miércoles, 31 de julio de 2019

Te Quiero: Capítulo 10

—Hay muchas que podrían incluirse en ese grupo, Pepe.

—Deja que me explique…

—Creo que sería una buena idea. Ya sabes que en este momento dependes bastante de mi buena voluntad.

—Bien. Hay mujeres en las que sólo puedes pensar en términos sexuales. Quiero decir que es difícil encontrar mujeres con las que puedas hablar sobre…

—Lo que no deberías hacer es irte a la cama con mujeres con las que no puedas hablar, Pepe. Hay nombres desagradables para describir ese tipo de hombres.

—Desgraciadamente es uno de los riesgos de ser hombre, Paula. Pero lo que estaba intentando decirte es que tú eres una mujer en la que se aprecia una personalidad distinta que provoca curiosidad y ganas de conocer, sin que sacrifiques por ello tu femineidad y poder de seducción. Lo cual es un alivio, porque, como te dije antes, eres una mujer a la que un hombre puede tomar en serio de muchas maneras, en la cama y fuera de ella.

Ella lo miró unos segundos sin decir nada. Luego abrió mucho los ojos.

—¡Me conoces sólo hace unas horas!

—Si hay algo de bueno en tener la mente completamente en blanco, es el ser muy receptivo a nuevas impresiones.

—¿Y no te da ningún reparo hacer ese tipo de declaraciones a una completa desconocida? No me contestes, es una pregunta un poco estúpida.

Pedro esbozó una sonrisa.

—Paula, tengo el presentimiento de que me gusta decir las cosas claras.

—A mí me pasa igual. Pero ahora te diré que si me preguntas algo más de ese tema me iré a la cama.

—Está bien. Dime qué clase de ganado tienen y cuántas cabezas. Cuántos kilómetros tiene la hacienda y todas esas cosas.

Ella abrió la boca, pero la expresión de él era seria y educada. Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa tranquila.

—No pienses que me engañas… pero tú lo has preguntado.

—De verdad me interesa —protestó él.

Paula se tomó el coñac que le quedaba y echó hacia atrás la cabeza. Luego empezó a hablarle del rancho. Él hizo algunos comentarios y preguntas tan inteligentes sobre el tema, que la extrañaron.

—Me da la impresión de que tú, Pepe, debes de saber algo acerca de este negocio.

—Así es. Pero el por qué y el dónde lo aprendí es otra historia —el hombre hizo una pausa y bostezó.

—Creo que ya es hora de irse a la cama —sugirió ella.

—¿Es que me abandonas?

Ella se quedó mirándolo fijamente.

—Creo que hay algo que no sabes acerca de mí.

Él levantó una ceja con gesto soñoliento.

—Y es que sé cantar —continuó ella—. ¿Te gustaría que te cantara una nana?

Él puso tal cara de recelo que ella casi se echó a reír.

—Lo haré muy suavemente —le aseguró, y luego comenzó la nana—. Git along, little dogie…

Con voz clara y suave Paula entonó aquella canción de vaqueros tradicional, al tiempo que observaba cómo Pedro la miraba sorprendido, luego relajado y finalmente se quedaba dormido. Contempló la idea de levantarse, apagar la luz e irse a la cama, pero estaba tan cómoda y relajada que decidió posponerlo unos minutos, hasta que él se hubiera dormido del todo. Y eso fue lo último que pensó antes de dormirse ella también.

Te Quiero: Capítulo 9

—¿Lo he dicho así? Me disculpo. ¿Cuántos años me dijiste que tenías, Paula?

—Veinticinco. ¿Qué tiene eso de interés?

—Nada, pero es hora de que comiences a pensar en dar herederos a la hacienda, ¿No crees?

—No hace falta que te preocupes por esas cosas, Pepe —la muchacha observó el líquido marrón en el vaso y alzó sus ojos grises—. Me parece que te estás entrometiendo en mi vida.

Él se encogió de hombros. No pareció molestarse.

—¿Has pensado alguna vez que quizá los hombres te vean totalmente diferente a como te ves tú?

—No sé qué quieres decir.

—Bueno, muchas mujeres no se dan cuenta de lo que los hombres ven en ellas.

—Si supiera hacia dónde quieres ir a parar, podría estar en acuerdo o en desacuerdo, pero si lo que estás esperando es que te pregunte lo que tú ves en mí, creo que es mejor que hablemos de otra cosa.

—No. Eres muy independiente, lo sé, pero te lo diré de todas formas. Veo a una mujer a la que un hombre podría tomar en serio, si le dejas que te conozca —el hombre la miró con una mueca en los labios—. Y para que haya herederos es necesario conocerse, claro.

—¿Cómo sabes que alguien no lo ha hecho ya?

—¿Ha sido así? —preguntó, con curiosidad.

Paula terminó su copa.

—Eso entra dentro de lo personal, Pepe.

—¡Has empezado tú!

—Sólo porque tú me has provocado. Escucha, te diré lo que pienso, así quizá podamos dejar de hablar del tema. El amor es bonito. Me he enamorado dos veces y fue… todo lo que debe ser. Excepto que no fue algo duradero y no hubo la presión que provoca el matrimonio, los hijos y todo lo demás. Ningún hombre mandón me presionaba y me decía lo que tenía que hacer.

El hombre hizo una mueca, aunque enseguida se puso serio.

—Si alguna vez pierdes Wattle Creek, y esas cosas ocurren, ¿Qué harías de tu vida?

—Lucharé con todas mis fuerzas para no perderlo —respondió inmediatamente—. ¡Tendrán que sacarme de aquí luchando! Pero si alguna vez lo consiguen, tengo mi pintura y… ¿quién sabe? Podría cuidar a personas con amnesia.

—Gracias.

Ella lo miró y abrió la boca para decir algo, pero luego la volvió a cerrar.

—Dímelo, Paula, parecía algo divertido.

—No debería en realidad, pero no puedo evitar preguntarme si, de entre las cosas que recuerdas, está la de tu actitud ante el matrimonio y el amor.

Él apuró su vaso, lo dejó sobre la mesa y se recostó sobre la almohada.

—Creo que es una bonita institución en términos generales. Como tú, sin embargo, tiendo a preguntarme si el amor es capaz de sobrevivir bajo todas las presiones que tú has mencionado. Pero también creo que eso es porque ni tú ni yo nos hemos enamorado todavía de verdad.

—Entonces ¿Piensas que es posible que estés casado?

—No recuerdo tener esposa —dijo pensativo.

—No te preocupes. Mañana, mejor dicho hoy, vendrá la policía y ellos nos dirán quién eres.

—Eso espero. Pero, en términos generales, ¿Qué tipo de esposa crees que serías?

—No tengo ni idea. ¿Qué clase de esposo serías tú?

—Creo que sería un buen esposo —dijo pensativamente—. Sé hacer las cosas de la casa, me gustan los niños y me gustan las mujeres…

—No más de una al mismo tiempo, espero. Lo contrario, no haría de tí un buen esposo.

—De acuerdo. Pero todo esto sería sobre la base de encontrar una mujer adecuada, naturalmente. Y cuando digo que me gustan las mujeres quiero decir que sus manías no me ponen nervioso.

—¿Por ejemplo? —quiso saber Paula, a punto de echarse a reír.

—La preocupación por la ropa, por ejemplo. Las mujeres son más agradables cuando tienen la ropa adecuada y el cabello a su gusto, etc. Quizá por eso no son capaces de entender que lo fundamental es lo que los hombres ven de ellas.

—¿Sabes que pensar eso delata una actitud bastante arrogante?

—Pero también sabia, Paula. Así que, por todo ello, creo que sería un buen marido.

—Tu confianza en tí mismo es monumental. Creo que serías un marido bastante canalla, Pepe.

—No sé por qué se te ha metido en la cabeza que soy un canalla —murmuró él,
contrariado.

—Llámalo intuición femenina. No todas nosotras estamos tan preocupadas por la ropa que no podamos ver más allá de nuestras narices.

Él se quedó pensativo.

—¿Hay algo en los hombres que no te guste?

—Yo… suelo llevarme bien con los hombres.

—Eso puede ser porque no eres una mujer de esas muy femeninas.

Por un momento Paula se quedó seria, luego se echó a reír.

Te Quiero: Capítulo 8

La despertó un fuerte golpe dos horas después. Salió corriendo de la cama y vió luz en la habitación de al lado.

—No me digas que se ha caído de la cama —murmuró para sí misma.

Pero Pedro estaba sentado en la cama con cara de sueño, con la lamparilla en la mano. El motivo del golpe, resultó evidente. Una de las puertas del porche se había abierto, dejando que la lluvia entrara en el cuarto.

—¡Maldita sea! Seguramente no la cerré bien —exclamó, cruzando la habitación y empujando la puerta contra el viento—. Lo siento —dijo, volviéndose hacia la cama, mojada por la lluvia—. Era probablemente lo que menos necesitabas en tu estado, que algo te sobresaltara en mitad de la noche.

—Yo… —el hombre se recostó—… no podía adivinar qué había pasado.

La muchacha se puso al lado de la cama y lo miró con semblante preocupado.

—Sí. ¿Estás bien? Te encuentro un poco pálido.

—Estoy perfectamente… bueno, relativamente.

—¿Qué te parece… una copita de coñac? Creo que yo me voy a poner una. Pensé que el tejado se había caído.

—Es una idea estupenda, Paula.

La muchacha sirvió dos vasos pequeños de cristal y se sentó al lado de la cama de Pedro.

—¿No te asustan las tormentas? —quiso saber el hombre.

—No —contestó ella, dando un sorbo a su copa—. Me gustan.

—Es una pregunta estúpida.

—¿Te asustan a tí?

—Aunque sé que no es algo normal en un hombre, te diré que sí. Una vez vi un rayo golpeando a un caballo y nunca me repuse de aquello. Aunque ya no tengo que esconderme debajo de la cama.

Paula se echó a reír.

—No te creo.

—Pues deberías.

—¿Dónde estaba el caballo?

—No puedo recordarlo, pero…

—No lo intentes —aconsejó ella inmediatamente—. Siento haberte preguntado. Bebe un poco de coñac.

Él la miró con una expresión extraña.

—Hay cosas mejores que esconderte bajo una cama durante una tormenta.

—¿Cómo qué?

—Como tener a alguien a tu lado a quien puedas abrazar.

Paula parpadeó en silencio y vio cómo Ben miraba su pijama azul y su pelo suelto. La muchacha tragó saliva y tosió.

—Vas… demasiado rápido, Pedro Alonso.

—Alguien decía que había que vivir el presente. Creo que sería mucho mejor. Puede que así pudiera dormirme de nuevo.

—Claro que vas a dormirte de nuevo. Te daré una de esas pastillas.

—Querida Paula, no me hagas eso. Odio tomar fármacos. No sabes lo mal que te sientes cuando te despiertas después de tomar pastillas para dormir.

—Bueno, pero no voy a meterme en la cama contigo… estás loco.

El hombre sonrió y, a pesar de que estaba lleno de heridas y cicatrices, de que sus labios estaban secos y agrietados y de que su mandíbula estaba oscurecida por la barba, a Paula le pareció uno de los rostros más vitales que jamás hubiera visto.

—Considerando que estoy herido, que he perdido la memoria y odio las tormentas… —el hombre se detuvo al oír un trueno—. ¿Podrías quedarte a hablar un rato conmigo? Tú también pareces bastante espabilada.

—Yo… —se mordió el labio.

La muchacha se dió cuenta de que era cierto que se había espabilado por completo y que sería horrible permanecer tumbada en la oscuridad pensando.

—De acuerdo, pero sólo un rato. Iré a ponerme una bata.

—¿Para intentar evitar que pueda hacerte cualquier otra sugerencia?

—Porque tengo frío, sólo por eso —replicó ella, saliendo del cuarto.

Volvió con una bata blanca, calcetines blancos y una manta escocesa. Se colocó en un sillón y se puso la manta sobre las piernas. Luego dio un trago a su coñac.

—¿Estás seguro de que no tienes frío? —preguntó.

—Seguro, gracias —respondió él educadamente.

—¿De qué hablamos?

—No te puedo contar nada sobre mí, así que tendrás que ser tú la que hable.

—Ya te he dicho sobre mí todo lo que estoy dispuesta a contarte —protestó Paula, mirándolo fríamente.

—¿Ni siquiera cosas generales? Por ejemplo, tus ambiciones, tus planes… a menos que estén todos ligados a Wattle Creek.

Ella dió un suspiro y ladeó la cabeza.

—No tienes por qué decirlo así, como si eso fuera tan… limitado.

