viernes, 14 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 43

Su voz sonaba tan cercana como si hubiera estado a su lado, y por un momento, Pedro deseó que así fuera. Dijo con la voz cansada pero firme:

—Estoy en el hospital. Roberto tuvo un ataque anoche. Sigue en cuidados intensivos, aunque dicen que saldrá adelante.

«Y parece un anciano», pensó,  pero no lo dijo, pues no quería admitir su temor.

—Oh, Pedro, ¿Cuánto tiempo llevas allí?

La ternura en su voz estuvo a punto de desarmarlo. De ahí que su respuesta fuera casi fría.

—Desde anoche. No sé qué hora era. No creo que podamos comer juntos.

—Claro. ¿Qué clase de ataque ha tenido?

 Pedro repitió la jerga que había escuchado de los médicos, y fue consciente del silencio de Paula cuando terminó. Deseando interrumpir la conversación, dijo:

—Te llamaré esta tarde, cuando sepa más.

Fue un alivio colgar. Estuvo yendo y viniendo por el pasillo hasta que los médicos dejaron el cuarto de Roberto. Entonces recuperó su lugar y, con un sobresalto, vió que su amigo había abierto los ojos. Con un hilo de voz, intentó bromear:

—¿Has visto qué forma de huir de Hacienda?

 Pedro logró sonreír:

—Un poco drástico.

—No tienes buena cara.

—Me siento mejor ahora que hablas —Pedro le tomó la mano y de pronto las palabras salieron de su boca con facilidad—. Me he dado cuenta de algo en mitad de la noche. Roberto… yo… Nunca te he dicho que te quería. Siempre te he querido.

Roberto pareció a un tiempo confuso y emocionado.

—Gracias, chico —dijo y cerró los ojos.

De nuevo, un par de especialistas tomaron por asalto la cama de Roberto y Pedro regresó al pasillo, con la emoción llenando su pecho como una ola dolorosa. Buscó desesperadamente un lugar donde cobijar su emoción y entró en una sala de espera, que por fortuna estaba vacía. Se dejó caer en la primera silla y hundió la cara entre sus manos, escuchando con extrañeza los sollozos irreconocibles de un hombre que no había llorado desde la infancia. Y de pronto, como en un sueño, reconoció algo más, el aroma de una mujer, unos brazos rodeando sus hombros y una voz que repetía una y otra vez su nombre con ternura. Abrazándolo con todas sus fuerzas, Paula dijo:

—¿Ha muerto Roberto?

Pedro negó con la cabeza.

—No —sollozó—. Sé que no debería…

—Sí, deberías —le interrumpió Paula—. Tienes toda una vida de lágrimas encerrada ahí —y siguió acariciándole la espalda, con la mejilla apoyada sobre su cabeza inclinada.

Pedro lloró poco tiempo. Cuando hubo terminado, se sintió como si flotara, como si un peso inmenso que ignoraba llevar sobre los hombros hubiera sido retirado. Dijo con una voz ronca por la emoción:

—No quiero que Roberto muera, Pau. No quiero que muera como mi padre.

Con un tono deliberadamente neutral, Paula preguntó:

—¿Tu padre murió de un ataque cardíaco?

—Sí… No estaba allí. Yo había ido a recoger unas piezas a la estación de ferrocarril y murió solo, en la gasolinera. Yo llegué diez minutos tarde. A veces lo odiaba, pero no quería que muriera solo.

—También lo querías.

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