritos de las gaviotas y el ulular del viento. No podía haberse ahogado, pensó aterrado, y comprendió que por instinto buscaba entre las olas un jersey color fucsia.

—¡Paula! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

Pedro se giró hacia la izquierda. ¿Era una voz lo que había escuchado? Y entonces la vió, agarrada al tronco de un árbol en el costado más alto de la isla. Mientras la miraba se dio cuenta de que intentaba avanzar hacia la parte del puente, agarrándose a la vegetación para no caerse. Gritó de nuevo su nombre y corrió hacia la isla. Habría jurado que, a pesar del viento y la lluvia, la vio sonreír. Su alivio era inmenso. Primero Isabella y luego Paula. Estaba descubriendo con violencia el peligro del amor. Ser un solitario era menos peligroso. Pero ya no lo era. La quería con toda su alma. Tenía que decírselo cuanto antes. Aquel día. No podía esperar, aunque su respuesta le partiera el corazón. Si ella no lo quería, se quedaría en la isla para siempre. Llegó al puente rocoso. Aunque el batir de las olas y la fuerza del viento eran aterradores, comprobó que la piedra emergía en todo el recorrido y que era posible pasar a la isla. Otra cosa era llevarla  de vuelta. Sin pensárselo, puso el pie en la piedra cubierta de agua salada. A los pocos pasos,  estaba calado y el frío mordía su carne. Bajando la cabeza para no recibir la bofetada del viento, se pegó a la roca, aferrándose con las uñas a las grietas de la piedra y avanzó mientras sus pies resbalaban sobre la piedra tan peligrosa como hielo. En dos ocasiones estuvo a punto de caer. Pero paso a paso se acercaba a la isla. Las horas pasadas en el gimnasio habían merecido la pena. Tenía el pelo pegado a la cabeza y el agua bajaba por su rostro, cegándolo. Agarrándose a las rocas en el último tramo, trepó hasta lograr pisar tierra, con el corazón latiendo con fuerza y la ropa pegada al cuerpo. Paula salió de los árboles y se lanzó a sus brazos.

—¿Estás bien? —gritó—. Estaba tan asustada. Creí que ibas a ahogarte ante mis ojos. Me alegra tanto verte —tomó aire—. ¿Y las niñas?

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 64

—No te dijo la verdad porque no quería herirte. Hasta que fueras lo bastante mayor para entenderlo.

Isabella metió el dedo en el donut.

—No me mandó ni una postal por mi cumpleaños. ¿Tu papá se olvidaba siempre de tu cumpleaños?

—Sí —dijo Pedro—. Se olvidaba siempre.

—¿Te vas a casar con mi mamá?

Pedro tragó saliva y la miró, pensando que merecía la verdad.

—Me gustaría mucho. Pero no le he preguntado si quiere casarse conmigo — hizo una pausa—. Cuando le pregunte, te contaré lo que contesta. Pero ahora debe ser nuestro secreto, ¿Te parece?

—Me gustan los secretos —dijo Isabella—. Sobre todo si no lo sabe Valentina.

La paternidad estaba llena de peligros menos dramáticos que el temor a la pérdida. La rivalidad entre hermanas, por ejemplo.

—Bébete el chocolate, tesoro —dijo Pedro.

—Si te casas con mamá, ¿Viviremos en tu casa, la que tienes en el mar?

—Espero que sí.

—Me gustaría. Me gusta el mar —Isabella le dedicó de pronto una sonrisa gloriosa que era como el sol después de la lluvia, y bebió un gran trago de chocolate.

Le quedó en la barbilla y Pedro la limpió con su servilleta. El pequeño gesto, tan vulgar, le pareció simbólico, como si sellara una relación con Isabella. Si amaba a Paula, amaría también a sus hijas. A las dos. Isabella y él regresaron a casa. La niña no paró de hablar en todo el camino, contándole la historia de Kevin Stone y la profesora.

—Le pegué —explicó con satisfacción—. ¿Tú molestabas a las chicas?

—Seguramente. Los chicos hacen esas tonterías.

—Odio a Kevin—Isabella lo miró de reojo —. Pero a tí ya no te odio.

 Pedro sonrió de oreja a oreja.

—Me alegra oírlo —dijo.

Paula les esperaba en el umbral. Abrazó a su hija y se puso a llorar. La niña lloró también y Pedro se dedicó a repartir pañuelos de papel y a recibir incoherentes agradecimientos de Paula que nada tenían que ver con el amor.

—Tengo que volver al trabajo —dijo, sabiendo que se estaba comportando como un cobarde. Había superado el obstáculo de Isabella y solo le quedaba el verdadero obstáculo. Conocer los sentimientos de ella—. Te llamaré esta noche. Adiós, Bella.

