miércoles, 31 de julio de 2019

Te Quiero: Capítulo 7

—No me sorprendería que tú también resultaras ser tremendamente independiente.

Él la miró extrañado.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé. Un presentimiento, eso es todo. Quizá es porque estás muy seguro de que ningún caballo podría tirarte.

El hombre dejó el plato a un lado y se recostó sobre la almohada.

—Tengo el presentimiento de que puedes tener razón.

—Y también me parece que eres un poco canalla —añadió Paula.

—Desde luego no sé por qué dices eso.

Ella se echó a reír.

—No puedes engañarme, Pepe.

—No me daba cuenta de que lo estaba intentando, pero lo recordaré en el futuro.

—¿Te apetece una taza de café? ¿O prefieres un té? El café puede que no te deje dormir.

—No, gracias. No bebo ni café ni té.

Paula lo miró confundida.

—No me preguntes cómo lo sé. Simplemente lo sé.

—No iba a preguntarte eso. Pero me parece extraño. ¿Te acuerdas de lo que bebes?

—Bueno, por lo menos creo que no soy abstemio. Una cerveza bien fría me iría…

—Imposible.

—¿Tú eres? ¿Abstemia, quiero decir? ¿Es ésta una hacienda bajo la ley seca? — preguntó, con cierto temor.

—Nada de eso. Pero la cerveza es diurética y como estamos intentando conseguir lo contrario, creo que no te conviene. ¿Qué te parece un gran vaso de leche fría?

—Bueno, eso suena bastante bien —dijo despacio.

Paula lo miró con una mezcla de diversión y extrañeza.

—Eres una caja de sorpresas, Pepe —dijo, levantándose, tomando la bandeja y dirigiéndose hacia la cocina.

—¿Y ahora qué? —preguntó el hombre, cuando acabó el vaso de leche.

—A dormir —contestó inmediatamente Paula—. No sé tú, pero yo llevo en pie desde el amanecer —dijo, deteniéndose y mirándolo a los ojos—. ¿Fue eso un trueno?

—Parece que sí.

—¡Estupendo! ¡Va a llover! —la muchacha fue hacia la puerta del porche y la abrió para asomarse.

Grandes gotas de agua comenzaron a golpear sobre el tejado.

—¿Necesitan que llueva?

Ella se dió la vuelta.

—Desesperadamente, si queremos tener una buena cosecha. Nuestros ríos y embalses están secos y las reservas de pienso se están empezando a acabar. Necesitamos que llueva urgentemente.

Él la miró y abrió la boca para decir algo, pero pareció cambiar de opinión. O por lo menos, su rostro cambió de expresión.

—Puede que yo les haya traído buena suerte, Paula.

Ella hizo una mueca.

—Puede que sí, Pepe. De acuerdo, ¿Quieres algo más? Si no tienes sueño quizá tengas ganas de leer un poco o…

—No, gracias —dijo, bostezando de repente y recostándose—. No sé por qué, pero de repente me ha entrado un sueño terrible.

—Muy bien. Yo me iré a la habitación de al lado y la dejaré abierta, así que no dudes en llamarme si necesitas algo. Buenas noches.

—Buenas noches —murmuró—, Paula. Creo que eres una persona estupenda y te estoy tremendamente agradecido.

Ella vaciló y luego salió, encogiéndose de hombros.

Se dió una ducha y se sentó frente a la cómoda para cepillarse el cabello. Estaba nerviosa, aunque ignoraba el motivo. Sin embargo, era maravilloso oír la lluvia sobre el tejado. Dejó su cepillo de plata sobre una bandeja y miró a su alrededor. Ese cuarto había sido de sus padres, por eso la cama era de matrimonio, con un cabecero de madera maravillosamente tallado. Las paredes estaban empapeladas de azul y blanco, con pequeñas florecillas. Y la colcha y las cortinas eran del mismo color. Ella misma había encontrado la cómoda de madera de roble, con un espejo ovalado y una serie de cajones en dos filas. La alfombra era de color azul y sobre las paredes había colgados algunos cuadros diminutos que había pintado ella misma. También había fotos enmarcadas, algunas de ellas de color ligeramente sepia debido a los años. Una colección de frascos de perfume, hechos de plata embellecían la cómoda. Pero su habitación no podía en ese momento darle la habitual serenidad y se volvió hacia el espejo con un suspiro. «Si te soy sincera», se dijo a sí misma, «fue la mirada en sus ojos cuando me dijo que era estupenda lo que me ha puesto tan nerviosa». Ella hizo una mueca a su reflejo, pero no cambió en nada la impresión que tenía sobre la intención de aquellas palabras. Estaba segura de que no se había referido a sus habilidades como enfermera. De alguna manera, había sentido que él piropeaba con esos ojos azules su rostro y su cuerpo.

Ella se miró las manos y luego se esforzó por observarse en el espejo. Era cierto. Su piel era suave y tersa. El color de su cabello era como trigo maduro y sus ojos grises, muy claros, casi transparentes. Sus pestañas, largas y oscuras en las puntas. Su cuello, largo y su cuerpo, delgado y duro. Era cierto. Cuando se lo proponía, podía parecer elegante y, como alguien le había dicho una vez, podía ser refinada también. Pero ella apenas se molestaba en arreglarse… Siempre ocupada en cualquier otra cosa, pensó, mirándose divertida al espejo. Pero se puso seria inmediatamente. «Sí, siempre estoy demasiado ocupada para preocuparme por los hombres», añadió para sí misma. Entonces, ¿por qué un desconocido provocaría en ella de repente aquel nerviosismo? ¿Cómo se atrevía aquel hombre a mirarla de esa manera, cuando no la conocía de nada? Se levantó y se pasó una mano por el pijama de color azul y blanco. Luego se metió en la cama. «Piensa en la lluvia», se ordenó a sí misma. «No dejes que pare demasiado pronto… ».

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