viernes, 28 de septiembre de 2018

Polos Opuestos: Capítulo 10

De ninguna manera Paula besaría a David French. Con el codo sobre la mesa de madera, apoyó la mejilla en la palma de la mano e intentó aparentar interés por lo que el tipo estaba contando. Habían pasado dos días desde que fuera a la boda con Pedro, y ahora, sentada en el asiento de vinilo rojo del Lipsmackin’ Ribs, lo echaba de menos más de lo que podía admitir.

David era un abogado que había conocido en la oficina del alcalde aquella mañana y le había pedido que cenara con él. «Nota mental», pensó. «Cuando un hombre te invita a cenar, asegúrate de saber el lugar». Aquel sitio no era de su agrado. Era tan repulsivo como las camisetas cortas y ajustadas que dejaban ver el ombligo de las camareras, que aquel restaurante las obligaba a llevar. El lugar no solo le hacía la competencia a su primo DJ, sino que además habían estado sucediendo cosas raras entre los dos restaurantes. En cuanto a lo de que un beso transformara a aquel tipo, en el cuento se trataba de la apariencia, y Harvey ya era guapo. Era rubio, de ojos azules y hombros anchos. El traje gris y la corbata de seda roja que llevaba eran caros. Y aun así… «Mátame», quería decir. El impacto de un meteorito sería rápido e indoloro, al contrario que aquella cita interminable. Y ni siquiera habían pedido todavía, solo las bebidas. Pero no había suficiente alcohol en el mundo para mejorar su personalidad.

—Realmente los dejé con la boca abierta en el juzgado —estaba diciendo—. Ni siquiera era un concurso.

—Ah.

—Les costó mucho defender su punto de vista contra las acciones de mi cliente. Los enterré en papeleo. Fue maravilloso de ver.

—¿De verdad? —Paula se reprendió mentalmente. Aquellas dos palabras le alentarían a continuar, y eso era lo último que deseaba. Probablemente tuviera moratones de darse palmaditas en la espalda. Si oía una sola vez lo de la parte de la primera parte, o la jurisprudencia, gritaría. O lo estrangularía.

—Finalmente se vieron obligados a llegar a un acuerdo fuera de juicio. Gracias a mí estaba saliéndoles demasiado caro seguir defendiendo su causa. Aunque, entre tú y yo, no tenía ningún mérito.

Paula se quedó mirándolo. Eran los abogados como él los que daban mala fama al resto. Era hora de cambiar el tema a algo neutral. Como su nuevo pueblo. O el tiempo.

—Thunder Canyon es un lugar maravilloso para vivir —dijo.

—Yo he vivido aquí toda mi vida. ¿Te he mencionado que jugaba al fútbol?

Lo había mencionado cuatro veces. Lo recordaba porque había respondido del mismo modo tres veces, y aquella era la número cuatro.

—En Texas nos tomamos nuestro fútbol muy en serio.

—Ya me lo has dicho —David dió un trago a su whisky con soda.

A Paula le sorprendió que se hubiera dado cuenta. Había albergado la esperanza de que mencionar Thunder Canyon le hiciera preguntarle por qué se había mudado, o si le gustaba Montana. O si le molestaba el frío. O si era cierto que la mejor manera de capear un temporal de nieve era frente a una chimenea encendida. Recordó que Pedro se había ofrecido a encenderle el fuego, y solo el recuerdo hizo que se estremeciera. Recordó lo guapo que estaba con su esmoquin negro en la boda. Recordó el día de Acción de Gracias, cuando había repartido comida con él, y su broma sobre aburrirla hasta dejarla en coma. Eso no ocurriría jamás. Era divertido. Al contrario que el bufón que tenía sentado enfrente. El bufón seguía hablando.

—En el instituto, era capitán del equipo de fútbol cuando ganamos en nuestra división y competimos a nivel estatal.

—¿Este invierno es más frío de lo habitual en Montana? —preguntó ella.

—No. Recuerdo entrenar y jugar al fútbol en la nieve. Aunque nuestra temporada duró más porque siempre llegábamos a los playoff cuando yo era capitán —el hielo en su vaso vacío tintineó cuando lo agitó—. Fue un buen entrenamiento para dedicarme a la abogacía. Todo el mundo intenta derribarte, pero tú te clavas al suelo y no les dejas.