Isabella le dió un abrazo casi tan fervoroso como el de su madre y Pedro escapó. En el garaje habían entrado dos coches nuevos y habían llamado del hospital para decir que daban de alta a Roberto. Había prometido pasar la primera noche con él, de modo que pasó la tarde limpiando la cocina de su amigo. Al anochecer, llamó a Paula, que repitió su agradecimiento y le pidió prestado su coche.

—No tengo clase mañana y necesito sentarme frente al mar y pensar un poco. Han pasado demasiadas cosas y necesito estar sola.

Pedro la comprendía demasiado bien.

—Claro que te lo presto. Te lo dejaré frente a tu casa antes de ir a trabajar.

—¿Cómo está Roberto?

—Está bien. Lo malo es su cocina.

Paula rió.

—Pobre Pedro… ¿Te parece que te invite a cenar mañana por la noche?

—Me encantaría —dijo él y, tras colgar, siguió limpiando la cocina de Roberto.

Empezaba a odiar el teléfono. Quería estar con Paula, en sus brazos, en su casa, en su vida. Toda su vida. «Paciencia», se dijo, «paciencia».

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 63

Le gustaba acostarse con él, eso lo sabía. Le gustaba su cuerpo y su compañía. Pero no tenía la menor idea de si sentía algo más por él. Si le pedía que se casara con él, ¿Aceptaría? Le mandaría a paseo. Estaba claro.

Pedro siguió imaginándose el futuro, con las piernas pesadas como piedras. Estaba atrapado en Halifax, por su negocio con Roberto y su nueva casa. No podía escapar por segunda vez y tendría que convivir con su pérdida. Le dolió él corazón como si lo hubiera aplastado una piedra, y buscó desesperadamente una idea esperanzadora. Podía esperar, darle tiempo, y quizás Paula llegara a amarlo. Odiaba esperar. No era una de sus virtudes. Lo que deseaba era correr al piso de ella y pedir su mano. Fin del suspenso. Pero tendría que esperar. Por Paula, desde luego, y por Isabella. La niña tenía que aceptarlo para que la madre lo quisiera. ¿No estaría pidiendo demasiado? Volvió a casa y se duchó, tras comprobar que no tenía ningún mensaje de Paula. Le costó dormir aquella noche. Por fortuna, el garaje lo mantenía ocupado. Manuel y él estaban reparando los frenos de un Mazda cuando Joel le llamó al teléfono. Con la boca seca,  contestó.

—Soy Paula. Bella se ha escapado.

 Aunque su voz era tranquila, Pedro no se dejó engañar.

—¿Ha ido al colegio?

—Sí. Valen la dejó en la puerta. Hace un rato llamé para decirle a la profesora que Bella podría estar un poco rara hoy y me dijo que la niña no había llegado. Pepe, ¿Qué hago?

—¿Has llamado a la policía?

—No, quería hablar contigo.

 Incluso lleno de temor y angustia, Pedro se sintió reconfortado por que contara con él.

—¿Tiene dinero?

—Lo he comprobado y su hucha ha desaparecido. Tendrá unos veinte dólares.

 Pedro intentó imaginar qué podía hacer Isabella.

—El autobús —dijo—. Tu madre llegó en autobús. ¿Habrá querido ir con sus abuelos?

—Puede ser —la voz de Paula tembló—. O puede pensar en buscar a su padre. No tiene ni idea de dónde está Texas.

—Voy a la estación. No está lejos de su colegio. Si no la encuentro, iré a los trenes. Pero si no está allí, hay que llamar a la policía. Pueden hacer mucho más que nosotros. No te muevas de casa, Pau.

—Llámame lo antes posible, por favor. Ojalá pudiera salir a buscarla, pero tengo que esperar aquí.

Pedro deseó decirle que la amaba, pero no era el momento. Se despidió de Manuel y corrió a su coche tras cambiarse. En cinco minutos, estaba en la estación. Nada más empujar la puerta de cristal, observó a una niña que se hundía en su asiento. Era Isabella. Sintió un alivio tan inmenso que le temblaron las rodillas. Ya empezaba a comprender que ser padre le hacía a uno vulnerable a la más terrible de las pérdidas. Su segunda emoción fue la incertidumbre. ¿Qué iba a decirle a la niña? Cruzó la sala y se sentó a su lado.

—Huir no suele arreglar las cosas, Bella —dijo con tranquilidad—. Y tu mamá está muy preocupada. ¿Qué te parece si nos tomamos un chocolate con bollos y hablamos de lo que ha pasado?

