miércoles, 26 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 65

A las cuatro menos diez del viernes por la tarde, Valentina volvió a llamar a Pedro  al teléfono.

—Al habla Pedro Alfonso—dijo.

Hubo un silencio al otro lado y luego una voz tímida dijo:

—¿Pepe? Soy Valentina. Mamá no ha vuelto. ¿Sabes dónde está?

—¿No está en casa? —repitió Pedro tontamente.

—Siempre está en casa cuando volvemos del colegio. Yo tengo llaves, pero no sé dónde está.

Valentina se estaba comportando como la competente hermana mayor, pero Pedro percibió su angustia.

—Me pidió el coche para ir al mar —dijo, pensando en voz alta—. ¿No dejó una nota?

—No. Nunca se había marchado así.

Un accidente de coche, pensó Pedro y la pesadilla se presentó ante sus ojos, atenazándole la garganta.

—Valen, dame el número de tu canguro y la llamaré para que vaya a cuidarlas. Después, iré a mi casa a buscar a tu madre.

—Muy bien —dijo Valentina, aliviada.

Por suerte, Nadia estaba libre para cuidar de las niñas. Pedro se llevó el teléfono móvil del garaje, el coche de Roberto y salió hacia la costa. Era viernes por la tarde, el tráfico era denso y su corazón parecía querer salirse de su cuerpo. Paula jamás llegaría tarde a casa. Algo malo había sucedido. Mientras avanzaba lentamente por la autopista, llamó al hospital: nadie con el nombre de Chaves Martínez había sido admitido. Luego, volvió a llamar a la casa, con la mirada pendiente del tráfico en sentido contrario. Nadia, con voz tranquila, le explicó que no había ninguna noticia de Paula.

 Los coches comenzaron a moverse con más velocidad. Empezó a soplar viento y a llover. Los árboles se movían como posesos y las hojas amarillas revoloteaban locamente sobre los coches. La lluvia agitada por el viento impedía la visión. Paula odiaba el viento. Le daba mucho miedo. ¿Qué podría haberle sucedido? Si él hubiera necesitado alguna prueba de su amor por ella, la habría tenido en su camino a la bahía. Para cuando logró divisar la línea de la costa y el mar espumoso y salvaje, su corazón era un nudo de tensión y angustia. Llovía cada vez más. Seguramente, ella había salido por la mañana sin suficiente abrigo. Los árboles que flanqueaban el camino de su casa se sacudían frenéticamente. Aparcó frente a la casa. Parecía vacía y desierta. La playa. Paula había dicho que necesitaba ver el mar. Corrió por el prado hacia las rocas, con las mejillas golpeadas por la lluvia helada, ensordecido por el asalto del mar contra las rocas.

—¡Paula! —gritó desgañitándose.

Se detuvo sobre el pequeño acantilado que se elevaba sobre la playa. La arena había desaparecido bajo la espuma agitada. La marea estaba tan alta que apenas se divisaba la isla, semicubierta por el oleaje. Las olas pasaban por encima del puente rocoso que la conectaba a la costa. Gritó de nuevo el nombre de Paula, recibiendo como respuesta los gritos de las gaviotas y el ulular del viento. No podía haberse ahogado, pensó aterrado, y comprendió que por instinto buscaba entre las olas un jersey color fucsia.

—¡Paula! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

Pedro se giró hacia la izquierda. ¿Era una voz lo que había escuchado? Y entonces la vió, agarrada al tronco de un árbol en el costado más alto de la isla. Mientras la miraba se dio cuenta de que intentaba avanzar hacia la parte del puente, agarrándose a la vegetación para no caerse. Gritó de nuevo su nombre y corrió hacia la isla. Habría jurado que, a pesar del viento y la lluvia, la vio sonreír. Su alivio era inmenso. Primero Isabella y luego Paula. Estaba descubriendo con violencia el peligro del amor. Ser un solitario era menos peligroso. Pero ya no lo era. La quería con toda su alma. Tenía que decírselo cuanto antes. Aquel día. No podía esperar, aunque su respuesta le partiera el corazón. Si ella no lo quería, se quedaría en la isla para siempre. Llegó al puente rocoso. Aunque el batir de las olas y la fuerza del viento eran aterradores, comprobó que la piedra emergía en todo el recorrido y que era posible pasar a la isla. Otra cosa era llevarla  de vuelta. Sin pensárselo, puso el pie en la piedra cubierta de agua salada. A los pocos pasos,  estaba calado y el frío mordía su carne. Bajando la cabeza para no recibir la bofetada del viento, se pegó a la roca, aferrándose con las uñas a las grietas de la piedra y avanzó mientras sus pies resbalaban sobre la piedra tan peligrosa como hielo. En dos ocasiones estuvo a punto de caer. Pero paso a paso se acercaba a la isla. Las horas pasadas en el gimnasio habían merecido la pena. Tenía el pelo pegado a la cabeza y el agua bajaba por su rostro, cegándolo. Agarrándose a las rocas en el último tramo, trepó hasta lograr pisar tierra, con el corazón latiendo con fuerza y la ropa pegada al cuerpo. Paula salió de los árboles y se lanzó a sus brazos.

—¿Estás bien? —gritó—. Estaba tan asustada. Creí que ibas a ahogarte ante mis ojos. Me alegra tanto verte —tomó aire—. ¿Y las niñas?

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