miércoles, 5 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 22

No era algo que quisiera contarle a Paula, así que dijo:

—No te he preguntado por las rodillas de Valentina.

—Están mejor, gracias. Va a ir a jugar al fútbol el jueves. Las llamas son hermosas, ¿Verdad? Lo único que echo de menos de la casa de mis padres es esto.

—Cuando me traslade, tendré una chimenea grande, de granito.

—¿Trasladarte? Pero si acabas de llegar.

—He comprado diez acres de tierra en French Bay. Estoy renovando la casa, y no podré vivir allí hasta noviembre.

—Oh. No es muy lejos. Es hermoso aquel lugar, ¿Verdad? Tienes suerte. ¿Cómo es la casa? ¿Tiene un jardín? ¿Cómo vas a ir a trabajar? ¿No será muy duro en invierno?

—Pau, para un momento —la interrumpió él—. ¿Qué te pone tan nerviosa?

 Paula lo miró con desconcierto.

—Ves demasiado en mí. «Solo me ocurre contigo», se dijo Pedro. —Confiesa —dijo, y sonrió con lo que esperaba era una sonrisa irresistible.

Paula miró la habitación en penumbra como buscando tiempo. Después, dirigió su mirada al hombre sentado junto a ella y absorbió cada detalle de él, sin disimulo. Los pantalones elegantes, la camisa blanca, abierta en el cuello y su pelo rizado.

—Es tan raro —dijo al fin— que estemos juntos, tú y yo. De vez en cuando la idea me asalta.

Él hubiera dicho que era excitante.

—Hace mucho tiempo —comentó neutralmente.

—Ha sido una tarde perfecta —se terminó su vaso—. Si en esto consiste salir con alguien, tengo que hacerlo más a menudo.

—¡Ni se te ocurra salir con otro!

Pedro habló sin pensar, con la posesividad volcánica que sentía ante la idea de que pudiera aludir a otras citas con frivolidad. Paula alzó la barbilla y dijo con cierta frialdad:

—Tengo que marcharme, Pedro. Le prometí a la canguro que volvería pronto.

—No te he invitado para que te relajes y puedas empezar a salir con otros tipos —repitió Pedro con brusquedad.

—¿Ah? —replicó ella con rabia—. ¿Y para qué querías que me relajara?

—Para esto —se echó hacia adelante y la besó en los labios.

 Fue un gesto que obviamente no había imaginado, de manera que se quedó helada, pero enseguida sus labios se ablandaron de forma adorable, aunque breve. Tras unos segundos, lo rechazó y se puso en pie con gestos nerviosos.

—¡Dijiste que podía confiar en tí! —exclamó.

—Y tú dijiste que nunca me confundirás con Fernando.

—¡Si te comportas así, lo haré!

—Solo ha sido un beso, Pau.  ¡Un beso! No ha sido el fin del mundo y además te ha gustado. Estoy seguro.

Paula abrió la boca para negarlo, pero volvió a cerrarla. Pedro dijo con calma tensa:

—Te llevo a casa. Dime cuánto cuesta la canguro.

—Yo pago eso.

—Si sales conmigo, pago yo.

Con lentitud, Paula anunció:

—No pienso permitirte que intervengas en mi vida.

¿Desde cuándo no le ocurría que una mujer, en una sola velada, le hiciera pasar de la compasión a la rabia, pasando por la risa, la ternura y el más loco deseo? Nunca le había ocurrido.

—Para mí no es nada. Y tú no tienes dinero.

—Me las arreglo. Sola, por vez primera en mi vida. Pago las facturas, tengo un techo y las niñas van vestidas y comen. Enseño gimnasia, trabajo tres mañanas en la oficina de la universidad, y hago horas de más al ordenador. Salimos adelante. Para mí es básico ser independiente.

Si discutía con ella, quizás no volviera a verla. No hacía falta ser un psicólogo para comprender hasta qué punto la independencia era importante para Paula.

—Perdona —dijo Pedro—. No debí insistir.

—Pero, ¿Entiendes por qué? —Paula habló con pasión—. Mientras recorrías el mundo, eras una persona autónoma. Quiero lo mismo. Necesito saber que puedo vivir sola.

Pedro tenía un nudo en el estómago.

—¿Me estás echando de tu vida?

 —¡No! No quería… ¿Lo estoy haciendo? Estoy orgullosa de lo que estoy haciendo, aunque a veces estoy tan cansada que podría llorar. Pero me ocupo de mí y de mis hijas sin depender de un hombre. Yo sola.

—Pero me has dicho que te sentías felíz porque alguien se ocupara de tií ¿Cómo debo entenderlo? —replicó Pedro.

Paula pareció abatida.

—Eso dije, ¿Verdad? —con una amargura que le nacía en el alma, prosiguió—: Nunca me he sentido cuidada ni querida por nadie. Salvo por las niñas, claro está.

—Paula—dijo Pedro—, quiero verte de nuevo.

La mujer expulsó el aire con un gesto cansado.

—Pues no sé por qué —dijo con una pequeña sonrisa.

—Yo tampoco. Pero lo deseo. Podríamos ir a la bahía el fin de semana próximo y te enseñaré la casa.

 Su expresión se iluminó.

—Eso me encantaría.

—Muy bien. Ahora te llevaré a casa. Y no discutas.

—Claro que no, Pedro—dijo con una sonrisa.

Pedro puso la pantalla ante el fuego, y recogió sus llaves. Diez minutos más tarde, estaba de nuevo en casa. Habían hablado poco en el breve recorrido, y Paula se había escurrido del coche tan rápidamente que no había podido besarla de nuevo, como era su intención. Sin embargo, ni su casa vacía, ni los platos por fregar le deprimieron. Porque ella había aceptado verlo de nuevo. Solo tenía que soportar toda la semana sin verla.

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