Isabella asintió, próxima a las lágrimas.

Pedro tomó su mano y la llevó a la cafetería. La mano era muy pequeña y estaba muy fría. La dejó escoger los bollos que quería mientras llamaba a Paula, y luego eligió una mesa junto a la ventana. Isabella comenzó la conversación:

—¿Vas a regañarme?

—No, eso se lo dejo a tu madre.

Los ojos azules de la niña se llenaron de lágrimas.

—Me he marchado porque me dijo que mi papá le pegó y sé que no es verdad. Voy a preguntárselo a mi abuela.

 Suplicando tener la habilidad suficiente, Pedro dijo:

 —Es verdad, Bella. Quería casarse con otra persona y no se portó nada bien. ¿Has visto a los niños dar puñetazos?

Isabella pareció calmarse un poco.

—Kevin Stone gritó una vez a la profesora y se puso furioso.

—Pues aunque los adultos no hacen eso, tu papá sí lo hizo. Y como es grande, hizo daño a tu madre.

—Kevin  rompió una silla.

—Tu padre podría haberle hecho mucho daño a tu madre. Ella hizo bien en marcharse. Tenía que marcharse, Bella.

Isabella lo miró:

—Una vez tenía un moretón en la frente y me dijo que se había caído. Pero no era verdad.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 62

—No voy a cambiar de vida —replicó Paula—. Amo mi independencia.

Aquello no podía tranquilizarlo tampoco. Pero Pedro no podía pensar en el futuro cuando tenía el muslo de Paula entre los suyos, y sus senos pegados a las costillas.

—De nuevo estamos hablando demasiado —murmuró y la besó para demostrarle cómo sabía apreciar el sabor y la textura del mejor vino.

Paula colaboró con toda su energía. Pedro pensó que hacer el amor con ella podía convertirse en una adicción. Y quizás fuera demasiado tarde para evitarlo.

Al día siguiente habían quedado para ir al cine por la noche, y cuando Paula llamó a Pedro, éste no disimuló las ganas que tenía de verla:

—Puedo recogerte en cinco minutos —propuso.

Paula dijo en voz baja:

—No puedo ir, Pedro, perdona.

—¿Por qué? —Pedro se sentía profundamente decepcionado.

—Estábamos cenando y Valen dijo algo de Fernando y de pronto me pareció el momento adecuado para hablar con Bella. No sé si lo he hecho bien, intentando ser sincera sin hacerle daño. Primero se enfadó mucho y luego se quedó muy callada. Ahora está dormida, pero no quiero salir, por si se despierta o tiene una pesadilla.

Deseando reconfortarla, Pedro ofreció:

—Voy a hacerte compañía.

—¡No! Es mejor que no.

 Sintiéndose cómo si lo hubiera golpeado, Pedro preguntó:

—¿Por qué, Pau?

—Será más complicado si te ve.

Odiaba ser definido como una complicación y ser excluido de un juego en el que le iba tanto.

—¿Y tú qué opinas?

—¿Yo? ¿Qué quieres decir?

—Parece que estoy complicando tu vida. ¿Me estás rechazando?

Hubo un instante de silencio. Después, Paula dijo:

—No… claro que no.

No había convicción en su voz y el dolor en el pecho de Pedro era tan frío y agudo como una losa de hielo. Intentó respirar y pensar con calma, pero no lo logró.

—Pepe… ¿Estás ahí?

 Luchando por encontrar palabras normales, Pedro preguntó:

—¿Va a ir al colegio mañana?

—Creo que sí.  Es bueno que todo siga su curso normal.

Ojalá le hubiera contado lo que sucedía en su momento. Lo mismo pensaba Pedro, pero no lo dijo. Todo le daba igual si Paula lo veía como una complicación en su vida. Seguro de no poder seguir hablando, dijo con frialdad:

—Voy a correr al parque. Te llamaré mañana —y sin darle la oportunidad de replicar, dejó el teléfono.

