lunes, 22 de julio de 2019

Indomable: Capítulo 62

El pecho de Pedro, que yacía sobre ella incapaz de mover un músculo, subía y bajaba. Se sentía maravillosamente relajado y saciado, y extrañamente reacio a salir de ella. Por primera vez en su vida al hacer el amor había sentido algo que iba más allá de la unión física entre dos cuerpos. Era casi como si sus almas se hubiesen fusionado. Alzó el rostro y buscó sus labios, pero se detuvo al notar húmeda su mejilla. Al darse cuenta de que estaba llorando sintió como si le hubiesen clavado un puñal en las costillas. ¿Acaso el hacer el amor con él le había recordado a su marido, al que todavía amaba? ¿Deseaba que fuese Javier? Aquella idea le devolvió la cordura y rodó sobre el costado para apartarse de ella. ¿En qué había estado pensando? No había habido nada especial; el sexo había estado bien… mejor que bien… de acuerdo, había sido espectacular, pero eso era todo. No había motivo para ver cosas que no existían, ni emociones que no quería tener. Giró la cabeza hacia otro lado al ver a Paula apresurándose a enjugarse las lágrimas. Era evidente que no había querido que la viese llorando, y él no quería saber la razón de esas lágrimas. Ella dejó escapar un pequeño bostezo y le dijo azorada.

–Perdona; es que… bueno, ¡Menudo día!, ¿No? –murmuró.

Pedro la miró, y supo que estaba pensando en los interminables minutos que habían pasado antes de que apareciera su hija, y a pesar de su firme decisión de desterrar toda emoción de su ser, no pudo evitar sentir una punzada de compasión hacia ella. Parecía exhausta y tremendamente frágil.

–Ven aquí –dijo suavemente, atrayéndola hacia sí.

Su cuerpo volvió a excitarse mientras sus manos recorrían las tentadoras curvas de Paula, pero ignoró los cánticos de sirena del deseo y la abrazó en silencio hasta que se quedó dormida.

Para Pedro fue bastante incómodo ser presentado a la mañana siguiente a los suegros de Paula. Sobre todo teniendo en cuenta que la noche anterior había hecho el amor con la viuda de su difunto hijo.

–Javier era nuestro único hijo –le dijo Alicia Marchant mientras Paula subía con Valentina por sus cosas–. Pero pervive en Valentina –los ojos se le llenaron de lágrimas–. Y Paula es una chica estupenda. Luis y yo tenemos la esperanza de que vuelva a casarse algún día, pero claro, Javier era el amor de su vida.

–Lo comprendo –murmuró Pedro.

Lo que no comprendía era por qué Paula eludía siempre el hablar de su marido, y por qué el solo mencionarlo hacía que se encerrase en sí misma. Ella, que no quería comportarse como una gallina clueca y hacer que Valentina se sintiera mal, se esforzó por contener sus emociones y se agachó para darle un beso y un abrazo cuando ya estaba dentro del coche.

–¿Te portarás bien con la abuela y el abuelo?

–Sí, mami; te quiero.

–Y yo a tí.

Su dulce Valentina… Tan inocente y confiada… Daría su vida por su hija, pensó Paula conteniendo las lágrimas mientras el coche se alejaba.

–Volverá dentro de unos días –le recordó Rocco.

–Lo sé –Paula se obligó a sonreír–. No sé a qué voy a dedicar mi tiempo ahora que Sara se ha ido con los Harris a Rapallo un par de días y Valentina también se ha marchado. Creo que me voy a aburrir.

–Por supuesto que no, cara –replicó él en un tono tan sensual que un cosquilleo recorrió la espalda de Paula–. Se me ocurren unas cuantas maneras de mantenerte ocupada.

Sus ojos recorrieron la figura de Paula, y se felicitó por su excelente gusto en lo que se refería al atuendo femenino. La corta falda de denim que le había comprado a su llegada a Portofino, junto con otras prendas,  moldeaba deliciosamente sus nalgas, y dejaba al descubierto sus esbeltas y bien torneadas piernas, mientras que la sencilla camiseta blanca de algodón se pegaba a sus generosos pechos como una segunda piel. De pronto una fantasía erótica se apoderó de su mente, y se imaginó desnudándola allí mismo, en el jardín, y tumbándola sobre el césped para hacerle el amor. Desgraciadamente tenía un informe por repasar sobre su mesa, en el estudio, y le esperaban varias horas de trabajo frente al ordenador. Sin embargo, al ver que los ojos de Paula aún brillaban por las lágrimas contenidas decidió que el trabajo podía esperar.

Paula estaba tratando de parecer valiente, pero saltaba a la vista que estaba hecha un manojo de nervios por tener que separarse de su hija, aunque solo fuera por unos días. Le rodeó la cintura con los brazos y no pudo resistirse a besarla suavemente en los labios. Sonrió al verla sonrojarse; la noche anterior se había comportado de un modo apasionado en la cama, y su timidez de esa mañana lo divertía y lo enternecía al mismo tiempo.

–¿Sabes qué?, voy a pasar el día contigo –le dijo–. ¿Qué te parece si tomamos mi yate y nos vamos por la costa hasta llegar a Camogli y almorzáramos allí? –la atrajo más hacia sí, para que pudiera notar cuánto la deseaba–. Y luego nos echaremos una siesta a bordo.

A Paula se le cortó el aliento al ver el brillo hambriento en los ojos de Pedro, y una ráfaga de calor afloró en su vientre.

–¿Una siesta? –repitió vacilante.

Pedro se rió con suavidad.

–Es una forma de hablar, cara. Nos tumbaremos juntos, pero no esperes dormir demasiado.

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