Te Quiero: Capítulo 7

—No me sorprendería que tú también resultaras ser tremendamente independiente.

Él la miró extrañado.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé. Un presentimiento, eso es todo. Quizá es porque estás muy seguro de que ningún caballo podría tirarte.

El hombre dejó el plato a un lado y se recostó sobre la almohada.

—Tengo el presentimiento de que puedes tener razón.

—Y también me parece que eres un poco canalla —añadió Paula.

—Desde luego no sé por qué dices eso.

Ella se echó a reír.

—No puedes engañarme, Pepe.

—No me daba cuenta de que lo estaba intentando, pero lo recordaré en el futuro.

—¿Te apetece una taza de café? ¿O prefieres un té? El café puede que no te deje dormir.

—No, gracias. No bebo ni café ni té.

Paula lo miró confundida.

—No me preguntes cómo lo sé. Simplemente lo sé.

—No iba a preguntarte eso. Pero me parece extraño. ¿Te acuerdas de lo que bebes?

—Bueno, por lo menos creo que no soy abstemio. Una cerveza bien fría me iría…

—Imposible.

—¿Tú eres? ¿Abstemia, quiero decir? ¿Es ésta una hacienda bajo la ley seca? — preguntó, con cierto temor.

—Nada de eso. Pero la cerveza es diurética y como estamos intentando conseguir lo contrario, creo que no te conviene. ¿Qué te parece un gran vaso de leche fría?

—Bueno, eso suena bastante bien —dijo despacio.

Paula lo miró con una mezcla de diversión y extrañeza.

—Eres una caja de sorpresas, Pepe —dijo, levantándose, tomando la bandeja y dirigiéndose hacia la cocina.

—¿Y ahora qué? —preguntó el hombre, cuando acabó el vaso de leche.

—A dormir —contestó inmediatamente Paula—. No sé tú, pero yo llevo en pie desde el amanecer —dijo, deteniéndose y mirándolo a los ojos—. ¿Fue eso un trueno?

—Parece que sí.

—¡Estupendo! ¡Va a llover! —la muchacha fue hacia la puerta del porche y la abrió para asomarse.

Grandes gotas de agua comenzaron a golpear sobre el tejado.

—¿Necesitan que llueva?

Ella se dió la vuelta.

—Desesperadamente, si queremos tener una buena cosecha. Nuestros ríos y embalses están secos y las reservas de pienso se están empezando a acabar. Necesitamos que llueva urgentemente.

Él la miró y abrió la boca para decir algo, pero pareció cambiar de opinión. O por lo menos, su rostro cambió de expresión.

—Puede que yo les haya traído buena suerte, Paula.

Ella hizo una mueca.

—Puede que sí, Pepe. De acuerdo, ¿Quieres algo más? Si no tienes sueño quizá tengas ganas de leer un poco o…

—No, gracias —dijo, bostezando de repente y recostándose—. No sé por qué, pero de repente me ha entrado un sueño terrible.

—Muy bien. Yo me iré a la habitación de al lado y la dejaré abierta, así que no dudes en llamarme si necesitas algo. Buenas noches.

—Buenas noches —murmuró—, Paula. Creo que eres una persona estupenda y te estoy tremendamente agradecido.

Ella vaciló y luego salió, encogiéndose de hombros.

Se dió una ducha y se sentó frente a la cómoda para cepillarse el cabello. Estaba nerviosa, aunque ignoraba el motivo. Sin embargo, era maravilloso oír la lluvia sobre el tejado. Dejó su cepillo de plata sobre una bandeja y miró a su alrededor. Ese cuarto había sido de sus padres, por eso la cama era de matrimonio, con un cabecero de madera maravillosamente tallado. Las paredes estaban empapeladas de azul y blanco, con pequeñas florecillas. Y la colcha y las cortinas eran del mismo color. Ella misma había encontrado la cómoda de madera de roble, con un espejo ovalado y una serie de cajones en dos filas. La alfombra era de color azul y sobre las paredes había colgados algunos cuadros diminutos que había pintado ella misma. También había fotos enmarcadas, algunas de ellas de color ligeramente sepia debido a los años. Una colección de frascos de perfume, hechos de plata embellecían la cómoda. Pero su habitación no podía en ese momento darle la habitual serenidad y se volvió hacia el espejo con un suspiro. «Si te soy sincera», se dijo a sí misma, «fue la mirada en sus ojos cuando me dijo que era estupenda lo que me ha puesto tan nerviosa». Ella hizo una mueca a su reflejo, pero no cambió en nada la impresión que tenía sobre la intención de aquellas palabras. Estaba segura de que no se había referido a sus habilidades como enfermera. De alguna manera, había sentido que él piropeaba con esos ojos azules su rostro y su cuerpo.

Ella se miró las manos y luego se esforzó por observarse en el espejo. Era cierto. Su piel era suave y tersa. El color de su cabello era como trigo maduro y sus ojos grises, muy claros, casi transparentes. Sus pestañas, largas y oscuras en las puntas. Su cuello, largo y su cuerpo, delgado y duro. Era cierto. Cuando se lo proponía, podía parecer elegante y, como alguien le había dicho una vez, podía ser refinada también. Pero ella apenas se molestaba en arreglarse… Siempre ocupada en cualquier otra cosa, pensó, mirándose divertida al espejo. Pero se puso seria inmediatamente. «Sí, siempre estoy demasiado ocupada para preocuparme por los hombres», añadió para sí misma. Entonces, ¿por qué un desconocido provocaría en ella de repente aquel nerviosismo? ¿Cómo se atrevía aquel hombre a mirarla de esa manera, cuando no la conocía de nada? Se levantó y se pasó una mano por el pijama de color azul y blanco. Luego se metió en la cama. «Piensa en la lluvia», se ordenó a sí misma. «No dejes que pare demasiado pronto… ».

Te Quiero: Capítulo 6

Media hora más tarde le llevó una cena ligera. Él se incorporó con gran esfuerzo y ella le puso algunos cojines detrás de la espalda.

—Estoy tan débil como un cachorro —dijo, con evidente irritación.

—Te vendrá bien comer un poco. Tienes sopa y pollo asado —declaró Paula, levantando el paño con que cubría ambos platos.

—Mmm —exclamó él, con visible placer—. Creo que cocinar es otra de tus habilidades.

—Mucha gente sabe cocinar —respondió ella, dándole una servilleta.

—Cuéntame algo más acerca de la hacienda. Se llama Wattle Creek, ¿No es así?

Paula dudó unos segundos y finalmente se sentó al lado de la cama.

—Sí. Ha sido de la familia desde hace cuatrocientos años. Mi tío es ahora quien se encarga de ella. Mi padre era su hermano, pero mi madre y él se murieron en un accidente de coche cuando yo tenía doce años.

—Entonces, ¿Tú también eres propietaria de él?

Paula volvió a dudar, pero pensó que era mejor discutir eso que su vida amorosa.

—Sí, pero mi padre era el hermano pequeño, de manera que es mi tío quien lo controla todo.

—Queensland —murmuró Pedro entre dientes—. Creo que sé mucho de esta parte del país, pero no sé por qué. De manera que… —el hombre hizo una pausa y miró al plato—… Wattle Creek ha tenido sus tiempos de sequía, inundaciones, pestes, fuegos, pero también ha vivido buenos tiempos.

—Ha sobrevivido —contestó Paula orgullosa—, y seguirá sobreviviendo.

Él alzó sus ojos azules hacia ella.

—Las cosas pueden cambiar —dijo, pensativo.

—Claro que pueden cambiar, pero los Chaves somos una familia fuerte.

—Cuéntame algo más de tu tío. ¿Tiene un heredero?

—Sí. Por el momento soy yo la heredera. Él nunca se casó. Es un hombre anticuado y bastante duro cuando quiere, pero yo lo quiero mucho.

—¿No hay ningún varón en la familia para que el apellido continúe?

—No, a menos que yo convenciera a mi futuro marido para que consintiera en cambiar el apellido. Pero nuestros hijos tendrán sangre de los Chaves.

—¿Lo harías? —preguntó él con curiosidad.

—¿El qué?

—¿Conseguir que tu futuro marido consintiera en cambiar el apellido?

—¿Por qué no?

—Parece un poco difícil… el orgullo del apellido suele ser algo a lo que nadie renuncia.

—Lo dices porque eres un hombre.

Él la miró burlonamente.

—Y de tí podrían decir que quieres llevar tú los pantalones.

—Probablemente ya lo dicen.

—¿Y no te importa?

Ella esbozó una sonrisa fría. A pesar de que ella nunca había pensado en pedir a su futuro marido que se cambiara el apellido, la falta de un hombre en su vida podía deberse una nada femenina voluntad de no tener que depender de ningún varón.

—¿Qué significa eso? —quiso saber él.

—Yo… —se encogió de hombros—. Me gusta ser independiente.

—Te creo.

Los labios de ella se curvaron en una mueca.

lunes, 29 de julio de 2019

Te Quiero: Capítulo 5

Las paredes eran de color amarillo pálido. Las cortinas, amarillas con margaritas blancas. Al otro lado del armario, una mesa estrecha y alargada colocada frente a la pared, sostenía la colección de objetos antiguos: una picadora de carne antigua, un molinillo de madera, una balanza de bronce, una caja de galletas antigua y otras cajas de latón de épocas pasadas. Por último, podían verse una serie de platos azules y blancos del siglo pasado. El suelo era de azulejo verde y las sillas y la mesa, de madera. Aunque la hacienda tenía otras habitaciones, la cocina era el centro de la casa.

Paula salió fuera y respiró el aire de la noche. Definitivamente iba a ser una noche poco tranquila, pensó satisfecha, al ver las nubes que cubrían la luna. Volvió a la casa y comprobó las puertas y las ventanas, dejándolas todas cerradas. Luego se fue a ver a su paciente. Había dejado una lámpara en la habitación, que había cubierto parcialmente con una toalla. Pudo ver que el hombre seguía durmiendo, aunque con un sueño inquieto. Lo observó pensativa. Llevaba un pijama de su tío demasiado corto y ancho de cintura. No podía hacer nada al respecto, así que se concentró en su cara de rasgos finos, piel tostada y mandíbula oscurecida por un vello oscuro. Entonces pensó que parecía frágil, sumergido en ese sueño intranquilo, pero, debido a la conversación que habían mantenido, tenía el presentimiento de que fragilidad no era su estado normal. Y entonces, por alguna razón, se dio cuenta de que aquel hombre despertaba en ella una emoción extraña y puso una mano cuidadosamente sobre su frente. Él murmuró algo ininteligible. Luego tomó su mano y se la llevó a la boca. Le besó la palma y al mismo tiempo abrió sus ojos azules.

—Cariño, yo… —entonces se detuvo bruscamente.

Paula se quedó inmóvil. Enseguida trató de apartar la mano.

Él la soltó con un suspiro.

—Pero si es el sargento Chaves.

—Así es. Siento disgustarte.

—No he dicho eso. En este momento no se me ocurre ninguna otra persona que pudiera haberme tocado la frente de un modo tan agradable.

—¿Me dejas irme?

—¿Te he ofendido?

—No… Por supuesto que no —aseguró, reclamando su mano.

—Pareces disgustada, sin embargo —comentó él.

—¿Quién sabe dónde habrías llegado, después de llamarme «cariño»? — murmuró ella, poniendo una silla al lado de la cama—. ¿Cómo te encuentras?

Él se quedó mirando enigmáticamente a la mujer por un segundo, ignorando su pregunta.

—¿Nadie te había llamado «cariño» nunca, Paula?

—Eso no es asunto tuyo —contestó enfadada—. Concentrémonos en tu estado de salud.

Él arqueó una ceja.

—¿Significa eso que no quieres hablar de tu vida amorosa? ¿Es que no ha sido una experiencia placentera?

Paula dió un suspiro impaciente.

—¡Escucha, yo apenas sé nada de tí, así que no esperarás que te cuente mi vida!

—La verdad es que yo tampoco sé casi nada acerca de mí —contestó él, frunciendo de repente el ceño—. Pero lo único que quería era que me contaras algo para distraerme un poco.

—Muy bien. Y ahora, ¿me vas a decir cómo estás o tendré que decirle a Juan Bentley que venga a verlo él y me lo cuente?

—¿El otro hombre que estaba con el doctor?

—Sí. Es nuestro capataz y te aseguro que es un buen hombre, pero también sé que no tiene mucha paciencia con los enfermos y que puede ser un experto en atar piernas a las camas.

