lunes, 3 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 15

—Valen, ponte esto en la frente para que baje el chichón. He puesto agua a hervir para limpiar las rodillas. Hay que taparla, porque creo que se le ha cortado la digestión al caer, o algo así.

Paula se puso en pie, dispuesta a obedecer. Cuando lo hizo, su bata se entreabrió levemente y Pedro pudo ver los muslos y la sombra entre los senos. Su carne era muy blanca en contraste con la seda verde oscuro. Logró sonreír a Valentina.

—Debe de dolerte la herida.

Paula regresó con una manta que puso a los pies de su hija, y un chal para sus hombros. Pedro fue a la cocina, se lavó las manos, tomó el agua hervida y volvió junto a la niña.

—Parece que sabes exactamente lo que estás haciendo —el comentario era de Paula y tenía una nota extraña.

Cade la miró a los ojos, pero su expresión era enigmática.

—Hice un curso de primeros auxilios en Vancouver —dijo—. Antes de irme a recorrer el mundo. Pensé que sería útil.

Aunque se esforzó en no hacer daño a Valentina, era inevitable hacerle daño al quitar la suciedad de la piel herida. Lo aguantó con un estoicismo infantil que le llegó al alma. Poco después, le puso una crema antibiótica para la infección y le vendó la herida.

—Ya está —dijo—. Siento haberte hecho daño, Valen, pero has sido muy valiente.

Valentina le dedicó una sonrisa débil, aliviada por que hubiera acabado la tortura.

—No importa —dijo—. Has intentado no hacerme daño.

Paula rodeó el cuerpo de la niña con la manta.

—Bueno, tesoro, será mejor que te eches una pequeña siesta. ¿Llamo a Tom?

—Sí —dijo Valentina poniéndose cómoda.

Tom era el gato, un animal enorme y asombrosamente feo. Se colocó sobre los pies de Valentina, ronroneando.

Pedro comentó:

—Tengo que llamar a Roberto o se preguntará qué me ha pasado.

—Oh, claro —dijo Paula—. El teléfono está en mi habitación. Es la de la derecha al final del pasillo. ¿Quieres un café?

—Sí —dijo Pedro disimulando el placer—. Me encantaría.

Su dormitorio era muy pequeño. Sin duda había dejado el más grande para las niñas. La cama era individual y solo había un armario pintado de blanco y un cuadro. Había una fotografía de sus padres en la mesilla, en la que Miguel Chaves parecía orondo y satisfecho y Alejandra delgada y levemente ansiosa. «No han cambiado mucho», se dijo Pedro, sentándose en la cama para tomar el teléfono. Al menos no había un retrato del marido.

Cuando Roberto respondió al teléfono, Pedro dijo:

—Siento llegar tarde. He tenido un pequeño accidente. Nada grave: la hija de una amiga se ha hecho daño y la he traído a casa. Enseguida llego.

—Tómate tu tiempo —dijo Roberto—. No hay prisa.

El colchón de Paula era suave y había un aroma en la habitación que le hizo suspirar. Se obligó a salir del cuarto y, de camino a la cocina, observó que la niña se había dormido con el gato en brazos. Ella lo esperaba en la cocina, con el cabello revuelto y la bata atada con más firmeza, un gesto que le agradó pues denotaba que para ella su presencia no era indiferente.

—Valentina es una niña encantadora, Pau—comentó.

—¿Así que he hecho algo bien? —soltó la mujer inesperadamente.

Pedro replicó sin inmutarse:

—Algo habrás hecho.

—Gracias —dijo ella con ironía mientras colocaba las tazas sobre la pequeña mesa.

Pedro se sentó y la miró mientras ponía las cucharas, el azúcar y sacaba la leche. Estaba sonrojada y sus movimientos eran más tensos que graciosos. Sirvió el café y se sentó frente a él. Se mordió el labio. Tomó una galleta y esperó. Paula se preparó el café y al echarse azúcar derramó un poco sobre la mesa. Después miró su café como si fuera un espectáculo fascinante y dijo:

—Bueno, ahora ya lo sabes.

—¿Sé qué?

 Las pestañas de la mujer temblaron.

—Todo sobre mí.

—Cada vez me parece que sé menos —confesó Pedro con prudencia.

—Venga, hombre —esta vez, Paula lo miró—. Sabes que estoy divorciada y arruinada.

—Ya me lo había imaginado. No soy tonto.

—Nunca he pensado que lo fueras y no tengo la menor intención de invitarte más a mi casa.

Los ojos de Pedro brillaron de rabia.

—¿Debería haber dejado a Valentina en el suelo?

—¡Claro que no! —Paula se peinó los rizos desordenados—. Todo lo hago mal.

Parecía tan confundida que Pedro sonrió a su pesar.

 —¿Por qué no vuelves a empezar? Podrías decir «gracias, Pedro, por ocuparte de mi hija». Eso estaría bien para comenzar.

—¡No te burles de mí! Ya sé que te has hecho cargo de todo, como si yo fuera inútil. Pero soy su madre y sé cuidar de ella.

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