lunes, 29 de julio de 2019

Te Quiero: Capítulo 3

—¿Que si no tengo ni idea? De verdad que no —contestó pensativo—. Y es una sensación terrible.

—No se ponga nervioso —le aconsejó Paula—. Estoy segura de que recuperará la memoria, y tiene razón, puedo imaginar nombres mejores que Tomás, Diego o Marcos. Empezaré por el comienzo del alfabeto —dijo alegremente—. Veamos. Ariel, Adrian, Alejandro. Bueno, ese nombre no es el más adecuado para una persona extraviada… Mmmm… Alonso,…

—Espere —dijo bruscamente—. Alonso… ¿Sabe? Creo que ni nombre es Pepe… Pedro… Pedro…

Pero no pudo recordar nada más. Soltó una maldición y se derrumbó sobre la almohada.

—Eso es estupendo. Parece que ya empieza a recuperar la memoria. Pepe, abreviatura de Pedro. Pero ahora, relájese.

—Sí, señorita —murmuró con amargura—. Si sigue hablándome sobre sí misma.

—No hay mucho más que decir…

—Tiene que haberlo —interrumpió—. ¿Cómo es que no está toda seca y arrugada?

—Yo… —Paula se dió cuenta de que aquellos ojos azules recorrían todo su cuerpo, para luego volver al rostro—. Siempre me he cuidado la piel… —se encogió de hombros—, he usado sombrero y gafas de sol, manga larga, etc… Mi madre también lo hacía. Pero por debajo soy como cualquier otra persona que viva en un rancho —terminó, esbozando una mueca.

—¿Y nunca ha hecho ninguna otra cosa? —repitió el hombre.

—Sí, y todavía lo hago —contestó, agarrándose las manos.

—Si no me lo dice —murmuró—, voy a sentir otra vez calor y dolores.

Ella lo miró frunciendo el ceño.

—Tengo el presentimiento de que usted es especialista en conseguir lo que quiere, Pedro Alonso. Eso es algo que parece no haber olvidado.

Pero él se limitó a mirarla con gesto inocente.

—Dios sabrá para qué querrá usted saber…

—No todos los días me atiende una mujer tan guapa como usted, Paula Chaves.

Ella se mordió el labio. Luego se fijó en el brillo malicioso que había en los ojos del hombre.

—De acuerdo. Estuve tres años en la universidad estudiando arte, y pinto y diseño tarjetas, por si quiere saberlo. También he restaurado la hacienda, devolviéndole su antiguo aspecto. Me apasiona todo lo antiguo. Eso es todo. ¿Satisfecho, Pepe? ¿Le puedo tutear?

—Por supuesto. Siempre que yo pueda tutearte a tí también… Y no, no estoy satisfecho. Pero es interesante lo que me has contado. ¿Qué tipo de tarjetas pintas?

—Son tarjetas con dibujos de flora y fauna, así como escenas de interiores.

—Me has impresionado. Pareces llevar una vida muy productiva y útil. ¿Existe un señor Chaves? —los ojos de él se posaron directamente en la mano izquierda de ella—. Veo que no, a menos que no lleves anillo.

—No hay ningún señor Chaves —dijo Paula en un tono frío. En ese momento, se oyeron pasos en el porche. Se levantó y miró al enfermo con gesto travieso—. Espero que no te importe que los que te encontraron vengan a asegurarse de que estás vivo. Me dijeron que te habían tocado con un palo y que no reaccionaste, así que pensaron que estabas muerto.

Ella se rió de un modo nervioso al darse cuenta de que el hombre parecía incómodo con aquella revelación. Luego se volvió hacia la entrada.

—Entren, Bruno y Martina. Aquí tienen a Pepe.

Los mellizos entraron de puntillas y se colocaron junto a la cama.

—¡Cielo santo! ¿Qué tenemos aquí? Tienen cara de ser unos chicos algo traviesos.

—No te equivocas —murmuró Paula.

—No son hijos tuyos, ¿Verdad?

—No. Sus padres trabajan en la hacienda.

—Puede hablar —comentó Bruno a Martina—. No podías hablar cuando te encontramos —añadió enfadado, mirando a Pedro.

—¡Creímos que estabas muerto! —Aseguró Martina—. Nos diste un susto temible.

—Lo siento. Debí de darme un golpe contra algo. Pero estoy muy contento de que me encontraran ustedes. Se los agradezco mucho.

Los mellizos se miraron.

—Eso quiere decir que no nos pegarán con el cinturón por haber ido al establo, ¿Verdad, Pau?

—Bruno, sabes de sobra que nadie va a pegarle con el cinturón. Tu padre simplemente se preocupa por ustedes. Podría atacarlos una serpiente o cualquier otro animal…

—Aunque no use el cinturón, nos regaña tanto que es como si lo hiciera, Pau —dijo Martina—. De verdad.

—Y por eso le hacen tanto caso —dijo Paula seriamente, luchando por controlar la risa—. Pero en este caso lo olvidaremos. ¡Ahora salgan de aquí!

—¡Adiós, Pepe! —gritaron a la vez.

—Ese establo lleno de serpientes y… lo que sea, ¿Cómo crees que llegué allí? — preguntó Pedro perplejo.

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