—No me harías algo así, ¿Verdad, Paula? —dijo, mirándola con un gesto de reproche.

—Por supuesto que lo haría. Así que deja de pensar en mi vida amorosa, señor Pedro Alonso, y dime cómo estás.

Él rió suavemente.

—Sí, señorita. Mis disculpas, señorita. ¿Sabes? No sé mucho acerca de Pedro Alonso. Creo que era un traidor.

—No es culpa mía si te llamas Pedro —replicó, comenzando a levantarse.

—¿Quieres saber cómo estoy? —dijo él rápidamente—. Un poco mejor que cuando me preguntaste por última vez. Me duele la cabeza, pero el dolor es menos intenso y creo que hasta tengo un poco de hambre.

Ella se sentó de nuevo.

—Eso está bien. Te dejé un poco de cena. ¿Tienes sed?

—Sí, claro —contestó despacio—. Sin embargo, eso es un pequeño problema.

—No creo. Deberías tener sed…

—Pero por otro lado, si bebes mucho cierta zona de tu cuerpo se puede sentir molesta. ¿Puedo levantarme?

—¡Ah, entiendo! No, no puedes… Yo…

—Paula, como bien dijiste antes, no nos conocemos de nada, así que tienes que comprender que sienta cierta vergüenza.

—No tengo intención de hacerte sentir incómodo —dijo Paula—. Pero el doctor me avisó de que no te dejara levantarte. Si te desmayas, tendría que ser yo la que te llevara a la cama de nuevo. Eso sin contar con que puedes hacerte daño en la caída.

—Entiendo. ¿Entonces qué sugieres?

—Te traeré un recipiente y lo retiraré después discretamente —contestó, serenamente.

—¡Qué práctica eres! —murmuró.

—Te lo dije. Bueno, ya te dije que había hecho un curso de primeros auxilios mientras estudiaba en la universidad. Es algo que puede ser muy útil cuando vives en un lugar como éste. Incluso hice prácticas en un hospital como auxiliar de enfermería.

—Entiendo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Paula, al ver que él la miraba pensativo.

—Nada. Estaba pensando que eso refuerza mi idea de que pareces una mujer muy capaz. ¿Así que no tengo que preocuparme por incomodarte?

—No.

—Hay otra razón para que me niegue a…

—¿Te puedo decir algo? Hablas demasiado. ¡No puedo imaginarme cómo serás cuando estés sano y sin problemas!

Dicho lo cual la mujer salió del cuarto.

Te Quiero: Capítulo 4

—Sólo se me ocurre que vinieras a caballo desde una zona no muy lejana y que tu caballo se asustara y te tirara. Luego se habrá ido a casa —aventuró la muchacha, encogiéndose de hombros.

—No me ha tirado un caballo jamás… o no desde que cumplí los diez años.

—¿Cómo lo sabes? —quiso saber Paula.

—Simplemente lo sé —contestó impotente.

—Le puede ocurrir a cualquiera —objetó Paula—. Quiero decir que podría haberse asustado con una serpiente. De todas maneras, Juan, nuestro capataz, está intentando averiguar algo. También está intentando ponerse en contacto con la policía. Y ahora, pareces cansado, ¿por qué no descansas un poco?

—¡No me siento bien! —admitió, moviéndose inquieto.

—Te daré una de esas pastillas. Te ayudará… y ahora, tranquilo. Sé que los hombres no suelen ser buenos enfermos, pero no creo que eso sea verdad en tu caso.

Los ojos azul oscuro del hombre miraron fijamente a la muchacha.

—¡Maldita sea! ¿Cuántos años crees que tengo, Paula Chaves?

—¿Treinta y algo? Razón de más para que te comportes —le dió la pastilla y le sirvió un poco de agua de una jarra. Luego lo miró tranquilamente.

El hombre dudó unos segundos. Después se tomó la pastilla con ayuda del agua.

—Bien, ahora iré a preparar la cena, pero si necesitas algo, sólo tienes que pulsar ese timbre. No se te ocurra levantarte de la cama, ¿Entendido?

—Me equivoqué contigo —dijo con amargura—. Deberías haber sido militar.

Ella esbozó una sonrisa y le colocó una mano sobre la frente.

—Ahora duerme. Estoy segura de que te sentirás mejor cuando despiertes.

Se quedó dormido enseguida.

Juan Bentley llegó cuando Paula estaba cenando en la mesa de la cocina. La muchacha le ofreció una taza de café.

—¿Hay alguna noticia? —preguntó, mientras sacaba las tazas del antiguo armario.

—Nada. Nadie parece conocerlo ni haberlo visto. La policía está investigando. Les dí una descripción… a propósito, hay una cosa que puede ser interesante. Ha habido una tormenta muy fuerte en el distrito de al lado y hay algunas carreteras cortadas. Pudo ocurrir que él quedara atrapado y decidiera caminar para refugiarse. Aunque…

—Oh, Juan. ¿Viene hacia aquí?

—¡Claro que sí! —Asintió alegremente Juan—. Hay un sistema de bajas presiones que podría… pero ya sabes lo caprichoso que es el tiempo. Que llueva mucho a cincuenta kilómetros no significa que llueva aquí.

—Crucemos los dedos —dijo Paula, tomando la cafetera de esmalte del fuego y sirviendo en las tazas—. Justo hoy he estado hablando a los niños sobre que tienen que ahorrar agua —se detuvo y suspiró profundamente—. Lo último que necesitamos en este momento es una sequía.

—Aparte de los bajos precios de la carne y la inflación actual —añadió Juan.

—Y aún así, Wattle Creek logra mantenerse —continuó Paula, echándose el flequillo hacia atrás.

—Sí, eso parece. ¿Y qué me dices del desconocido? ¿Cómo está?

—Apagado como una luz, pero está bien. He estado revisando regularmente su pulso. Por cierto, ya se acuerda de su nombre, aunque todavía no de su apellido. Se llama Pedro.

—Tengo el presentimiento de que es alguien de dinero.

—¿Tú crees? —Paula miró a Juan por encima del borde de la taza—. Podría ser.

El hombre parece seguro de que ningún caballo se atrevería a tirarlo.

—¿Orgulloso, eh?

—Sí, parece bastante seguro de sí mismo a pesar de la amnesia. La verdad es que puede que sí sea algo orgulloso —respondió Paula.

Juan arqueó una ceja.

—¿Necesitas ayuda? Puedo quedarme aquí esta noche.

—No, pero gracias de todos modos, Juan. —la muchacha se calló al ver que la puerta de la cocina se abría y las cortinas se movían—. Se está levantando viento — puso las manos sobre la cabeza—. Recemos para que esas bajas presiones lleguen hasta aquí.

Juan se levantó.

—Entonces será mejor que me vaya a comprobar si todo está bien sujeto y cubierto. Te veré por la mañana, Pau. No te olvides de llamarme si necesitas ayuda con el señor Pedro.

Paula limpió los platos y ordenó la cocina. Era una cocina grande y antigua, dominada por un gran armario donde estaba colocada la vajilla. También había una gran mesa y una estantería colgada del techo, llena de cacerolas y cubos y unas ramas y hojas atadas boca abajo que ella estaba secando.

Te Quiero: Capítulo 3

—¿Que si no tengo ni idea? De verdad que no —contestó pensativo—. Y es una sensación terrible.

—No se ponga nervioso —le aconsejó Paula—. Estoy segura de que recuperará la memoria, y tiene razón, puedo imaginar nombres mejores que Tomás, Diego o Marcos. Empezaré por el comienzo del alfabeto —dijo alegremente—. Veamos. Ariel, Adrian, Alejandro. Bueno, ese nombre no es el más adecuado para una persona extraviada… Mmmm… Alonso,…

—Espere —dijo bruscamente—. Alonso… ¿Sabe? Creo que ni nombre es Pepe… Pedro… Pedro…

Pero no pudo recordar nada más. Soltó una maldición y se derrumbó sobre la almohada.

—Eso es estupendo. Parece que ya empieza a recuperar la memoria. Pepe, abreviatura de Pedro. Pero ahora, relájese.

—Sí, señorita —murmuró con amargura—. Si sigue hablándome sobre sí misma.

—No hay mucho más que decir…

—Tiene que haberlo —interrumpió—. ¿Cómo es que no está toda seca y arrugada?

—Yo… —Paula se dió cuenta de que aquellos ojos azules recorrían todo su cuerpo, para luego volver al rostro—. Siempre me he cuidado la piel… —se encogió de hombros—, he usado sombrero y gafas de sol, manga larga, etc… Mi madre también lo hacía. Pero por debajo soy como cualquier otra persona que viva en un rancho —terminó, esbozando una mueca.

—¿Y nunca ha hecho ninguna otra cosa? —repitió el hombre.

—Sí, y todavía lo hago —contestó, agarrándose las manos.

—Si no me lo dice —murmuró—, voy a sentir otra vez calor y dolores.

Ella lo miró frunciendo el ceño.

—Tengo el presentimiento de que usted es especialista en conseguir lo que quiere, Pedro Alonso. Eso es algo que parece no haber olvidado.

Pero él se limitó a mirarla con gesto inocente.

—Dios sabrá para qué querrá usted saber…

—No todos los días me atiende una mujer tan guapa como usted, Paula Chaves.

Ella se mordió el labio. Luego se fijó en el brillo malicioso que había en los ojos del hombre.

—De acuerdo. Estuve tres años en la universidad estudiando arte, y pinto y diseño tarjetas, por si quiere saberlo. También he restaurado la hacienda, devolviéndole su antiguo aspecto. Me apasiona todo lo antiguo. Eso es todo. ¿Satisfecho, Pepe? ¿Le puedo tutear?

—Por supuesto. Siempre que yo pueda tutearte a tí también… Y no, no estoy satisfecho. Pero es interesante lo que me has contado. ¿Qué tipo de tarjetas pintas?

—Son tarjetas con dibujos de flora y fauna, así como escenas de interiores.

—Me has impresionado. Pareces llevar una vida muy productiva y útil. ¿Existe un señor Chaves? —los ojos de él se posaron directamente en la mano izquierda de ella—. Veo que no, a menos que no lleves anillo.

—No hay ningún señor Chaves —dijo Paula en un tono frío. En ese momento, se oyeron pasos en el porche. Se levantó y miró al enfermo con gesto travieso—. Espero que no te importe que los que te encontraron vengan a asegurarse de que estás vivo. Me dijeron que te habían tocado con un palo y que no reaccionaste, así que pensaron que estabas muerto.

Ella se rió de un modo nervioso al darse cuenta de que el hombre parecía incómodo con aquella revelación. Luego se volvió hacia la entrada.

—Entren, Bruno y Martina. Aquí tienen a Pepe.

Los mellizos entraron de puntillas y se colocaron junto a la cama.

—¡Cielo santo! ¿Qué tenemos aquí? Tienen cara de ser unos chicos algo traviesos.

—No te equivocas —murmuró Paula.

—No son hijos tuyos, ¿Verdad?

—No. Sus padres trabajan en la hacienda.

—Puede hablar —comentó Bruno a Martina—. No podías hablar cuando te encontramos —añadió enfadado, mirando a Pedro.

—¡Creímos que estabas muerto! —Aseguró Martina—. Nos diste un susto temible.

—Lo siento. Debí de darme un golpe contra algo. Pero estoy muy contento de que me encontraran ustedes. Se los agradezco mucho.

Los mellizos se miraron.

—Eso quiere decir que no nos pegarán con el cinturón por haber ido al establo, ¿Verdad, Pau?

—Bruno, sabes de sobra que nadie va a pegarle con el cinturón. Tu padre simplemente se preocupa por ustedes. Podría atacarlos una serpiente o cualquier otro animal…

—Aunque no use el cinturón, nos regaña tanto que es como si lo hiciera, Pau —dijo Martina—. De verdad.

—Y por eso le hacen tanto caso —dijo Paula seriamente, luchando por controlar la risa—. Pero en este caso lo olvidaremos. ¡Ahora salgan de aquí!

—¡Adiós, Pepe! —gritaron a la vez.

—Ese establo lleno de serpientes y… lo que sea, ¿Cómo crees que llegué allí? — preguntó Pedro perplejo.

Te Quiero: Capítulo 2

—¿Puede creer que no recuerdo mi nombre…? —entonces se incorporó, al mismo tiempo que Paula comenzó a sentirse un poco culpable, casi como si hubiera deseado que aquel hombre tuviera amnesia.

Los tres se reunieron en el porche para comentar la situación.

