domingo, 9 de julio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 28

De pronto, Paula lo miró a los ojos.

—Tienes un cuerpo precioso.

—Pau…

Su lucha feroz por controlarse debía haberse manifestado en su voz, pues ella dió  un paso atrás.

—No es justo, ¿Verdad, Pedro? Pero no quiero que pienses que lo hago para provocarte.

—Nunca he pensado que lo hicieras. Quiero que hagas lo que quieras, siempre. No te retires por temor.

—¿Es tan evidente?

—Sí —su voz se hizo ronca—. ¿Cómo era Fernando en la cama?

Paula se echó hacia atrás tan violentamente que tropezó con la pared.

—¡No quiero hablar de Fernando! —exclamó.

Pedro no podía soportar la idea de que un hombre le hubiera hecho daño. Especialmente Fernando Martínez.

—Todos tenemos secretos.

—No debí salir del salón. Pero no podía dormir y estaba preocupada.

Normalmente, cuando una mujer empezaba a preocuparse por él, Pedro salía huyendo. Pero en ese caso, su ansiedad le hizo sentirse feliz.

—Eres toda una mujer —dijo—. Organizaste la llegada de Marcos y de la policía, me defendiste con una linterna y no cerraste los ojos mientras me cosían.

Muy dulcemente le acarició los hombros, como si estuviera calmando a un animal salvaje.

—Y por otra parte, te pones a llorar porque hago un poco de tarta para tus hijas.

—¡Es diferente!

—Si te besara de nuevo, ¿Qué harías, Pau? ¿Pegarme? ¿Llorar? ¿O devolverme el beso?

—No… lo sé.

—¿Por qué no lo descubrimos? —murmuró y buscó su boca.

Le rozó los labios con dulzura hipnótica y acarició su cabello. Dejó que su boca recorriera el rostro cálido, suave, de Paula, deteniéndose en los pómulos y los párpados. Después, volvió a su boca controlando la ola sensual que lo envolvía. Con una descarga eléctrica,  sintió que ella le echaba los brazos al cuello y se acercaba a él, permitiendo que el beso se hiciera profundo, olvidando entonces todo lo que no fuera su hambre tanto tiempo reprimida por aquella mujer. La abrazó con fuerza, pegando su cuerpo al suyo y jugó con su lengua para hacer que separara los labios. Con una violencia que le sorprendió, Paula lo besó a su vez, apretándose contra él. El peso cálido de sus pechos y su abrazo le inflamaron y la apretó más, dejando que su pelvis buscara sus caderas, olvidando toda prudencia. En un último acto de voluntad, murmuró:

—Pau, esto está fuera de control. ¿Seguro que es lo que quieres?

Paula se quedó inmóvil en sus brazos. Con enorme alegría, Pedro comprobó que sus ojos estaban empañados por el deseo.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—He dicho que eres irresistible y que, si sigo besándote así, vamos a hacer el amor en la moqueta.

—Hacer el amor —repitió ella ciegamente.

—Tú y yo. En la moqueta.

 Paula miró el suelo.

—Es la moqueta más fea que he visto en mi vida.

—Estoy de acuerdo. ¿Quieres que hagamos el amor, Pau?

—Sí. No. No lo sé.

El tumulto en el cuerpo de Pedro se estaba calmando. No quería hacer el amor con ella por vez primera a pocos metros de sus hijas y con un dolor de costillas que le impedía pensar. Buscó cuidadosamente las palabras.

—Estoy deseando hacer el amor contigo. Pero no aquí y no hoy.

 —No —dijo ella—. Supongo que no.

Su rostro no era descifrable. Con su enorme camisón parecía a un tiempo vulnerable y lejana, virginal e intocable. El agotamiento se apoderó de pronto de él.

—Tengo que tumbarme —dijo.

Le tomó el rostro entre las manos con un gesto impetuoso:

—¿Sabes cómo me siento cuando estoy contigo? Como cuando montaba a Thistledown y probábamos un salto demasiado grande y nuevo. Aterrada y exultante al mismo tiempo —dejó caer las manos—. Estoy hablando demasiado. Otra vez.

—No es verdad. Siempre has sido valiente, Pau.

—No sé si soy valiente o estoy loca. Tampoco es normal pelear contra seis tipos armados.

—Así que nos parecemos…

—No creo —replicó Paula—. Yo soy una divorciada con dos hijas y tú un soltero empedernido.

—Tú eres la hija de un hombre rico y yo de un pobre hombre.

—Eso no es relevante.

Contento con su réplica, Pedro añadió:

—Y a riesgo de sonar trivial, tú eres una mujer y yo un hombre.

—Esa sí que es buena —ironizó Paula—. Tengo que volver a la cama, Pedro. Las niñas se despiertan al alba.

Pedro se pasó la mano por la nuca.

 —No creo que pueda llevarte a ver mi casa mañana.

Paula vaciló:

 —¿La semana que viene?

Quería verlo de nuevo. Eso estaba indicando.

—De acuerdo —dijo y sonrió.

La sonrisa de Paula estaba llena de dudas. Se dió la vuelta y Pedro oyó el sonido de su cuerpo sobre el sofá. Apoyándose en la pared, retrocedió hasta su cuarto. Podía habérsela llevado  a la cama, pero, ¿Cómo se habría sentido al día siguiente? Con un gruñido irritado,  empujó al gato fuera de la cama y se tumbó. Esa vez, tardó mucho tiempo en dormirse.

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