domingo, 2 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 9

Aquella tarde, Pedro llamó a su madre. Ana Alfonso era una maestra que durante años se las había arreglado para inculcar cierto amor por el saber en adolescentes más interesados por el sexo opuesto que por la literatura moderna. Aunque su marido, Horacio, había sido un hombre encantador y un bailarín genial, era también un alcohólico que varias veces al año bebía hasta entrar en coma. Ana había sufrido en silencio, un silencio cargado de reproches que hacía que Pedro niño deseara una pelea con gritos y platos rotos, en lugar del atormentador silencio de su casa. Se había retirado dos años atrás, anticipadamente, y se había enamorado del director del colegio, un viudo abstemio, que tenía un sentido del humor genial y adoraba viajar.

Pedro, en su primera visita, un par de meses antes, se había sentido encantado con el cambio en la vida de su madre y había apreciado enormemente a su nuevo novio. De forma que lo primero que dijo cuando su madre descolgó fue:

—Pensé que Carlos y tú estarían en Mongolia.

—Está en el salón viendo la televisión con una taza de té —dijo Ana en tono formal—. Nada aventurero. Pero es cierto que nos hemos planteado ir a Hawai antes de navidades.

—No te lo pienses, mamá. Y dile hola de mi parte —Pedro se puso a charlar de otras cosas, contándole cómo iban las obras de su casa, y pidiéndole consejo sobre los azulejos del baño. Por fin preguntó, fingiendo indiferencia—: El otro día vi a alguien que me recordó a Fernando Martínez. ¿Sabes si Paula y él siguen viviendo en Halifax?

—No creo. Al poco de casarse se fueron a Toronto. Y por lo que sé, allí siguen —Ana suspiró—. A él no me gustaría ni invitarle a un té. En cuanto a ella, deberías haberla olvidado.

Ojalá fuera así, rezó Pedro en silencio. Durante un segundo terrible, temió haberlo dicho en voz alta. Por fin, mintió:

 —La he olvidado, no te quepa duda. Entonces, si pongo el suelo verde oscuro en la cocina, ¿Qué color me conviene para las paredes?

Ana dió su opinión con la mayor seriedad y olvidaron el tema de Paula. Tras aceptar ir a cenar el sábado, Pedro tomó la guía de teléfonos y buscó un nombre. Había dos Martínez, uno cuyo nombre empezaba por L. y el único con inicial en F. vivía en una zona de la ciudad que el viejo Fernando no hubiera pisado ni muerto. ¿A qué estaba jugando? Incluso si marcaba y encontraba a Paula, ¿Qué iba a decirle?

Recordó la mirada de temor de la mujer, la ronquera de su voz al rogarle que la dejara en paz. Pedro se había burlado de ella y la había felicitado por la representación. No se había planteado que su temor pudiera ser fundado. ¿Era su marido el motivo de su miedo? ¿Cuáles eran las cicatrices a las que se había referido? Hubiera jurado que Paula no había simulado su emoción. ¿Acaso la maltrataba Fernando? Era una mujer fuerte y valiente, pero Fernando  era un tipo enorme. La mera idea de imaginarlo forzando o molestando a Lori le ponía enfermo. Cerró los ojos para superar la rabia casi homicida. Lo mataría si eso fuera cierto. Eso no la ayudaría mucho.  Si de verdad éste la amenazaba, lo mejor que podía hacer era mantener las distancias. No hablarle, ni ir a su clase, ni molestar a las niñas. Ni sufrir sobre las páginas telefónicas como un adolescente enamorado. Había vivido solo durante años y así debía seguir. Cerró el listín y lo metió con un gesto brusco en el cajón. Eso haría. Olvidarla, mantenerse lejos. Incluso salir con otras mujeres.

Manuel, el mecánico del garaje especializado en motos, tenía una hermana que adoraba ir al cine. A Pedro también le gustaba el cine. Le pediría a la hermana de Manuel que fueran juntos al próximo estreno. Así dejaría de dar vueltas en su departamento, demostrando el viejo dicho de que solo se desea lo que no se puede tener. Tenía que desmentirlo. Aunque tuviera que salir con treinta mujeres hasta encontrar a una que se interesara por él, pero no tuviera interés en casarse. Recuperó la novela que estaba leyendo y se obligó a concentrarse en su intriga. Su resolución de no ver más a Paula era perfecta y admirable. Salvo por un pequeño detalle: durante la semana siguiente, se encontró con ella por casualidad en dos ocasiones. Y cada vez su resolución flaqueaba.

Tenía un departamento en la zona norte de Halifax, junto al garaje. La zona no era la más elegante de la ciudad, pero  le gustaba el piso, con techos altos y espaciosas habitaciones con molduras en las puertas. Le gustaba ir caminando al trabajo, saludar al viejo que vendía el periódico en la esquina y al dueño del bar que barría la acera cada mañana. Le producía una sensación de haber vuelto al hogar. Esperaba tener la misma sensación en su casa de la bahía. Nueve años recorriendo el mundo eran suficientes.

Tres días después de la clase de aerobic, Pedro caminaba a las ocho y media de la mañana. Estaba muy satisfecho de sí mismo, pues por primera vez desde que había vuelto a verla no había soñado con ella. El remedio estaba funcionando. El pasado estaba ocupando su lugar. Tendría que hablar con Manuel sobre su hermana. Miró al otro lado de la calle para comprobar cómo seguían los crisantemos que en los últimos días habían sido un espectacular concierto de escarlata, amarillo y bronce decorando un pequeño parque. Una mujer se acercó por la acera y entró en una tienda de ropa usada de una organización caritativa. Estuvo a punto de tropezar al reconocerla.

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