—Yo me atrevo a decir que sufre amnesia temporal —dijo el doctor—. Ha tenido un fuerte golpe en la cabeza. Si se debe a ello, volverá a recordar poco a poco y no tendremos ningún problema grave. Tenemos que cuidarlo y dejarle que descanse mucho. Podría tener una conmoción cerebral. ¿Podrás con ello, Paula?

—Desde luego, pero… ¿ Y si no es temporal? ¿No deberíamos llevarlo a un hospital?

—Sinceramente, no creo que sea necesario en este momento y estamos bastante ocupados. Yo iba a recoger a alguien que se ha roto una pierna cuando oí vuestra llamada. Y la otra avioneta ha salido para vigilar un brote de meningitis. Pero si todo marcha bien, en uno o dos días estaremos más tranquilos. Si ocurre algo, no dudes en llamar. ¿Está tu tío en casa?

—No. Ha viajado a Japón con una delegación de venta de carne. Pero Juan puede ayudarme si lo necesito. A propósito, supongo que tendríamos que llamar a la policía —la muchacha hizo una pausa y frunció el ceño—. Puede que viva cerca de aquí y su caballo haya vuelto a casa.

—Podría ser —afirmó Juan—. Yo me ocuparé de ello.

—¿Es enfermera?

Paula se incorporó y observó al paciente.

—No. Pero tengo bastante experiencia en primeros auxilios. ¿Cómo se encuentra? —preguntó, colocando la sábana y sentándose al lado de la cama.

—Terriblemente mal —dijo, con una extraña sonrisa que curvó sus labios—. Tengo un dolor de cabeza impresionante, mucho calor y mi lengua tiene un tamaño el doble de lo normal.

—Eso es porque se ha deshidratado y quemado con el sol. No debería de haber caminado por el campo sin sombrero. Y el dolor de cabeza se debe a que tiene un chichón espectacular en la cabeza y tres puntos en la sien. Aparte de eso, no tiene nada. O eso parece.

—Tengo también una extraña sensación de irrealidad.

—Eso es debido a la amnesia temporal —aseguró Paula, con más confianza de la que sentía en realidad—. El doctor me ha dicho que se le irá pasando poco a poco.

—Espero que tenga razón —contestó, moviéndose inquieto. Paula le colocó las almohadas para que estuviera más cómodo.

Los rayos del sol de últimas horas de la tarde, que estaba comenzando a ponerse en el horizonte, se filtraban por las puertas del porche y proyectaban una luz dorada sobre la cama, los muebles antiguos y los techos altos de la habitación. Se oía el grito de algún pájaro desde el bosque cercano. El hombre observó detenidamente a Paula. Observó su cabello rubio. Varios mechones le salían de la coleta a la altura de la nuca. La línea de su barbilla era suave y el cuello, delgado. Tenía los ojos grises y la piel suave. Sus manos eran de una mujer trabajadora. Llevaba una camisa de cuadros rojos y blancos y unos pantalones largos de color caqui. De pronto, algo cruzó por los ojos del hombre, aunque Paula no pudo saber el qué.

—¿Podría contarme algo más sobre usted y sobre este lugar?

—Si se bebe esto primero —contestó, tomando un vaso de la mesilla de noche y ofreciéndoselo.

—¡Sabe fatal!

—Es suero, para reemplazar todos los minerales y sales que ha perdido. También se puede administrar en vena. Mírelo de ese modo.

—Y usted podría ser una enfermera —contestó él, con brillo en los ojos.

—¡Tómelo o déjelo! —dijo ella, con una mueca.

El hombre bebió un sorbo largo e hizo una mueca. Paula se sentó de nuevo.

—Bien. Soy Paula Chaves y está en el rancho de Wattle Creek. Mi tío es el propietario y está fuera en estos momentos. Yo he vivido aquí toda la vida y le ayudo a cuidarlo.

—¿Cuántos años tiene?

—Veinticinco y criamos…

—¿No ha hecho otra cosa? Desde luego no tiene aspecto de ser la típica ranchera.

—Pues lo soy —contestó, mirándolo fijamente a los ojos.

—¿Qué? —el hombre preguntó con un gesto serio, aunque sus ojos sonreían.

—Me preguntaba si va a seguir interrumpiéndome, señor… bueno, como se llame.

—Tendremos que inventar un nombre para mí por el momento. No me gustaría que se refirieran a mí como el hombre sin nombre.

Paula se quedó pensativa unos segundos.

—¿Qué le parece si le llamo…? Bueno, puede elegir. ¿Tomás, Diego o Marcos?

Él pareció dolido.

—Podría pensar en otros nombres. ¡Esos nombres no me gustan!

—¿No tiene…? —preguntó ella, mientras se reía—. No, perdone. Yo…

Te Quiero: Capítulo 1

Paula Chaves se echó hacia atrás uno de los mechones de cabello rubio y se ahuecó la camisa de cuadros rojos y blancos que llevaba. Estaba sentada sobre una de las vallas del cobertizo, una estructura abierta con un techo ondulado, rodeada por cuatro niños. Se detuvo cuando otros dos niños llegaron corriendo y jadeando. Eran mellizos. Un niño y una niña con idénticos rizos de color rojizo, pecas y que lucían unas sonrisas amplias y traviesas.

—¿Qué han  estado haciendo ustedes dos? —preguntó la muchacha, resignada.

—¡Nada! Nada malo —replicó Bruno Whyte con gesto ofendido, al tiempo que miraba a su hermana Martina buscando apoyo.

Ella asintió con energía.

—Pero, Pau…

—Ahora no, martina; déjame terminar de hablar. No podemos permitirnos el lujo de malgastar agua…

—Pero, Pau…

—Martina, haz lo que te digo. ¿Dónde han estado?

—En el establo de los caballos y…

—Pues no deberían haber ido allí solos. Tu padre se enfadará si se entera. ¿Qué estaba yo diciendo? —la muchacha se calló y observó el rostro de los dos jóvenes. Hablaba sobre el asunto del agua con varios niños, hijos de la gente que trabajaba en el rancho—. Está bien, lo diré de nuevo: hasta que llueva tendremos que…

—Pero, Pau, vimos allí a un hombre —insistió Martina.

—Tenemos que tener mucho cuidado con el agua y…

—¡Está muerto! —dijo Bruno.

Paula tardó varios segundos en dar sentido a aquellas palabras. De repente saltó de la valla y los miró confundida.

—Si están diciendo eso para…

—No, Pau. Está tumbado en el suelo y sangra mucho. No se mueve. Lo tocamos con un palo y no ocurrió nada.

—No está muerto —declaró la muchacha con alivio, arrodillada bajo un cielo azul de mediodía—, pero está inconsciente y tiene un corte profundo en la sien —la muchacha estiró el brazo para agarrar el botiquín de primeros auxilios que había llevado con ella—. ¿Quién demonios es y cómo ha llegado aquí?

Juan Bentley, el capataz, se quitó el sombrero de ala ancha y se rascó la cabeza

—No lo había visto en mi vida, pero será mejor que lo llevemos a la hacienda y llamemos a un médico. Es extraño que no haya aparecido ningún caballo extraviado —el hombre puso las manos sobre los ojos a modo de visera y miró a su alrededor.

—Muy extraño, sí —murmuró Paula—. Yo lo agarraré por los pies.

Pero costó bastante. El desconocido era bastante alto y corpulento, de manera que les fue difícil meterlo en la parte de atrás del Land Rover. A pesar de todo, él no se despertó. Paula se subió en la parte de atrás con él, mientras que Juan condujo hacia la hacienda. Ella se puso a observar al hombre. La muchacha pensó que debía de tener poco más de treinta años. Presintió que sus ojos debían de ser azules. Tenía el pelo oscuro, pero su piel era muy blanca, aunque tostada por el sol. Su rostro, a pesar de las manchas de sangre y el corte, parecía atractivo y delgado. El resto del hombre, que llevaba unos pantalones y una camisa de color caqui, era igualmente impresionante. Alto y fuerte, pero sin un gramo extra de grasa. Paula frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos. Aparte de algo de dinero y un pañuelo, no había nada más. Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Seas quien seas, espero que no sufras amnesia, porque es como si hubieras caído de otro planeta.

Dos horas más tarde, el doctor observaba al extraño con semblante serio. Lo habían puesto en la habitación de invitados y entre los tres: Juan, el doctor y Paula, le habían quitado la ropa y lo habían lavado. Luego el doctor curó su sien. El hombre seguía sin moverse ni mostrar ninguna reacción.

—¿Está en coma? —quiso saber Paula preocupada, observando el cuerpo del hombre sobre la cama ancha, bajo una sábana blanca inmaculada.

—Eso parece. Tiene un buen golpe en la cabeza, pero sus constantes vitales parecen ser correctas. Yo diría que está deshidratado, así que voy a ponerle un poco de suero. ¡Miren!

Los tres se acercaron al ver que el hombre se estiraba, decía algo entre dientes y abría los párpados. Efectivamente, sus ojos eran azules, pensó Paula. De un azul profundo.

—¿Dónde demonios estoy? —dijo, con visible esfuerzo.

—El problema es que no sabemos cómo ha llegado aquí —contestó el doctor.

—¿En qué… estado?

—En Queensland. En la parte central. ¿Recuerda algo?

Los ojos del hombre parpadearon perezosamente.

Te Quiero: Sinopsis

Los padres de Paula habían fallecido cuando ella sólo tenía doce años y, desde entonces, había estado a cargo de su tío, que era el propietario de un rancho en la región de Queensland. Con los años, había ido asumiendo más responsabilidades en el rancho, pero también se había dedicado al diseño, la pintura y la restauración…

Su vida era grata y apacible hasta que, de repente, un atractivo extranjero apareció medio inconsciente en sus tierras… Nadie sabía quién era ni cómo había llegado hasta allí, ni siquiera él mismo estaba cualificado para resolver esos misterios, porque el doctor le diagnosticó una amnesia temporal. Sin embargo, bajo los cuidados de Paula, el hombre empezó a recuperarse y a recordar… y Paula tuvo que empezar a desear que no hubiese recuperado la memoria…

viernes, 26 de julio de 2019

Indomable: Capítulo 73

–Sí, ya me dí cuenta de eso –respondió Pedro con aspereza–. Nunca había conocido a una mujer tan desconfiada. Y reconozco que tenías buenas razones. Al fin y al cabo en un principio mi única intención era llevarte a mi cama. Estaba seguro de que no quería ataduras. ¿Por qué iba a quererlas cuando el matrimonio de mis padres había sido un desastre? Para mí el sexo solo era un juego, y no es difícil encontrar a mujeres dispuestas a compartir tu cama cuando tienes dinero –añadió sarcástico.

–Yo nunca quise tu dinero –se apresuró a asegurarle ella. Detestaría que la metiese en el mismo saco que mujeres como Diana.

Pedro se rió suavemente y le apartó un mechón del rostro.

–Lo sé. Eres distinta a todas las mujeres que he conocido hasta ahora. Compasiva, cariñosa, independiente, sensual… ¿Acaso te sorprende que no pudiera dejar de pensar en tí, mia bella?

Se le cortó el aliento cuando Pedro trazó el contorno de sus labios con el pulgar, y el corazón le palpitó con fuerza cuando inclinó la cabeza y le susurró:

–Todavía te deseo, Paula. He perdido el sueño, el apetito… no puedo vivir sin tí. Vuelve a Portofino conmigo. Sé que tú también me deseas. Puedo verlo en tus ojos, y también me lo dice tu cuerpo –murmuró cerrando la mano sobre uno de sus senos. Una sonrisa afloró a sus labios cuando el pezón se endureció–. Puedo hacerte feliz, y a Valentina le encantaría vivir en Villa Lucia.

Paula se estremeció por dentro.

–No puedo –se apartó de él, luchando para no sucumbir a su voz de terciopelo. Sería tan fácil decirle que sí… Pero tenía que pensar en Valentina.

Pedro palideció. No había pensado que pudiera rechazarlo, y se sintió como si estuviera balanceándose al borde del más negro abismo.

–¿Por qué no? –inquirió, lleno de frustración–. Me has dicho que ya no amas a Javier. ¿Acaso hay alguien más?

–No. No hay nadie más. Pero no puedo ser tu amante, Pedro. No sería justo para Valentina. Necesita estabilidad, y no podría soportar que llegase a considerar Villa Lucia su hogar para que luego se le partiese el corazón cuando te cansases de lo nuestro, como los dos sabemos que ocurrirá. Tú mismo has dicho que no quieres ataduras.

–He dicho que no las quería –replicó él asiéndola por los hombros–. ¿Es que no has oído una palabra de lo que te he dicho? Te quiero, Paula. No quiero que seas mi amante; quiero que seas mi esposa.