—Un buen lema —fue lo único que Paula pudo decir para parecer neutral.

Se quedó observándolo. Guapo, lo suficientemente listo para convertirse en abogado. De buena familia. Sobre el papel era todo lo que deseaba en un hombre, si dejaba a un lado la parte aburrida y egocéntrica. No le había preguntado nada y al parecer no le importaba cómo estaba ajustándose a su nueva vida en el pueblo. Tal vez fuera perverso por su parte, pero dejó que el silencio incómodo se extendiera, porque cualquier cosa que se le ocurriera decir haría que sacase otro tema sobre sí mismo.

Polos Opuestos: Capítulo 9

Paula miró a la feliz pareja y se sintió más sola aún. Aquella sala estaba llena de parejas felices y eso era fácil de ver cuando una no formaba parte de eso. Sobre todo cuando había trabajado tanto para que sucediera. Había salido con muchos hombres, pero ninguno de ellos era su príncipe y su final feliz no parecía estar a la vista.

—Creo que me pasa algo —dijo finalmente.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Javier con el ceño fruncido.

—Sería más fácil si pudiera achacar mi soltería a la escasez de hombres. Pero nadie se tragaría esa excusa porque he salido con más hombres que cualquier chica en la historia de Thunder Canyon.

—Ya nos hemos dado cuenta —contestó su hermano.

—No empieces. El tema es que, entre tantos hombres, una pensaría que habría una chispa, química, algo de esperanza, pero no. No hay magia. No hay chispa.

Excepto con Pedro Alfonso. Era la prueba de que el destino tenía un retorcido sentido del humor. Desde que había pasado a recogerla para ir a la boda, había sentido un cosquilleo en la piel. Estar cerca de él le provocaba presión en el pecho, por no hablar de los escalofríos mientras bailaban. Paula se quedó mirando a su hermano.

—Los hombres que he conocido son todos geniales, así que la única conclusión posible es que me ocurre algo. Tal vez mis expectativas sean demasiado altas.

—Tal vez tengas miedo —sugirió Javier.

—¿De qué?

—De que te hagan daño. No has tenido una relación larga desde aquel imbécil de la universidad.

A Paula le sorprendió no solo que su hermano hubiera prestado atención a su vida amorosa, sino que se acordara. Y el recuerdo no debería seguir haciéndole daño, pero así era. Deseaba cambiar de tema, pero esquivar la pregunta le daría más poder al pasado del que debería tener. Miró a Vanina.

—Cuando estaba en la universidad, salí con un estudiante de Medicina. Estuvimos juntos más de un año y yo estaba enamorada de él. La graduación se acercaba para ambos y llegó el momento de comprometerse con la relación o pasar a otra cosa. Él pasó.

—¿Por qué? —Vanina miró a Javier, que asintió con la cabeza.

—Yo creía que solo necesitábamos amor —se encogió de hombros—. Él escogió la medicina antes que el matrimonio.

—Es una pena —los ojos de Vanina brillaban con compasión—. Parece que no era el momento.

Aparentemente ese era el fallo de Paula; se sentía atraída por hombres cuando no era el momento. El único que le interesaba había nacido demasiado tarde. O ella demasiado pronto. En cualquier caso, eso hacía que estuviese mal.

—¿Me disculpan? —preguntó Vanina—. Voy al cuarto de baño.

—Te estaré esperando —había amor y deseo en los ojos de Javier mientras la veía abrirse paso entre la multitud hacia la puerta.

Paula  sentía envidia y placer a partes iguales al ver que ambos se habían encontrado. Quería a su hermano y deseaba que fuera feliz.

—Es de las buenas.

Él asintió.

—Pedro Alfonso y tú parecían muy acaramelados en la pista de baile.

Con aquellas palabras, Paula se preguntó si su hermano se habría convertido en adivino. No estaba segura de qué le molestaba más: que la hubiese visto con Pedro o que tuviera razón con lo de acaramelados. Si él se había dado cuenta, seguramente otra gente también. Eso era justo lo que había querido evitar.

—¿De qué estás hablando? ¿Acaramelados?

—Vanina lo ha mencionado.

—¿Qué?

—Que Pedro y tú parecían estar pasándolo muy bien —respondió su hermano—. Ella tenía la esperanza de que eso significara que las cosas empiezan a salirle mejor.

