viernes, 12 de julio de 2019

Indomable: Capítulo 44

–Son preciosos –le aseguró ella–, pero no me los puedo permitir.

Entre ellos estaba el vestido rosa al que Pedro se había referido frente al escaparate. Estaba hecho de gasa en un tono rosa pálido con unos tirantes muy finos adornados con pedrería. Era una obra de arte, elegante pero no demasiado llamativo. Se había enamorado de él nada más probárselo, pero costaba una fortuna, y dijera lo que dijera Pedro no iba a consentir que se lo pagara. En vez de eso salió de la boutique y fue a una tienda que habían pasado antes donde la ropa tenía unos precios ligeramente más asequibles. El vestido azul oscuro que había en el escaparate era discreto y práctico. Podría ponérselo en multitud de ocasiones y así lo rentabilizaría, se consoló mientras lo pagaba.


Los empleados de Rocco se habían acostumbrado a verlo abandonar la oficina temprano los viernes por la tarde. Se especulaba mucho acerca de dónde iba, y el consenso generalizado era que probablemente a casa de una mujer, pero todo el mundo se cuidaba mucho de hacer comentario alguno cuando él estaba cerca. Mientras atravesaba la ciudad de Génova en medio del denso tráfico, sin embargo, Pedro no estaba pensando en los chismorreos de la oficina sobre su vida privada. Cuando estacionó junto al colegio solo quedaban unos pocos niños, entre ellos el pequeño Diego, de cabello negro y ojos ambarinos, exactos a los suyos, que se acercó de mala gana y con el ceño fruncido hasta su coche cuando lo vió llegar.

–Siento llegar tarde; he pillado un atasco tremendo –se disculpó Pedro cuando le abrió la puerta desde dentro.

Reprimió un suspiro cuando su hermano se subió al coche y le lanzó una mirada de suprema indiferencia antes de cerrar la puerta. El modo en que se cruzó de brazos y se quedó mirando el suelo era un gesto instintivo de defensa.

–Ya te lo dije: no tienes que venir. Vuelvo andando a casa todos los días –dijo el chico lanzándole una mirada rápida–. Creía que no ibas a venir, y no me habría importado.

A pesar de su beligerancia Pedro advirtió en su voz una nota de incertidumbre, y se le encogió el corazón.

–Te dije que vendría a recogerte todos los viernes y lo haré –le prometió.

Los ojos de Diego, ensombrecidos por un dolor con el que no debería tener que cargar un chico de siete años, lo miraron con enfado. A Pedro no le sorprendía su actitud. Hasta hacía cuatro meses Diego no había sabido que era el hijo de Horacio Alfonso, ni que tenía un hermano. Pedro ignoraba qué motivos habían llevado a su padre a pedirle en su lecho de muerte que buscara a su hijo ilegítimo. Probablemente se sintiera culpable por haberle dado la espalda a la madre del niño, la que una vez había sido su amante, al saber que la había dejado embarazada. Diego solo había visto a su padre una vez antes de que muriera, y estaba claramente traumatizado, resentido, y decidido a proteger a su madre, que había luchado para criarlo sin ninguna ayuda de su rico examante.

–¿Por qué vienes? –le preguntó de repente–. Mi madre y yo no necesitábamos a Horacio, y tampoco te necesitamos a tí.

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