Paula abrió la boca, pero no podía hablar, y Pedro aprovechó para tomar sus labios con un beso apasionado. Le respondió afanosa, incapaz de contenerse o de negar las emociones que se agitaban dentro de ella.

–Tesoro… –murmuró Pedro cuando levantó la cabeza–. Ti amo. Siempre te querré. Nunca imaginé que pudiera llegar a sentir algo así – admitió–. Creo que me enamoré de tí la noche que nos conocimos, cuando me dí cuenta de que llevabas puesto ese horrible gorro por no herir los sentimientos de mi abuela. Sé que te han hecho daño, pero yo no soy Javier, y te juro que te amaré y te seré fiel hasta el día en que muera.

Los fríos dedos del miedo estrujaron su corazón cuando vio incertidumbre en los ojos de Paula.

–Sé que puedo ser un buen marido, y un buen padre para Valentina. Puedo enseñarte a amarme si me das una oportunidad –le suplicó.

Paula puso una mano en sus labios para interrumpirlo.

–Pero es que ya te quiero –repuso con ternura–. No podría haber hecho el amor contigo si no hubiese sentido nada por tí –vaciló un instante–. Pero tu abuelo me dijo que solo te cederá el control de Eleganza si te casas con una mujer italiana, y sé lo mucho que la compañía significa para tí…

–No significa nada comparado con lo que siento por tí –le dijo Pedro apasionadamente, sintiendo un profundo alivio de saber que ella también lo amaba–. Eres mi mundo, Paula, que mi abuelo haga lo que quiera con la compañía. Aunque estoy seguro de que se alegrará cuando sepa con quién he decidido compartir mi vida. Sobre todo teniendo en cuenta que tendrá una bisnieta preciosa… y espero que muchos bisnietos más muy pronto.

Paula sintió que el corazón iba a estallarle de dicha. Se sentía como si hubiera hecho un largo viaje y al fin hubiese llegado a su hogar, segura entre los brazos del hombre al que amaba.

–¿Y cuándo piensas que le demos esos bisnietos a Alfredo? –inquirió mientras Pedro la alzaba en volandas para llevarla dentro de la cabaña.

Los ojos dorados de Pedro brillaron como los de un tigre.

–Creo que deberíamos empezar ya mismo, cara –el corazón la palpitó con fuerza al mirarla a los ojos–. Te quiero.

Paula sonrió.

–Y yo a tí. Y como parece que estamos de acuerdo en todo, creo que este va a ser un matrimonio muy feliz.






FIN

Indomable: Capítulo 72

Una vez más había vuelto a juzgarlo injustamente.

–Mi padre abandonó a su amante sueca cuando supo que estaba embarazada, y no tuvo contacto alguno con Diego hasta que en su lecho de muerte me pidió que lo buscara –le explicó Pedro en un tono quedo–. No podía decirle nada a mi abuelo porque aún estaba frágil tras la operación de corazón a la que se había sometido. Está muy orgulloso de nuestro apellido, y temía el shock que supondría para él enterarse del reprobable comportamiento de su hijo. Llevo meses intentando acercarme a Diego y ganarme su confianza. Quería hablarte de él, pero le había prometido que no le revelaría su identidad a nadie hasta que se sintiese preparado.

Paula se quedó mirando su apuesto rostro con el corazón encogido.Parecía agotado, como si, igual que ella, no hubiese comido o dormido apenas desde su partida. Se mordió el labio.

–Al principio me negué a creer lo que Diana me contó. Le dije que eras un hombre honorable, y lo dije porque estaba convencida de ello – añadió cuando él la miró con tristeza–. Confiaba en tí, y eso para mí fue un paso muy grande que pensaba que no daría jamás. Cuando te ví con esa mujer y con el chico me quedé destrozada –nuevas lágrimas afloraron a sus ojos, pero se obligó a continuar. Pedro merecía saber la verdad–. Me sentí como cuando me enteré de que Javier…

Los celos corroyeron las entrañas de Pedro.

–Comprendo cuánto lo amabas –la interrumpió–, y que aún lo ames. Imagino lo duro que debió ser para tí cuando te dijeron que había muerto.

–Lo fue –respondió ella lentamente–, pero fue aún peor porque solo unas horas antes había descubierto que me había sido infiel durante el tiempo que habíamos estado casados.

Pedro dió un respingo.

–¿Lo supiste por alguien?

–Por su amante –Paula dejó escapar una risa amarga–. Karen era una de la larga lista de mujeres con las que me era infiel, pero también era mi amiga, lo que hizo que fuera aún peor. Me dijo que me lo contaba por lealtad hacia mí. También me dijo que Javier estaba planeando abandonarnos a mí y a nuestra hija, que aún no había nacido, para irse a vivir con ella. Según parece le había dicho que ella era la única mujer a la que podría amar, pero me dijo lo mismo a mí cuando me pidió que nos casáramos.

–Creía que había sido el matrimonio perfecto –murmuró él.

Paula volvió a reír con amargura.

–Yo también. El descubrir que me había sido infiel hizo añicos la fantasía que había estado viviendo de que éramos felices, pero nunca tuve la oportunidad de preguntarle por qué me había traicionado. Ahora pienso que no me quiso nunca; solo se amaba a sí mismo. Después de su muerte me di cuenta de que probablemente yo, ingenua como era, tampoco me había enamorado de él, sino de la idea del amor en sí. Era guapo, y encantador, y me sentía tan halagada de que me hubiera escogido como esposa que pasaba por alto todos sus defectos.

–¡Dio! –exclamó Pedro, entre enfadado e incrédulo–. ¡Y todo este tiempo yo creyendo que no podías olvidarlo! Y tú dejaste que lo creyera –añadió en un tono acusador–. ¿Por qué, Paula? –quiso saber–. ¿Fue para apartarme de tí?

Paula no sabía hacia dónde iba aquella conversación, pero después de haberlo juzgado tan injustamente se merecía que fuera sincera con él.

–Los padres de Javier se quedaron destrozados cuando murió. Estaban orgullosos de él, y no podía hacerles más daño. Le enseñan a Valentina fotos de él, hablándole de lo valiente y lo bueno que era. Por ellos y por mi hija siempre mantendré esa mentira de que era el marido perfecto –bajó la vista al césped–. Además, me sentía más segura haciéndote creer que aún lo amaba –admitió en voz baja–. Eras un playboy, y estaba decidida a mantenerme apartada de tí.

Indomable: Capítulo 71

La primavera había llegado por fin a Northumbria, y el jardín de Primrose Cottage estaba lleno de amarillos narcisos que agitaba la brisa. Un día perfecto para la excursión que iban a hacer los niños de la guardería a una granja cercana para ver los corderos recién nacidos, pensó Paula, recordando el entusiasmo de Valentina aquella mañana. La pequeña se había hecho pronto a estar otra vez en Little Copton, y aunque había mencionado unas pocas veces a Pedro y a Sara se había mostrado encantada de ver a sus amiguitos de la guardería otra vez. Y por lo menos de momento no tenía que preocuparse por encontrar otro sitio donde vivir. La pareja que iba a comprar la cabaña se había echado atrás en el último momento, y el casero le había dicho que podía quedarse hasta que apareciera otro posible comprador. Y con suerte pasarían unos cuantos meses antes de que eso ocurriera, se dijo mientras continuaba arrancando las malas hierbas de los arriates.

La semana próxima Paula volvería al trabajo, pero hasta entonces estaba tratando de mantenerse ocupada para no pensar. No había dejado de ver en sus sueños el rostro furioso de Pedro cuando se había subido al taxi y le había dicho al taxista que las llevase al aeropuerto de Génova, ni de recordar una y otra vez sus últimas palabras. «No te daré otra oportunidad»… ¿Quién querría otra oportunidad de un mentiroso?, se dijo irritada. Durante el viaje de regreso a Inglaterra se había repetido que había hecho lo correcto. Llevaban allí cinco días, y aunque durante el día había conseguido dejar de pensar en él manteniéndose atareada, cuando llegaba la noche y estaba sola en la cama era distinto. Las largas horas de oscuridad se le hacían interminables, reconoció para sus adentros mientras arrancaba unos dientes de león con el rastrillo, arrodillada en el césped. Lo echaba tanto de menos que el dolor que se había instalado en su corazón se negaba a abandonarla, igual que las obstinadas yerbas que volvían a reaparecer en su jardín.  Quizá hubiera otra explicación a lo de aquel niño que tanto se parecía a Pedro. Le recordaba a otra persona, y después de haber estado dándole vueltas durante días se había dado cuenta de que se parecía muchísimo a Marcos, el hermano que Pedro había perdido hacía veinte años. ¿Y qué?, se preguntó cansada. Eso no significaba nada. Era normal que el hijo de Pedro se pareciese también a su hermano. Era algo que estaba en los genes. Era innegable que él tenía secretos que no le había contado. La había engañado y la había hecho sentirse como una idiota. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y fueron a caer a sus vaqueros. Ni siquiera después de morir Javier se había sentido tan mal como se sentía en esos momentos, como si alguien estuviese aserrándole el corazón. Cuando oyó el chirrido de la puerta de la verja se apresuró a secarse las lágrimas con la manga. Los chismes corrían como la pólvora en un pueblo pequeño como aquel, y el cartero sentiría curiosidad si la veía llorando. Sin embargo, en vez del alegre «buenos días» del cartero solo hubo silencio. Hasta el mirlo que había estado cantando en una rama del manzano se quedó callado. Con el vello de la nuca erizado Paula se puso de pie, se volvió, y le pareció que el suelo se movía como la cubierta de un barco en una tormenta. No lograba articular palabra, y cuando por fin habló, su voz sonó ronca.

–¿Por qué has venido?

Su némesis, el dueño de su alma, esbozó una sonrisa triste. Pedro se había preparado todo un discurso, pero al ver el rostro de Paula húmedo por las lágrimas y lo desdichada que parecía se le olvidó lo que iba a decir, y le respondió simplemente con la verdad.

–He venido porque me he dado cuenta de que no puedo vivir sin tí, cara.

Paula cerró los ojos, como si quisiera que desapareciera, pero no pensaba ir a ninguna parte. Avanzó hacia ella pensando en las noches de pesadilla que había pasado antes de reconocer que el orgullo no era un buen compañero de cama. Se detuvo frente a ella y le dijo:

–Diego, el niño con el que me viste, es mi hermanastro, hijo ilegítimo de mi padre. Sus tres hijos heredamos su inusual color de ojos.

Paula se quedó mirándolo boquiabierta, y un sentimiento de culpa la invadió. ¡Su hermanastro! Por eso Pedro le había dicho que el niño se parecía a Marcos…

miércoles, 24 de julio de 2019

Indomable: Capítulo 70

–Tu abuela se ha repuesto por completo de la operación y hay personas aquí que pueden cuidar de ella; ya no me necesita –contestó ella, esforzándose para que su voz no delatara que estaba temblando por dentro.

El destino tenía un cruel sentido del humor, pensó con amargura. Si él hubiera llegado cinco minutos más tarde ya se habrían marchado y se habría ahorrado aquella confrontación. Pedro comprendió de inmediato que allí algo iba mal, muy mal.

–Cara… –la llamó dando un paso hacia ella con la mano extendida.

–¡No! –masculló ella entre dientes, retrocediendo–. No te acerques a mí.

–¡Madre de Dio! ¿Se puede saber qué te pasa, Paula?

Al ver que iba a subirse al taxi la agarró por el brazo para retenerla y la notó estremecerse.

–¿Cómo puedes preguntarme eso? –le espetó ella bajando la voz por temor a que Valentina los oyera–. Te he visto hoy… con tu hijo.

Pedro sintió algo pesado y frío como un trozo de plomo en el estómago, y aturdido como estaba, cuando Paula soltó su brazo no trató de retenerla.

–¿Mi hijo?

–El niño con el que estabas; no intentes negarlo –le dijo Paula irritada–. Diana me dijo que se rumoreaba que habías dejado embarazada a una de tus amantes y que los visitabas al chico y a ella todos los viernes.

En las últimas horas no había dejado de darle vueltas, y todo encajaba. Pedro sabía que su abuelo no le cedería el control de la compañía a menos que se casara con una italiana, y por eso había mantenido en secreto que había tenido un hijo con aquella extranjera de aspecto nórdico. ¿Qué otra explicación podría haber?

–Y naturalmente la creíste…

El peligroso brillo en los ojos de Pedro hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.