—¿A Pedro? No lo comprendo.

Javier se encogió de hombros.

—Al parecer tuvo una mala experiencia en el amor.

Sin duda su hermano había malinterpretado a Vanina. Era difícil creer que alguien tan guapo, sexy y listo como Pedro no tuviera a las mujeres rendidas a sus pies.

—¿Qué ocurrió?

—Ni idea. Fue antes de que me mudara a Thunder Canyon.

Paula intentó no mostrar curiosidad por el pasado de Pedro. No era asunto suyo. Dado que le había sacado de la lista de posibles pretendientes, nada de lo que hubiera ocurrido le resultaría impactante. No eran más que amigos. Pero los amigos se preocupaban los unos por los otros. Y confesaban sus preocupaciones. Ayudaría conocer los detalles de su mala suerte.

—Probablemente Vanina conozca la historia —sugirió ella.

—Probablemente —convino Javier.

—Deberías preguntarle.

—¿Por qué? —preguntó su hermano con escepticismo.

Paula no podía mirarlo a los ojos. Giró la cabeza y vió al hombre en cuestión acercándose a ellos con una cerveza en una mano y una copa de vino blanco en la otra.

—Por nada —dijo ella—. Es un buen tipo y no me imagino qué mujer en su sano juicio podría dejarle plantado.

—Tal vez sea eso.

—¿Qué?

—Probablemente no estuviese en su sano juicio —respondió Javier.

—Deberías preguntarle a Vanina.

Javier entornó los ojos.

—Pareces muy interesada.

 —No tanto —se obligó a aparentar indiferencia cuando en la cabeza le bullían las preguntas—. Solo que somos amigos.

—De acuerdo.

—¿Entonces descubrirás lo que ocurrió?

—Le preguntaré a Vanina.

—¿Lo prometes?

—¿Quieres que te lo jure?

Sí, quería, pero nunca lo diría.

—Una promesa solemne de hermano es suficiente para mí —bromeó.

 Javier miró hacia la puerta, obviamente en busca de Vanina.

—Creo que iré a buscar a mi dama.

—Me parece buena idea.

Se puso en pie y le dió un toquecito en la nariz.

—No te pasa nada, Pau. Si alguien dice lo contrario, le daré una paliza.

—Me gustaría —convino ella riéndose.

—En serio, si me necesitas, ahí estaré.

—Lo sé.

Le vió alejarse y reunirse con su amor en la puerta.

—¿A quién va a pegar Javier? —preguntó Pedro dejando el vino blanco frente a ella.

—A los tipos con tatuajes —había algo más sobre aquel hombre en particular que despertaba su curiosidad.

Simplemente estaba siendo entrometida. La curiosidad era mejor que sentir pena de sí misma. ¿Y acaso eso no era estúpido? Tenía un gran trabajo. Una familia que la quería. Y los Chaves no se rendían. No tenía pareja aquel día, ¿Pero y al día siguiente? Cualquier cosa era posible. Aun así, cuando Pedro dejó la copa sobre la mesa, sintió cierta punzada, una ligera tristeza al saber que solo podría ser su amigo.

—Gracias.

—¿Entonces estás segura de que no puedo convencerte para que me veas el tatuaje?

Ella se carcajeó y se dió cuenta de que era más fácil disfrutar de la alegría de aquella velada cuando él estaba cerca. Con un poco de suerte, la magia del romanticismo giraría en su dirección. Si se mantenía, no tendría que besar a demasiadas ranas antes de que una de ellas resultase ser un apuesto príncipe. Y otra rana mas.

Polos Opuestos: Capítulo 8

—¿Por qué?

—Porque probablemente siempre hayas aparentado doce años.

—Gracias, creo —Paula dió un trago a su copa.

—¿Qué va a querer usted? —le preguntó el camarero a Pedro.

—Cerveza. Una botella.

—Enseguida.

—Un momento —le dijo Paula al camarero—. ¿Cómo es que a él no le ha pedido el carné?

El hombre sonrió.

—Porque solo con mirarlo sé que es legal.

Pedro dió las gracias con su botella y juntos atravesaron la pista de baile para buscar su mesa. Paula tenía el ceño fruncido.

—¿Qué te preocupa, pelirroja? —preguntó él.

