domingo, 30 de julio de 2017

Reencuentro Inesperado: Capítulo 8

—Para el profesor es una suerte que tú lo seas —intervino Paula, sin saber muy bien lo que se traían los dos hombres entre manos—. Puede que necesite consejo legal si el problema se complica.

—Oh, si Sandra Westport sigue en las mismas, se complicará.

—Has mencionado su nombre antes. ¿Quién es? ¿A qué se dedica? —preguntó ella.

—Su marido, David, fue alumno mío. Se conocieron en Saunders y se enamoraron; ahora tienen una tienda en Boston y ella trabaja como periodista para un periódico local. Pero lamentablemente, su olfato periodístico se ha cruzado en mi camino.

El profesor se detuvo un momento y suspiró antes de continuar.

—Siente una gran curiosidad por quien ella llama el benefactor misterioso. Y aunque no va a descubrir nada, ha organizado tal lío que todas las miradas se vuelven hacia mí precisamente cuando mi trabajo está en peligro. Si dejara de presionar, las cosas serían un poco más sencillas.

—Tal vez Pedro pueda ayudarte —sugirió Paula—. Tal vez podría hablar con esa mujer y convencerla para que deje la investigación.

Pedro la miró y asintió.

 —Por supuesto. Haré lo que pueda.

 Paula  suspiró.

—Para mí siempre has sido un mentor y un modelo a seguir, profesor. Fuiste la primera persona que se interesó en mí y que me ayudó a crecer. La primera que consideró la posibilidad de que yo fuera algo más que una...

Ella dejó de hablar y bajó la mirada.

—¿Una chica bonita? —preguntó el profesor.

Paula lo miró a los ojos y por primera vez, desde que habían entrado en el despacho, encontró la mirada de amabilidad y compasión del antiguo Gerardo.

—Sí —admitió ella—. Suena fatal, pero sí.

—Yo nunca pensé que fueras un cuerpo sin cerebro —comentó el profesor—. La joven que conocí era sincera, tenía carácter, y era tan digna que nunca dedicó una mala palabra a nadie.

—Pero mi vida ha cambiado, Gerardo —explicó ella con dificultad—. Tuve un accidente y mi cara... bueno, ya no es la misma.

—No, claro, tampoco es la misma mi cara. Ha cambiado. Y por supuesto, se podría hacer el mismo comentario sobre Pedro. El tiempo pasa.

Ella sonrió a regañadientes.

—Oh, vamos, estás acallando mis quejas con filosofía...

El profesor se encogió de hombros.

—La filosofía es una actitud, una que puede marcar la diferencia con las cosas que verdaderamente merecen la pena.

—Pero mi vida merecía la pena... A diferencia de lo que yo pueda decir ante la junta directiva pará ayudarte.

—Siempre te has subestimado, querida. Ella negó con la cabeza. —Dices que has pedido ayuda a varios ex alumnos tuyos. Pero ¿Por qué te dirigiste a mí? —preguntó.

—¿Por qué dices eso? —intervino Pedro, con tono de protesta.

 Ella miró al hombre que seguía de pie, a su lado.

—Tú mismo lo dijiste... mí cara ha servido para vender miles de barras de labios. No es una cura para el cáncer ni un plan para lograr la paz mundial. Sólo es algo superficial y sin importancia alguna.

—Para la industria de los cosméticos es crucial —bromeó Pedro.

—Ya veo que eres un buen abogado defensor —dijo ella con ironía—. Pero el hecho es que no sé cómo puedo ayudar. No estoy segura de que mi palabra tenga algún peso. No he hecho nada importante con mi carrera ni, a decir verdad, con mi vida. Bien al contrario, se podría afirmar que no tengo vida. Ya ni siquiera sé quién soy.

El profesor sonrió.

—Entonces, tu vuelta a la universidad servirá de algo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula.

—Aunque suene a cliché, encontrar las raíces es una de las mejores formas de reconstruirse. Tus raíces están aquí, en la universidad. A menos que me equivoque, fue aquí donde empezaste a florecer.

Ella asintió de forma ausente.

 —Tal vez. Pero habría preferido que mi regreso no se debiera a tus problemas.

—Bueno, no hay rosa sin espinas, ya sabes —dijo el profesor, riendo por primera vez—. Parece que hoy tengo el día de los clichés...

Paula se levantó de la butaca.

—No te preocupes. Pedro y yo haremos todo lo que podamos por ayudarte.

Pedro pensó que ayudar al profesor sería como pretender que un ciego ayudara a otro ciego, pero detuvo el coche en el estacionamiento del hotel, apagó el motor y salió para abrirle la portezuela, caballerosamente, a Paula.

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