–A pesar de que sabías que no es más que una mujer resentida – añadió él con sarcasmo.

Dolida por su gélido desdén, Paula le espetó:

–No la creí cuando me lo dijo en la cena de tu abuelo; confiaba en tí. Pero me mentiste –alzó la mano para cortar a Pedro cuando iba a decir algo–. Dejaste que creyera que no podías almorzar con nosotros porque tenías una cita de trabajo. No puedes seguir mintiendo; ese chico es tu viva imagen.

–Igual que lo era Marcos –respondió él con aspereza.

Paula frunció el ceño.

–¿Qué tiene que ver eso?

–Piénsalo.

Paula sacudió la cabeza.

–No quiero pensar en nada; lo único que quiero es marcharme.

Tenía que irse antes de que las lágrimas que le quemaban los ojos rodasen por sus mejillas delante de él. Solo le llevaría unos minutos explicarle lo de Diego, pensó Pedro, pero no estaba seguro de si Paula lo creería o no, se dijo, sintiendo que la ira se apoderaba de él. Si tuviera la más mínima confianza en él no tendría por qué explicarse. Su predisposición a creer a alguien como Diana era la prueba de que nunca había confiado en él. Cuando Paula le dió la espalda y abrió la puerta del taxi sintió como si le atravesaran el corazón con un puñal.

–¿Vas a marcharte a pesar de lo que hay entre nosotros?

Aquello era una locura, pensó Pedro. Al diablo con su orgullo. Se lo explicaría todo, y así quizá dejaría de mirarlo como si lo detestase. El tono de Pedro hizo a Paula vacilar. Parecía como si le importara, como si no quisiese que se marchara, pero quizá sus oídos estuvieran engañándola y solo estuviese oyendo lo que quería oír. Pedro le había mentido, igual que Javier durante todo el tiempo que habían estado casados.

–¿Qué hay entre nosotros aparte de sexo? –le espetó.

No podía soportar pensar siquiera en ese momento en todas las otras cosas que habían compartido: las risas, las largas conversaciones, las confidencias… Pero era evidente que todo aquello había significado más para ella que para él. Había traicionado su confianza, y no iba a dejarle ver que le había roto el corazón.

–Ya no hay nada que me retenga aquí.

–Entonces vete –le espetó él apartándose para que pudiera subirse al taxi.

No podía obligarla a confiar en él, y no iba a suplicar. ¿Qué sentido tendría?, se preguntó con amargura. En el fondo sabía que su corazón siempre pertenecería a su marido, que llevaba muerto tres años. Su orgullo herido y el dolor que lo estaba desgarrando por dentro hizo
que su voz sonara áspera cuando habló de nuevo.

–Si te marchas, Paula, no iré detrás de tí. Si decides poner fin a nuestra relación en este momento no te daré una segunda oportunidad.



Indomable: Capítulo 69

Al final de la calle apareció una pareja que acompañaba a un niño subido en una bicicleta. Con suerte tal vez hablaran inglés, se dijo desabrochándose el cinturón de seguridad mientras se acercaban. Eran una pareja que llamaba la atención: los dos altos, él de pelo negro y porte atlético, ella esbelta y elegante con una larga melena rubio platino que sugería que no era italiana. Había algo en aquel hombre, sus movimientos felinos y el aire de absoluta confianza en sí mismo, que le resultaba curiosamente familiar. Paula frunció el ceño y miró al niño, un chico de unos siete u ocho años, y se le paró el corazón. El cabello negro no era inusual en un italiano, pero sus rasgos, de una simetría casi perfecta, lo hacían extraordinariamente parecido a Pedro. «No seas ridícula», se dijo, irritada por dejar que la sombra de las palabras de Diana Manzzini planease aún sobre ella. No se creía lo que le había contado. Sin embargo, no podía apartar la vista del chico. Estaba ya muy cerca de donde ella había aparcado, y en ese momento vio que sus ojos eran de un inusual color ambarino. El estómago le dió un vuelco. Era como si se hubiese tornado en piedra y no pudiese moverse, solo mirar al chico, que se bajó de la bicicleta, la apoyó con cuidado contra la pared de un edificio, y corrió hacia el hombre, que estaba acercándose con la mujer. El hombre levantó al muchacho, muy alto, y los dos rieron mientras la hermosa rubia los miraba y sonreía.

–¿Nos vamos ya, mami?

–Sí, cariño, ahora mismo.

Paula volvió a abrocharse el cinturón con manos temblorosas. No quería ni pensar que Valentina pudiera ver a Pedro, o que él mirase en aquella dirección y las viera a ellas. ¡Y pensar que había confiado en él! ¿Acaso no había aprendido nada después de que Javier traicionara la fe ciega que tenía en él? ¿Cómo podía ser tan idiota para cometer el mismo error dos veces? Puso en marcha el motor, y el ruido atrajo la atención de Pedro, la mujer y el niño. Como un animal asustado por los faros de un coche, no podía apartar los ojos de Pedro. Él también se quedó como paralizado un instante, sorprendido de verla allí, y frunció el ceño. Dió un paso, pero Paula se obligó a salir de su estupor y dió marcha atrás para salir por otra calle. Tenía que alejarse de allí, de él.


Horas después Pedro se dirigía de regreso a Villa Lucia, impaciente por hablar con Paula. Imaginaba que debía haberle sorprendido verlo en Génova, pero lo tenía algo preocupado lo tensa que la había visto, y no entendía por qué había salido corriendo de esa manera. Estaba siendo un día muy intenso. Por fin parecía haberse ganado a Diego con la bicicleta que le había regalado, y lo había embargado la emoción cuando su hermano lo había abrazado. Era la primera vez que lo hacía. Aquello había reavivado dolorosos recuerdos de Marcos, pero también había reforzado su determinación de ser una figura paterna para el chico. Además, con el permiso de Diego, que ya había decidido que quería conocerlo, había ido a ver a su abuelo para revelarle que tenía otro nieto, y este se había tomado la noticia mucho mejor de lo que había esperado. En un primer momento había sido un shock para él, naturalmente, y lo había disgustado que Horacio le hubiese ocultado aquello durante siete años, pero estaba deseando conocer al pequeño, y se había mostrado de acuerdo con él en que debería heredar una parte de la compañía. Y ahora por fin podría contárselo también a Paula y abrirle su corazón. Estaba hecho un manojo de nervios, pero también esperanzado de que ella  quisiera compartir el futuro que soñaba. Al llegar lo extrañó ver estacionado un taxi frente a la casa. Detuvo el coche a unos pocos metros, y justo en ese momento Paula bajó la escalinata de la entrada con una maleta en la mano. Se paró en seco al verlo, y aun en la distancia Pedro pudo ver lo tensa que se puso antes de apartar la vista y volverse hacia el taxi para meter la maleta en el maletero.

–¿Qué estás haciendo? –le preguntó Pedro bajándose del coche.

Cuando se acercó vió que Valentina estaba dentro del taxi, y lo invadió un mal presentimiento.

–Me marcho.

–Eso ya me lo he imaginado, ¿Pero por qué? Te contraté por tres meses.

Indomable: Capítulo 68

La luz del sol despertó a Paula de un profundo sueño. Se estiró, y sonrió cuando un brazo musculoso le apretó la cintura. En ese relajado estado a medio camino entre el sueño y la vigilia se sintió segura, y sus labios se curvaron en una nueva sonrisa cuando abrió los ojos y se encontró con los ojos dorados de Pedro.

–Buongiorno, cara –murmuró antes de besarla suavemente en los labios.

–¿Estabas observándome mientras dormía? –inquirió ella.

–Me encanta este momento del día: despertarme contigo entre mis brazos –le dijo Pedro muy solemne. Sus dedos trazaron la curva de uno de los senos de Paula, y sintió que se excitaba cuando el pezón se endureció con sus caricias–. Claro que hay muchos otros momentos especiales en el día –murmuró.

A Paula se le cortó el aliento cuando Pedro bajó la cabeza y sus labios reemplazaron a su mano, haciendo que un calor húmedo aflorara entre sus piernas. Luego descendió hacia su estómago y aún más abajo, para estimular su clítoris con la lengua. Pedro continuó lamiéndola lenta y sensualmente durante un buen rato, haciéndola gemir de placer, para finalmente colocarse entre sus muslos y penetrarla con exquisita delicadeza. Sus ojos buscaron los de ella, y no dejó de mirarla mientras empujaba las caderas hasta que la llevó a un orgasmo increíble y se quedaron acurrucados el uno en brazos del otro.

–Ya sé por qué sonríes –murmuró Pedro. Nunca había estado tan bonita como en aquel instante, con el dorado cabello enmarcándole el rostro y las mejillas sonrosadas–: porque Valentina vuelve hoy, ¿Verdad?

–Sí –respondió ella. Se sentía inmensamente feliz. Había pasado una semana maravillosa con Pedro, llena de risas y de pasión, pero había echado de menos a su pequeña y estaba deseando abrazarla–. Luis y Alicia toman hoy un vuelo de regreso a Inglaterra, así que he quedado con ellos en Génova para recoger a Valentina a la hora del almuerzo –incapaz de resistirse, le acarició la mejilla. Estaba guapísimo nada más despertarse–. Si quieres unirte a nosotros para comer estás invitado.

Pedro vaciló, pensando en el mensaje que había recibido en el móvil de su hermano momentos antes de que Paula se despertara: «¿Vendrás a recogerme hoy después del colegio?». Era la primera vez que Diego se había puesto en contacto con él, y como intuía la inseguridad que debía haber experimentado el chico al enviarle ese mensaje, le había respondido de inmediato: «Pues claro». El chico por fin estaba empezando a confiar en él y no podía defraudarlo.

–Me encantaría, pero tengo una cita importante esta tarde. Dile a Valentina que la veré esta noche, cuando vuelva del trabajo –miró su reloj y apartó las sábanas–. Y hablando de trabajo, mi pequeña Matahari, tengo que ponerme en marcha; el viernes siempre es un día muy ajetreado.

Se dirigió al cuarto de baño, y momentos después Paula oía el ruido de la ducha. Aunque la había decepcionado que no pudiera almorzar con ellos, sabía que como director de una compañía sin duda no podría reorganizar su agenda así como así. Sin embargo, de pronto volvió a su mente el rumor que le había contado Diana sobre el supuesto hijo de Pedro que vivía en Génova con su madre, y que él los visitaba cada viernes. Tonterías, se dijo con firmeza. Diana era un mal bicho y estaba segura de que solo le había contado eso para indisponerla con Pedro por celos. Pedro siempre había sido sincero con ella, y estaba dispuesta a confiar en él. Sí, había sido un playboy hasta ese momento, pero le había dicho que quería tener una relación de verdad con ella. Además, él  no era Javier.



–¿Nos hemos perdido, mami?

Paula miró por encima del hombro a Valentina, que iba en la parte de atrás del coche sentada en su sillita, y sonrió, haciendo un esfuerzo por parecer tranquila.

–No te preocupes, cariño, he parado un momento para poder mirar el mapa.

El trayecto de Portofino a Génova no le había dado mucho problema, y al dejar la carretera de la costa y entrar en la ciudad había encontrado pronto el restaurante donde había quedado en reunirse con sus suegros, pero salir de la ciudad, sin embargo, le estaba resultando más difícil. Como era viernes por la tarde había más tráfico, y no llevaba mal lo de conducir por la derecha cuando en Inglaterra se conducía por la izquierda, pero después de pasar una rotonda había tomado la salida equivocada y había acabado en un laberinto de callejuelas. Nunca se le había dado bien leer mapas, admitió para sus adentros con un suspiro. Se sentía tentada de pedirle ayuda a alguien, pero había poca gente por allí, y como no hablaba italiano se temía que le resultaría difícil entenderse.

–Mami, tengo calor.

Normal: con el motor apagado no podía tener puesto el aire acondicionado. Se frotó la sien, notando el principio de un dolor de cabeza.

–Aguanta un poquito –la tranquilizó–, nos pondremos en marcha enseguida.

Indomable: Capítulo 67

Ahora, al echar la vista atrás, lamentaba su falta de valor. Tenía que encarar los problemas de frente, se dijo. Por eso, cuando Rocco la atrajo hacia sí, sabiendo que si la besaba ya no sería capaz de hacer lo que tenía que hacer, le puso las manos en el pecho para detenerlo y le preguntó:

–¿Tienes algún hijo?

Pedro dió un respingo y frunció el ceño.

–¡Dio!, ¿qué clase de pregunta es esa? –le espetó con aspereza–. Por supuesto que no.

