lunes, 29 de julio de 2019

Te Quiero: Capítulo 5

Las paredes eran de color amarillo pálido. Las cortinas, amarillas con margaritas blancas. Al otro lado del armario, una mesa estrecha y alargada colocada frente a la pared, sostenía la colección de objetos antiguos: una picadora de carne antigua, un molinillo de madera, una balanza de bronce, una caja de galletas antigua y otras cajas de latón de épocas pasadas. Por último, podían verse una serie de platos azules y blancos del siglo pasado. El suelo era de azulejo verde y las sillas y la mesa, de madera. Aunque la hacienda tenía otras habitaciones, la cocina era el centro de la casa.

Paula salió fuera y respiró el aire de la noche. Definitivamente iba a ser una noche poco tranquila, pensó satisfecha, al ver las nubes que cubrían la luna. Volvió a la casa y comprobó las puertas y las ventanas, dejándolas todas cerradas. Luego se fue a ver a su paciente. Había dejado una lámpara en la habitación, que había cubierto parcialmente con una toalla. Pudo ver que el hombre seguía durmiendo, aunque con un sueño inquieto. Lo observó pensativa. Llevaba un pijama de su tío demasiado corto y ancho de cintura. No podía hacer nada al respecto, así que se concentró en su cara de rasgos finos, piel tostada y mandíbula oscurecida por un vello oscuro. Entonces pensó que parecía frágil, sumergido en ese sueño intranquilo, pero, debido a la conversación que habían mantenido, tenía el presentimiento de que fragilidad no era su estado normal. Y entonces, por alguna razón, se dio cuenta de que aquel hombre despertaba en ella una emoción extraña y puso una mano cuidadosamente sobre su frente. Él murmuró algo ininteligible. Luego tomó su mano y se la llevó a la boca. Le besó la palma y al mismo tiempo abrió sus ojos azules.

—Cariño, yo… —entonces se detuvo bruscamente.

Paula se quedó inmóvil. Enseguida trató de apartar la mano.

Él la soltó con un suspiro.

—Pero si es el sargento Chaves.

—Así es. Siento disgustarte.

—No he dicho eso. En este momento no se me ocurre ninguna otra persona que pudiera haberme tocado la frente de un modo tan agradable.

—¿Me dejas irme?

—¿Te he ofendido?

—No… Por supuesto que no —aseguró, reclamando su mano.

—Pareces disgustada, sin embargo —comentó él.

—¿Quién sabe dónde habrías llegado, después de llamarme «cariño»? — murmuró ella, poniendo una silla al lado de la cama—. ¿Cómo te encuentras?

Él se quedó mirando enigmáticamente a la mujer por un segundo, ignorando su pregunta.

—¿Nadie te había llamado «cariño» nunca, Paula?

—Eso no es asunto tuyo —contestó enfadada—. Concentrémonos en tu estado de salud.

Él arqueó una ceja.

—¿Significa eso que no quieres hablar de tu vida amorosa? ¿Es que no ha sido una experiencia placentera?

Paula dió un suspiro impaciente.

—¡Escucha, yo apenas sé nada de tí, así que no esperarás que te cuente mi vida!

—La verdad es que yo tampoco sé casi nada acerca de mí —contestó él, frunciendo de repente el ceño—. Pero lo único que quería era que me contaras algo para distraerme un poco.

—Muy bien. Y ahora, ¿me vas a decir cómo estás o tendré que decirle a Juan Bentley que venga a verlo él y me lo cuente?

—¿El otro hombre que estaba con el doctor?

—Sí. Es nuestro capataz y te aseguro que es un buen hombre, pero también sé que no tiene mucha paciencia con los enfermos y que puede ser un experto en atar piernas a las camas.

—No me harías algo así, ¿Verdad, Paula? —dijo, mirándola con un gesto de reproche.

—Por supuesto que lo haría. Así que deja de pensar en mi vida amorosa, señor Pedro Alonso, y dime cómo estás.

Él rió suavemente.

—Sí, señorita. Mis disculpas, señorita. ¿Sabes? No sé mucho acerca de Pedro Alonso. Creo que era un traidor.

—No es culpa mía si te llamas Pedro —replicó, comenzando a levantarse.

—¿Quieres saber cómo estoy? —dijo él rápidamente—. Un poco mejor que cuando me preguntaste por última vez. Me duele la cabeza, pero el dolor es menos intenso y creo que hasta tengo un poco de hambre.

Ella se sentó de nuevo.

—Eso está bien. Te dejé un poco de cena. ¿Tienes sed?

—Sí, claro —contestó despacio—. Sin embargo, eso es un pequeño problema.

—No creo. Deberías tener sed…

—Pero por otro lado, si bebes mucho cierta zona de tu cuerpo se puede sentir molesta. ¿Puedo levantarme?

—¡Ah, entiendo! No, no puedes… Yo…

—Paula, como bien dijiste antes, no nos conocemos de nada, así que tienes que comprender que sienta cierta vergüenza.

—No tengo intención de hacerte sentir incómodo —dijo Paula—. Pero el doctor me avisó de que no te dejara levantarte. Si te desmayas, tendría que ser yo la que te llevara a la cama de nuevo. Eso sin contar con que puedes hacerte daño en la caída.

—Entiendo. ¿Entonces qué sugieres?

—Te traeré un recipiente y lo retiraré después discretamente —contestó, serenamente.

—¡Qué práctica eres! —murmuró.

—Te lo dije. Bueno, ya te dije que había hecho un curso de primeros auxilios mientras estudiaba en la universidad. Es algo que puede ser muy útil cuando vives en un lugar como éste. Incluso hice prácticas en un hospital como auxiliar de enfermería.

—Entiendo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Paula, al ver que él la miraba pensativo.

—Nada. Estaba pensando que eso refuerza mi idea de que pareces una mujer muy capaz. ¿Así que no tengo que preocuparme por incomodarte?

—No.

—Hay otra razón para que me niegue a…

—¿Te puedo decir algo? Hablas demasiado. ¡No puedo imaginarme cómo serás cuando estés sano y sin problemas!

Dicho lo cual la mujer salió del cuarto.

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