Se cambió de ropa, y salió a correr por las oscuras calles de la ciudad. Las hojas empezaban a caer y había un frío otoñal en el aire que le pareció una amenaza. ¿Qué haría si Paula  lo expulsaba de su vida? Las perdería a las tres, aunque lo peor era perderla a ella. Quizás ya la había perdido. La idea era insoportable. «No debo perderla», se dijo, con implacable lucidez. Tropezó con una piedra y recuperó el equilibrio a duras penas. ¿No significaba aquello que estaba enamorado de ella? Comenzó a correr más despacio. ¿Enamorado de paula? Por supuesto. Se había enamorado de ella cuando tenía veinte años y nunca había dejado de quererla. Lo había llamado odio y había huido durante nueve años. Y luego había vuelto a casa. Era el motivo de su regreso. Era su casa. Se asombró de lo que le había costado comprender algo tan simple. De nuevo aceleró el paso, entrando en un parque, seguro de poder correr toda la noche. La amaba. Adoraba su cuerpo y su espíritu, y su risa y sus lágrimas formaban la materia de su vida. Amaba también a sus hijas. Valentina  la fantasiosa e Isabella, tan obstinada como su abuelo. Le gustaría ejercer de padre y verlas crecer hasta convertirse en mujeres. Quería casarse con su madre. Casarse con ella, vivir con ella, dormir con ella… incluso tener un hijo con ella. Con una sonrisa embobada,  dió otra vuelta a la manzana. Le encantaría tener un hijo con Paula. Para ser un solitario, no lo estaba haciendo mal. La gravilla crujía bajo sus zancadas. La euforia se evaporó de pronto. Recordó la llamada de Paula. ¿Quería ella decir que era mejor cortar? ¿Que no podía tolerar un conflicto entre su hija y su amante? ¿Que no lo quería?

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 61

—Podemos ir el sábado por la tarde, tras el partido de Valen. Si es que viene Pedro.

Miguel amplió la invitación con un gesto:

 —Por supuesto, será un placer.

—Puede llevarnos en su Mercedes —dijo Paula con intención.

 Cinco minutos más tarde, cerró la puerta tras sus padres y se dejó caer en el sofá.

—Estoy mareada —exclamó—. Uno se cree que conoce a sus padres y de pronto pasa algo y comprendes que no es así. Mamá ha estado genial. Y papá, a su manera, se ha comportado.

—Tu padre las echaba de menos y es demasiado cabezota como para admitirlo. ¿Cuál es el número de teléfono de la canguro?

—¿Canguro? —repitió Paula.

 Pedro le tendió el teléfono.

—Tenemos que celebrarlo. ¿Dónde mejor que en la cama?

—Vas al grano, Pepe.

—¿Te molesta?

—La distancia más corta entre dos puntos no es siempre la línea recta.

 Pedro la miró con sorna:

—No sé de qué hablas.

—No, ¿Verdad? —le sonrió ampliamente y marcó el número con innecesaria energía. Habló con alguien llamada Macarena y luego anunció—: Estará aquí en diez minutos. Voy a ducharme.

¿Qué significaba aquello? ¿Alguien entendía a las mujeres? O mejor, ¿Entendía él a Paula? A lo mejor aprendería con la práctica y podría entender el sentido de aquella brillante sonrisa que no había rozado los ojos. Veinte minutos después,  entraba con Paula en su casa y la llevaba de la mano al dormitorio.

—Bueno, aquí estamos —dijo Paula con la misma tensión en la voz.

Pedro estaba harto de ironías.

—¿Quieres o no acostarte conmigo?

 Paula echó hacia atrás la cabeza y lo observó con los ojos brillantes como gemas.

—Me siento bastante lasciva y lujuriosa. Pero no amante.

Pedro no había hablado en voz alta. La ayudó a quitarse el jersey y dijo:

 —A veces hablas demasiado.

—Mientras que tú no hablas lo…

Pedro le cerró la boca con un beso y le soltó el sostén, buscando sus senos con la urgencia de un hombre que llevaba tres días sin pensar en otra cosa. Sintió su temblor y cayó sobre ella en la cama, separándose un instante para murmurar:

—¿Qué decías?

—Nada —susurró Paula sin aliento—… nada…

 —Bien —dijo Pedro y procedió a hacerla perder el control, con bastante éxito.

 Cuando pudo hablar de nuevo, con Paula exhausta entre sus brazos, dijo con una risa ronca:

—Pobre Pau. Me parezco a Tom ante un plato de comida.

—¿Me estás comparando con comida de gato enlatada?

—Eres un plato exquisito —apoyó la cabeza en su pecho, escuchando el latido de su corazón con alegría—. Si me das cinco minutos, podemos intentar algo más sofisticado. Como el vino de tu padre.

Paula rió a su vez.

—Pobre papá. Seguro que lo había guardado durante años. Pepe, ¿Sabes lo que me dijo cuando estábamos acostando a las niñas? Apenas puedo creerlo. Cuando Fernando y yo nos separamos empezó a comprender que él le había engañado. Le había metido en unos asuntos que casi le arruinan. Papá quería contármelo, pero su orgullo le impedía decirme que se había equivocado.

—Tres hurras por Alejandra.