–Bueno, pero tú mismo me has reconocido que has estado con muchas mujeres –insistió ella a pesar de todo–. ¿No es posible que alguna se quedara embarazada?

–No, no lo es –respondió él cortante–. Siempre tomo precauciones; no hay ni la más mínima posibilidad. ¿Qué clase de hombre crees que soy? – soltó una risa amarga–. Pensándolo mejor, no me contestes. La experiencia me dice que tu respuesta no será muy halagadora.

Parecía dolido, pensó Paula sintiéndose mal. Su sorpresa y lo ofendido que se había mostrado la convenció de que había cometido un error al dar credibilidad a las palabras de Diana. Se mordió el labio y murmuró bajando la cabeza:

–Perdona; era solo un pensamiento estúpido que ha cruzado por mi mente.

Pedro se quedó mirándola.

–Si hubiera dejado embarazada a una mujer ahora no estaría contigo; estaría casado con la madre de ese niño.

Paula alzó la vista hacia él sorprendida.

–Pensaba que no creías en el matrimonio.

–El ejemplo de mis padres no era el mejor desde luego, pero los niños deben ser siempre la prioridad. Y puede que esté un poco anticuado, pero creo que tienen que crecer en una familia con un padre y una madre. Aunque mis padres discutían a menudo por lo menos éramos una familia. De hecho, cuando se separaron, lo que yo quería era que volviesen a estar juntos.

Se hizo un silencio tenso entre ambos y Paula, segura de que lo había enfadado, volvió a agachar la cabeza de nuevo.

–Deja que te haga una pregunta –dijo él de repente–. ¿Por qué no quieres hablar nunca de Javier? Sé que lo amabas –continuó antes de que ella pudiera contestar–, pero han pasado tres años y no puedes seguir reprimiendo tus emociones.

–¿Qué sabrás tú de emociones? –le espetó ella molesta–. Cambias de amante como quien se cambia de camisa, y desde el principio me dejaste bien claro que lo nuestro sería una relación puramente física en la que las emociones no tendrían parte alguna.

–Sí, es verdad –asintió él muy serio. Alargó la mano para remeterle un mechón por detrás de la oreja y la miró a los ojos–. Pero ahora ya no pienso igual. Has desbaratado las reglas por las que regía mi vida; he descubierto que quiero tener una relación de verdad contigo, Paula –le dijo suavemente, con una sonrisa algo triste cuando ella se quedó anonadada por su revelación.

Paula aspiró por la boca y trató desesperadamente de calmar los latidos de su corazón desbocado, pero la mirada en los ojos de Pedro, una mezcla de ternura y de pasión, no le dejaba pensar con claridad.

–¿Qué clase de relación? –inquirió cautelosa.

–Quiero que nos conozcamos mejor, que compartamos nuestros pensamientos… y nuestros sentimientos. Sé que también debemos pensar en Valentina, y por eso quiero que vayamos despacio, pero te quiero en mi vida, cara –la atrajo hacia sí–. ¿Tanto te cuesta confiar en mí? –le preguntó lleno de frustración al ver que ella no decía nada–. Te juro que no quiero hacerte daño. Estoy preparado para intentarlo, pero necesito que des el primer paso conmigo –murmuró–. ¿Querrás hacerlo, Paula?

Su rostro estaba tan cerca del suyo que podía notar su cálido aliento en los labios. Se estremeció, ansiosa porque volviera a besarla, a seducirla una vez más. ¿Qué debía hacer? Esa noche, durante la cena, había decidido que no iba a creer las acusaciones de Diana, que iba a confiar en él, y se había sentido bien de haber arrojado a un lado las cadenas del pasado. ¿Por qué no intentarlo?

–Sí –susurró, y respondió afanosa cuando él la besó.

Indomable: Capítulo 66

Alfredo siguió su mirada, y su expresión se tornó pensativa.

–Soy un hombre viejo –dijo–. El mes pasado cumplí los noventa años, y ya va siendo hora de que ceda el control de la compañía a mi nieto – exhaló un suspiro–, pero le he dicho a Pedro que antes de que tome el timón quiero que abandone la vida de playboy que lleva. Debería casarse con una buena chica italiana con la que tener un hijo que herede la compañía de él algún día.

Paula lo miró con escepticismo.

–Me temo que el matrimonio no está entre las prioridades de Pedro.

El anciano resopló.

–Mi nieto conoce sus obligaciones. Eleganza es su amante favorita, y hará lo que tenga que hacer para hacerla suya.

El mayordomo anunció en ese momento que podían pasar al comedor, pero cuando se sentaron a la mesa Paula había perdido el apetito por la conversación con el abuelo de Pedro, y no disfrutó de los exquisitos platos que les sirvieron. Tampoco ayudaba demasiado el hecho de que a Rocco lo habían sentado en el otro extremo de la mesa, mientras que ella tenía a su izquierda a un anciano tío suyo que apenas hablaba inglés, y a su derecha a Diana Manzzini.

–De modo que Pedro te ha preferido a esa bonita y joven vecina suya –comentó Diana al final de la cena, apartando su plato de tiramisú, que ni siquiera había tocado.

Paula se había fijado en que apenas había comido nada, y dedujo que debía ser así como mantenía su figura de modelo. No sabía muy bien cómo responder a su comentario, pero Diana no parecía estar esperando una respuesta, porque no esperó ni un minuto antes de añadir:

–Ya me dí cuenta en la fiesta de su abuela de que no podías quitarle los ojos de encima. Pero sabes que no durará, ¿Verdad? Pedro no es capaz de comprometerse. Ni siquiera fue capaz de hacerlo por su hijo.

Paula dejó su tenedor en el plato para ocultar el temblor de su mano, y se dijo que las náuseas que sentía de repente se debían a haber comido sin apetito. No debería creer una palabra de lo que estaba diciéndole; ya conocía la afilada lengua de Diana. La ex amante de Pedro pareció advertir su contrariedad.

–Por la cara que has puesto deduzco que no te lo había dicho –Diana se encogió de hombros–. Bueno, tengo que admitir que no sé si será cierto; es solo algo que se comenta por ahí.

–¿El qué? –inquirió Paula con brusquedad.

–Que Pedro dejó embarazada a una de sus amantes hace años y tiene un hijo. Los rumores dicen que el chico y su madre viven aquí, en Génova, y que Pedro viene a verlos todas las semanas. Supongo que eso explicaría por qué, según mi marido, se marcha temprano todos los viernes de la oficina.

–Podría haber una docena de razones –respondió Paula con calma.

Había sacado conclusiones precipitadas acerca de Pedro antes, y se había equivocado. No tenía intención de cometer otra vez el mismo error. Sobre todo por las palabras de una mujer despechada porque lo suyo con Pedro no hubiera funcionado. Confiaba en él. Aquella revelación le hizo sentir algo cálido en el pecho. Después de la traición de Javier había pensado que nunca podría volver a confiar en nadie, pero Rocco siempre había sido sincero con ella. Incluso al reconocer abiertamente que no quería una relación seria.

–Los rumores raras veces resultan ser más que mentiras malintencionadas –le espetó a Diana con frialdad–. Yo desde luego no me lo creo –pensó en la paciencia que tenía con su hija. Estaba segura de que si Pedro tuviera un hijo sería un buen padre–. Es un hombre honorable.

La modelo enarcó sus finas cejas.

–¿No me digas que te has enamorado de él? –le dijo burlona–. Bueno, no digas que no te lo advertí.

La cena terminó poco después y Paula se sintió tremendamente aliviada cuando Pedro se reunió con ella y salieron de allí tras despedirse de su abuelo. Las dudas eran como las malas hierbas, pensó mientras él ponía el coche en marcha; al principio son solo pequeñas semillas, pero acababan invadiéndolo todo.

–Has venido todo el camino muy callada, cara –comentó Rocco cuando llegaron a Villa Lucia y se bajaron del coche–. ¿Te pasa algo?

–No –se apresuró a negar Paula–. Solo estaba pensando en… cosas.

El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Durante su matrimonio nunca había pedido explicaciones a Javier en las muchas ocasiones en que había llegado tarde a casa después del trabajo. Había tenido demasiado miedo de saber la verdad y había acallado sus sospechas.

lunes, 22 de julio de 2019

Indomable: Capítulo 65

–Ah, así que quieres jugar, ¿Eh? –riéndose, Pedro le quitó el sujetador y cerró las manos posesivamente sobre sus pechos–. ¿Sabes lo que le pasa a las enfermeras traviesas? Que sufren un castigo terrible: se les cubre de besos cada centímetro de su cuerpo.

Comenzó por los pezones, lamiéndolos hasta que Paula comenzó a gemir. Tomó uno en su boca y luego el otro, y tras quitarle las braguitas continuó aquella tortura entre sus piernas. Al cabo de unos segundos Emma jadeaba, desesperada por tenerlo dentro de sí. Alargó la mano, y notó a Pedro estremecerse cuando empezó a acariciarlo. Sin embargo, antes de perder el control él se puso un preservativo y se colocó entre sus muslos.

–No más juegos, cara –murmuró, y la penetró.

Paula se deleitó con cada embestida y le rodeó la espalda con las piernas para intensificar las exquisitas sensaciones que estaban aflorando en su pelvis. Además, estaba experimentando algo que no había experimentado jamás con Javier: era como si sus almas y sus cuerpos se estuviesen fusionando en todo, igual que un círculo, sin principio ni fin. Sin embargo, todo llegaba a su fin antes o después, y pronto le sobrevino un orgasmo explosivo que le hizo arañar la espalda de Pedro mientras su cuerpo palpitaba con un espasmo tras otro de placer. Rocco siguió moviendo las caderas, llevándola al paraíso una segunda vez, donde la siguió con un gemido salvaje. Paula apoyó la cabeza en su hombro, y Pedro sonrió cuando se quedó dormida. Le permitiría una breve siesta antes de darse un segundo festín con su delicioso cuerpo, y sin duda también un tercero. Era incapaz de resistirse a ella.



–¿Qué le parece mi casa, señora Chaves?

Paula, que estaba junto a la ventana admirando la vista de la ciudad de Génova con sus edificios antiguos iluminados por la luz de las farolas, se volvió al oír la voz de Alfredo Alfonso.

–Es increíble –contestó.

Podía decirlo con sinceridad después de que Pedro le hubiera hecho un pequeño recorrido por la casa, cuyas elegantes estancias estaban decoradas con piezas de anticuario.

–Esta parte de Génova, señora Chaves, se conoce como «La Ciudad Antigua», y ha sido declarada patrimonio de la humanidad –le dijo Alfredo.

Más bajo de estatura y más corpulento que su nieto, por el cabello plateado y el rostro surcado por las arrugas Paula calculó que Alfredo Alfonso debía tener más de ochenta años. En sus ojos castaños había un brillo astuto que la ponía nerviosa.

–Llámeme Paula, por favor –le dijo con una sonrisa vacilante.

El anciano asintió con la cabeza.

–Pedro me ha dicho que son buenos amigos usted y él.

Paula se sonrojó. «Buenos amigos» no era la descripción más exacta de su relación, pensó recordando cuántas veces habían hecho el amor la noche anterior.

–Sí, he venido tres meses a Italia como acompañante de Sara.

Alfredo la miró fijamente.

–¿Y luego regresará a Inglaterra?

A Paula le entristecía pensar en eso, pero disimuló sus sentimientos como pudo y asintió.

–Volveré a mi trabajo de enfermera.

Su mirada se dirigió al otro extremo del salón, donde Pedro estaba charlando con una mujer muy atractiva que le había presentado antes: Vanina Rosseti, la única mujer ingeniera de Eleganza. A juzgar por cómo estaba mirando a Pedro y pestañeando con coquetería, es taba segura de que en ese momento no estaba pensando precisamente en motores híbridos.

Indomable: Capítulo 64

Ninguna otra mujer lo había hecho sentirse así. Para él era una nueva experiencia estar con una mujer que lo valoraba como amigo y como amante. Esa camaradería que sentía con Paula era algo que esperaba seguir sintiendo mucho tiempo. ¿Y qué se suponía que significaba eso?, se preguntó frunciendo el ceño. ¿Acaso esperaba que lo suyo durase más de los tres meses a los que ella había accedido a estar en Italia? Escrutó su bello rostro y se dio cuenta de que la respuesta era un sí inequívoco. No podía imaginar que llegase un día en que pudiera dejar de desearla. Bajó la vista a sus firmes y generosos pechos, y se encontró fantaseando con quitarle la camiseta y el sujetador para luego llenar sus manos con ellos.

