miércoles, 10 de julio de 2019

Indomable: Capítulo 40

–Vamos, tenemos que ir a ver si Sara necesita algo y luego bajaremos las tres a desayunar –le dijo a Valentina.

Con un poco de suerte tal vez Pedro se tomase su tiempo para ducharse y vestirse y no lo vería antes de que se fuese al trabajo. Por el momento su plan de tener el menor contacto posible con él estaba funcionando, aunque tenía la sospecha de que él también quería que su relación no pasase de ser la de patrón y empleada. Durante el vuelo a Génova en su avión privado la había tratado con cortesía, pero se había mostrado distante. Nada de flirteos, ninguna mirada furtiva… y su sonrisa cálida la había reservado para su abuela y para Valentina. Y eso era justo lo que ella quería, se dijo Paula, intentando convencerse. Había ido allí como enfermera de Sara, y se alegraba de que Pedro lo viera del mismo modo. Tomó a la niña de la mano y fueron al dormitorio de la anciana, que estaba vistiéndose  pero no lograba abrocharse los botones del vestido. Después de ayudarla a hacerlo, Paula le cambió la venda de la mano.

–La quemadura tiene mucho mejor aspecto –le dijo–. Creo que podré quitarte la venda mañana. Así tendrás más movilidad en los dedos, pero me temo que los de la otra mano todavía están demasiado hinchados para que los uses, y tardará en desaparecer el moretón.

–Me lo tengo merecido por ser una vieja tonta –respondió Sara–. No hago más que darle problemas a todo el mundo, y en especial a Pedro.

–No digas eso –la reprendió Paula con suavidad–. Además, Pedro  está encantado de que hayas venido a pasar una temporada con él.

Tomaron el ascensor para bajar a la primera planta; la casa tenía cuatro, y Paula dudaba que Sara pudiera bajar tantas escaleras. Pedro le había dicho en un aparte el día anterior que había hecho que instalaran un ascensor hacía un par de años, cuando se había dado cuenta de que pronto su abuela no podría seguir viviendo sola en Nunstead Hall. Cuando llegaron abajo estaba esperándolas Beatríz, la cocinera, que las condujo al comedor, una luminosa estancia con ventanales que se asomaban a los jardines, con el reluciente mar de zafiro en la distancia.

–He horneado bollos y hay fruta y yogur –le dijo a Paula–. Si necesita cualquier cosa para la bambina no tiene más que pedirlo.

–Grazie, está todo perfecto –respondió ella, maravillada por la amplia selección de fruta fresca que había sobre la mesa.

La sorprendió aún más el apetito con que desayunaron Valentina y Sara. La pequeña tosía menos, y aunque probablemente era por el jarabe que le había recetado el médico, por primera vez en semanas sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas.

–Buongiorno, damiselas –las saludó Pedro entrando en ese momento. Se acercó a su abuela y la besó en la mejilla–. Es un placer tenerlas en mi hogar.

El corazón de Paula empezó a palpitar más deprisa cuando lo miró, y se puso a limpiarle a Valentina el yogur de la cara con la servilleta mientras se esforzaba por recobrar la compostura. No ayudaba mucho lo increíblemente guapo que estaba Pedro con unos chinos de color beige y un polo negro, y el pelo húmedo por la ducha.

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