—Desde luego. Pero no es todo —Paula acarició el pecho de Pedro—. Me encanta cómo se contraen tus músculos cuando hago esto. ¿En qué estaba?

—Tu padre —le recordó Pedro.

—Oh, sí. Me dijo que había contratado a esos tipos porque siempre te había respetado. Y pensó que no bastaría con hablar contigo. Irónico, ¿No?

—¿Debo sentirme halagado?

—En cierto modo —Paula frunció el ceño—. Creo que está realmente arrepentido, aunque no creo que lo diga.

—Me ha invitado a su casa este fin de semana. Es una forma de disculparse.

—Estoy tan feliz con lo ocurrido, Pepe… Todos juntos de nuevo. Las niñas necesitan a sus abuelos y yo echaba de menos mi casa. Pero ha sido bueno que nos separáramos, todos hemos mejorado. Estoy orgullosa de mi madre, y hasta de papá.

Pedro la colocó entre sus brazos, meciéndola.

—Hará tu vida mucho más fácil —y de pronto se dijo que quizás ya no lo necesitara.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 60

Alejandra añadió:

—Valen y Bella están aquí, Miguel. ¿No te parece que han crecido mucho desde el año pasado?

Miguel miró a las niñas. Valentina aprovechó para decir:

—Hola, abuelo. Juego al fútbol ahora.

Isabella lo miró con furia:

—No te enfades con mi abuelita.

Miguel estalló:

—Señorita, no voy a tolerar que…

 Esta vez fue Paula la que lo interrumpió:

—Cállate un minuto, papá. Ahora me toca a mí. Hace diez años pagaste a unos matones para dar una paliza a Pedro Alfonso. Eso fue algo imperdonable.

Con las manos en los bolsillos, Pedro aprovechó la entrada:

 —Hola, señor Chaves.

Por vez primera, Miguel se fijó en él. Con asombro, exclamó:

—Alfonso… ¿Y tú qué haces aquí?

 —Salgo con Pau—y para acreditarlo, le pasó un brazo por los hombros.

Miguel guardó silencio, claramente desconcertado. Momento que aprovechó Alejandra para decir:

—Ya ves, Miguel, ha habido muchos cambios. Ser un buen hombre de negocios supone ser flexible ante los cambios, ¿No es lo que sueles decirme? Pau, ¿Puedes traer otra silla? El guiso de carne es delicioso, Miguel, y robé dos botellas de vino del sótano. Espero que apruebes mi elección.

Miguel miró la etiqueta y palideció:

 —Oh, sí, buen vino. El mejor, de hecho.

 —Estupendo —dijo Alejandra—. Esta reunión merece lo mejor, ¿No crees? —sus manos ya no temblaban, pero miró a su marido con una súplica en los ojos.

Durante un segundo, Miguel pareció dudar. Pero Pedro se adelantó a servirle vino y Paula puso tras él una silla. Carraspeó y levantando la copa dijo con fanfarronería:

—Brindo por las reuniones. Por mi hija y su familia. Y por —miró a Pedro—… los viejos conocidos.

Todos brindaron. Miguel se sentó y saboreó el vino.

—¿Ya han bebido la otra botella?

 —El lunes —dijo Alejandra con alegría, llenándole el plato de comida—. ¿Cómo me has encontrado, Miguel?

—Volví a casa un día antes. Miré en tu agenda y encontré la dirección en Halifax. He venido en mi coche.

—Le estaba diciendo a Pedro que llevas el Rover al garaje de Roberto. Es su socio.

—¿Socio, eh? Es un negocio bastante bueno.

—Muy bueno —dijo Pedro—. Algún día seré el dueño.

—Siempre fuiste trabajador —gruñó Miguel.

 Valentina habló con energía:

—Abuelo, ¿Ahora podemos volver a tu casa y jugar en el ático?

—Sí, Valen—dijo él, probando la carne—. Este fin de semana si quieres.

—Estupendo —sonrió Alejandra—. Gracias, Miguel.

Su sonrisa era tan feliz y orgullosa como la de una recién casada. Miguel tuvo que carraspear de nuevo antes de decir:

—No las merezco —y acarició con torpeza la mano de su mujer.

Era algo parecido a una disculpa y Pedro tuvo que reconocer que Miguel se estaba mostrando generoso en la derrota. La conversación se hizo fluida y pronto no quedó ni una gota de vino. Paula llevó la tarta de chocolate y el café mientras Isabella presentaba a Tom a su abuelo. Tras acostar a las niñas y fregar los platos, Miguel anunció:

—Pau, tu madre y yo queremos que las niñas y tú vengan a casa este fin de semana.