–Creo que ha llegado el momento de esa siesta –murmuró–. ¿No tienes sueño, mía bellezza?

Paula sintió una punzada de excitación en el vientre. Había disfrutado del paseo hasta allí, y del almuerzo, pero en todo el día la tensión sexual había estado ahí todo el tiempo, esperando. El pensar que muy pronto estarían de nuevo desnudos, haciendo el amor apasionadamente, hizo que un calor húmedo aflorara entre sus piernas. Lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa recatada.

–Ni pizca.

–Suerte que ya he pagado, porque tenemos que irnos ahora mismo, antes de que sucumba a la tentación de hacerte el amor sobre la mesa –le dijo él poniéndose de pie.

Paula se levantó también, y se alejaron corriendo de la mano hacia el muelle donde habían dejado amarrado el yate. Riéndose y sin aliento subieron a bordo y minutos después Pedro ponía en marcha la embarcación.

–Echaremos el ancla lejos de la costa, para que no nos molesten –le dijo atrayéndola hacia sí para besarla. Justo en ese momento, sin embargo, sonó su teléfono. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla–. Perdona, cara, tengo que atender esta llamada; es mi abuelo. Estuvo hablando con él en italiano unos minutos, y cuando colgó y se guardó el teléfono, tomó a Paula de la mano y la condujo hacia las escaleras que llevaban a la cubierta inferior.

–Quería recordarme que celebra una cena mañana por la noche en su casa, con algunos de nuestros mejores clientes además de los principales ejecutivos de Eleganza, por supuesto. Le he dicho que llevaría una invitada.

–¿Yo? –inquirió Paula mirándolo preocupada–. ¿Pero qué pensará tu abuelo? Quiero decir que soy tu empleada, y si voy a la fiesta contigo… ¿No sospechará que hay algo entre nosotros?

–Me da igual lo que piense mi abuelo o lo que piense nadie –respondió él cuando llegaron al camarote. Alzó a Paula en volandas y la depositó sobre la cama–. Te quiero a mi lado, y si eres mi empleada tendrás que obedecer mis órdenes, cara. Y ahora ha llegado el momento de que te quites la ropa.

El deseo que ardía en sus ojos hizo a Paula sentirse seductora, y con un descaro del que nunca se habría creído capaz, se sacó la camiseta y después se quitó la falda. Luego, mientras miraba a Pedro desnudándose también, una ola de calor la invadió. Admiró su torso bronceado cubierto de vello, y sus ojos descendieron hasta los músculos de su abdomen y sus fuertes muslos, y se le cortó el aliento al ver su miembro erecto. Se pasó las manos por detrás de la espalda para desabrocharse el sujetador, y comenzó a bajar lenta, muy lentamente, los tirantes por sus brazos.

Indomable: Capítulo 63

Camogli era un bonito pueblo costero con un puerto con mucha actividad. Paula había disfrutado del trayecto hasta allí en el yate de Pedro, de seis metros de eslora. Hacía un día perfecto, con el cielo completamente despejado y el sol arrancando destellos de la superficie del mar. De pie en la cubierta, con el brazo de Pedro en torno a su cintura y la brisa jugando con su cabello se había sentido como si hubiese entrado a otro mundo. Aquello estaba a años luz de su vida con Valentina en Northumbria, pero dentro de unas pocas semanas tendrían que dejar Italia, y a él, se recordó. De camino a Camogli habían hecho un alto en San Fruttuoso, un lugar muy conocido de la costa de Liguria, y habían pasado una hora explorando el hermoso monasterio benedictino que se alzaba en la playa. Y en ese momento estaban sentados en la terraza de un encantador restaurante en el paseo marítimo de Camogli. Habían almorzado vieiras, y un plato típico, branzino in tegare, lubina al vino blanco con tomate, acompañado de un Pinot Grigio, y finalmente una taza de café solo. El corazón le palpitó con fuerza al mirarlo. Ese día estaba particularmente sexy con unos vaqueros negros, un polo, y los ojos ocultos tras unas gafas de sol de diseño. Y a juzgar por las miradas que le estaban echando las mujeres de otras mesas no era la única que pensaba lo mismo. Habían pasado un rato muy agradable durante el almuerzo, conversando acerca de todo tipo de temas, desde arte a política, y hasta habían descubierto un gusto compartido por un autor nuevo de novela de intriga.

–¿Siempre quisiste ser enfermera? –le preguntó Pedro, dejando su taza de café sobre la mesa.

Paula asintió.

–Sí, me crié en la granja de mis padres y durante un tiempo pensé en hacerme veterinaria, pero cuando acabé el instituto supe que quería ser enfermera.

–Imagino que no siempre será una profesión fácil, Debe haber ocasiones, incidentes, que te hagan sentirte mal.

–Sí, algunas veces –admitió ella–. La muerte de un paciente siempre es un momento duro, pero lo positivo supera a lo negativo en la balanza. Cuando acabé las prácticas estuve seis meses en Liberia. El país estádevastado por años y años de guerra civil, y las instalaciones médicas son bastante primitivas, cuando menos. Era muy triste ver a la gente, y sobre todo a los niños, morir por enfermedades curables, como la malaria y el sarampión, pero aquella experiencia también fue una gran inspiración para mí. La gente de allí ha sufrido lo indecible, pero están decididos a mejorar sus vidas, y me sentía bien de saber que estaba ayudándolos, aunque solo fuera en una pequeña medida.

–Así que después de aquello regresaste a Inglaterra, te casaste con Javier y vivieron felices hasta su trágica muerte en aquel incendio.

Paula rehuyó la mirada de Pedro, sin saber que el brillo se había desvanecido de pronto de sus ojos.

–Sí –mintió–. ¿Y qué me dices de tí? –inquirió, desesperada por cambiar de tema–. ¿Alguna vez quisiste ser actor, como tus padres?

–¡Dio, no! –repicó él–. Ya había bastante temperamento artístico en la familia con ellos dos –añadió sarcástico–. Lo cierto es que sí se plantearon enviarme a una escuela de arte dramático, pero por suerte mi abuelo intervino. Mi padre nunca tuvo el menor interés en tomar parte en la empresa familiar, pero mi abuelo, Alfredo, había decidido que quería que yo fuera su heredero y que algún día fuera el director de Eleganza.

–¿Y no te molestó que planeara así tu futuro? –inquirió Paula con curiosidad.

Pedro negó con la cabeza.

–Fui yo quien decidí estudiar Ingeniería. Me interesan todos los aspectos de la industria del motor, pero lo que de verdad me entusiasma es el área de investigación: desarrollar nuevas ideas, utilizar nuevas tecnologías… El proyecto en el que estoy trabajando ahora mismo es un coche deportivo híbrido con un motor que emplea energía eléctrica y otro de combustión interna, que reducirá el uso de combustibles fósiles –le explicó sonriente. Su entusiasmo lo hacía parecer más joven–. Seguro que te estoy aburriendo –dijo azorado–. La mayoría de las mujeres se aburren cuando les hablo de mi trabajo.

–Oh, no, me parece fascinante –le aseguró ella–. Supongo que no soy como el resto de las mujeres.

–Eso es decir poco –respondió él.

Indomable: Capítulo 62

El pecho de Pedro, que yacía sobre ella incapaz de mover un músculo, subía y bajaba. Se sentía maravillosamente relajado y saciado, y extrañamente reacio a salir de ella. Por primera vez en su vida al hacer el amor había sentido algo que iba más allá de la unión física entre dos cuerpos. Era casi como si sus almas se hubiesen fusionado. Alzó el rostro y buscó sus labios, pero se detuvo al notar húmeda su mejilla. Al darse cuenta de que estaba llorando sintió como si le hubiesen clavado un puñal en las costillas. ¿Acaso el hacer el amor con él le había recordado a su marido, al que todavía amaba? ¿Deseaba que fuese Javier? Aquella idea le devolvió la cordura y rodó sobre el costado para apartarse de ella. ¿En qué había estado pensando? No había habido nada especial; el sexo había estado bien… mejor que bien… de acuerdo, había sido espectacular, pero eso era todo. No había motivo para ver cosas que no existían, ni emociones que no quería tener. Giró la cabeza hacia otro lado al ver a Paula apresurándose a enjugarse las lágrimas. Era evidente que no había querido que la viese llorando, y él no quería saber la razón de esas lágrimas. Ella dejó escapar un pequeño bostezo y le dijo azorada.

–Perdona; es que… bueno, ¡Menudo día!, ¿No? –murmuró.

Pedro la miró, y supo que estaba pensando en los interminables minutos que habían pasado antes de que apareciera su hija, y a pesar de su firme decisión de desterrar toda emoción de su ser, no pudo evitar sentir una punzada de compasión hacia ella. Parecía exhausta y tremendamente frágil.

–Ven aquí –dijo suavemente, atrayéndola hacia sí.

Su cuerpo volvió a excitarse mientras sus manos recorrían las tentadoras curvas de Paula, pero ignoró los cánticos de sirena del deseo y la abrazó en silencio hasta que se quedó dormida.

Para Pedro fue bastante incómodo ser presentado a la mañana siguiente a los suegros de Paula. Sobre todo teniendo en cuenta que la noche anterior había hecho el amor con la viuda de su difunto hijo.

–Javier era nuestro único hijo –le dijo Alicia Marchant mientras Paula subía con Valentina por sus cosas–. Pero pervive en Valentina –los ojos se le llenaron de lágrimas–. Y Paula es una chica estupenda. Luis y yo tenemos la esperanza de que vuelva a casarse algún día, pero claro, Javier era el amor de su vida.

–Lo comprendo –murmuró Pedro.

Lo que no comprendía era por qué Paula eludía siempre el hablar de su marido, y por qué el solo mencionarlo hacía que se encerrase en sí misma. Ella, que no quería comportarse como una gallina clueca y hacer que Valentina se sintiera mal, se esforzó por contener sus emociones y se agachó para darle un beso y un abrazo cuando ya estaba dentro del coche.

–¿Te portarás bien con la abuela y el abuelo?

–Sí, mami; te quiero.

–Y yo a tí.

Su dulce Valentina… Tan inocente y confiada… Daría su vida por su hija, pensó Paula conteniendo las lágrimas mientras el coche se alejaba.

–Volverá dentro de unos días –le recordó Rocco.

–Lo sé –Paula se obligó a sonreír–. No sé a qué voy a dedicar mi tiempo ahora que Sara se ha ido con los Harris a Rapallo un par de días y Valentina también se ha marchado. Creo que me voy a aburrir.

–Por supuesto que no, cara –replicó él en un tono tan sensual que un cosquilleo recorrió la espalda de Paula–. Se me ocurren unas cuantas maneras de mantenerte ocupada.

Sus ojos recorrieron la figura de Paula, y se felicitó por su excelente gusto en lo que se refería al atuendo femenino. La corta falda de denim que le había comprado a su llegada a Portofino, junto con otras prendas,  moldeaba deliciosamente sus nalgas, y dejaba al descubierto sus esbeltas y bien torneadas piernas, mientras que la sencilla camiseta blanca de algodón se pegaba a sus generosos pechos como una segunda piel. De pronto una fantasía erótica se apoderó de su mente, y se imaginó desnudándola allí mismo, en el jardín, y tumbándola sobre el césped para hacerle el amor. Desgraciadamente tenía un informe por repasar sobre su mesa, en el estudio, y le esperaban varias horas de trabajo frente al ordenador. Sin embargo, al ver que los ojos de Paula aún brillaban por las lágrimas contenidas decidió que el trabajo podía esperar.

Paula estaba tratando de parecer valiente, pero saltaba a la vista que estaba hecha un manojo de nervios por tener que separarse de su hija, aunque solo fuera por unos días. Le rodeó la cintura con los brazos y no pudo resistirse a besarla suavemente en los labios. Sonrió al verla sonrojarse; la noche anterior se había comportado de un modo apasionado en la cama, y su timidez de esa mañana lo divertía y lo enternecía al mismo tiempo.

–¿Sabes qué?, voy a pasar el día contigo –le dijo–. ¿Qué te parece si tomamos mi yate y nos vamos por la costa hasta llegar a Camogli y almorzáramos allí? –la atrajo más hacia sí, para que pudiera notar cuánto la deseaba–. Y luego nos echaremos una siesta a bordo.

A Paula se le cortó el aliento al ver el brillo hambriento en los ojos de Pedro, y una ráfaga de calor afloró en su vientre.

–¿Una siesta? –repitió vacilante.

Pedro se rió con suavidad.

–Es una forma de hablar, cara. Nos tumbaremos juntos, pero no esperes dormir demasiado.