—Como si no lo supieras —respondió ella entre dientes.

—Siempre he parecido mayor —contestó Pedro encogiéndose de hombros—. Por eso pude hacerme un tatuaje cuando era menor de edad.

—Ni hablar.

—Sí —dió un trago a su cerveza—. Y es una chulada.

—¿Dónde está? Enséñamelo.

—Para eso tendría que desnudarme…

Paula le dirigió una mirada irónica y negó con la cabeza. Una pena. A Pedro le hubiera encantado desnudarla y ver si tenía más pecas en el cuerpo. Se mostraba verdaderamente testaruda con lo de la edad y, si él fuera tan listo como todo el mundo pensaba, tiraría la toalla. El problema era que le gustaba. Era una auténtica llama, y no tenía que ver con el color de su pelo. Se sentía inclinado a aguantar un poco y ver si lograba encender su fuego.

Después de la cena, Paula estaba sentada en su silla viendo a las parejas en la pista de baile. Hasta hacía pocos minutos, Pedro y ella habían sido una de esas parejas, y había disfrutado del roce de sus brazos a su alrededor. Pero entonces su hermana Carolina lo había convocado para bailar los pajaritos. ¿A qué boda que se preciara podía faltarle eso? Todos parecían estar divirtiéndose. ¿Y por qué no? El evento había cumplido con sus expectativas como acontecimiento social del año. Era encantador. Aquella sala parecía tan mágica como el vestíbulo transformado del complejo, con las luces titilantes que envolvían unas ramas blancas y las flores de pascua, que añadían un toque rojo. Las novias estaban perfectas y felices con sus apuestos maridos. Era la fantasía romántica definitiva y Paula empezaba a dudar seriamente que la suya fuese a hacerse realidad algún día. Su hermano Javier eligió ese preciso instante para sentarse a su lado. Su prometida, Vanina Cates, acercó una silla también.

—Hola, hermana.

—Hola. Hola, Laila.

—Hola, Paula—dijo la otra mujer con una sonrisa—. Me encanta tu vestido.

Paula agradecía el cumplido, pero eso no le levantó el ánimo. Deseaba apoyar la cabeza en el hombro fuerte de su hermano, pero él no lo comprendería, porque él había encontrado al amor de su vida. Rubia, de ojos azules y muy guapa, Vanina parecía salida de la revista People. Y el guapo de Javier, con su pelo y sus ojos oscuros, podría salir en el cine si no estuviera comprometido con la comunidad y trabajase como relaciones públicas para la Chaves Oil de Montana.

—Esta noche estás muy guapa —añadió Vanina.

Paula sonrió a su futura cuñada.

—Puede que fuese medianamente atractiva hasta que te has sentado tú.

—Oh, por favor —dijo Vanina, agitando la mano para quitarle importancia al cumplido.

Los ojos de Javier brillaban con orgullo y amor cuando la miró.

—Mi hermana tiene razón.

—¿En qué? —preguntó Paula—. ¿En qué tengo que ponerme una bolsa en la cabeza?

—No, en que la mujer con la que voy a casarme es tan guapa como dulce y cariñosa.

—Sí —contestó Paula—. Si no lo fuera, disfrutaría odiándola.

Vanina se carcajeó y, como todo lo demás en ella, el sonido fue precioso. Lo menos que podía hacer era resoplar.

—Probablemente ese sea el cumplido más sincero que me han hecho nunca.

—Pero es cierto —dijo Paula—. Maldita sea.

—¿No te alegras por mí? —preguntó Javier—. ¿Por nosotros?

—Claro que sí. De verdad.

—¿Qué sucede?

—Todo va bien —si fingía con decisión, tal vez no fuese mentira.

—Mira, Pau, a estas alturas ya deberías saber que no puedes engañarme. ¿Por qué no me cuentas lo que te pasa?

—Porque realmente no deseas saberlo.

—Claro que sí. Los dos queremos —dijo Javier, y Vanina asintió con la cabeza.

Polos Opuestos: Capítulo 7

—Hecho. Pero la copa me la pago yo.

—Es barra libre.

—Qué generoso —bromeó ella.

Pedro le puso la mano en la espalda y la condujo hacia el final de la fila. No tardaron en llegar hasta los recién casados, que estaban de pie frente a las puertas que daban a la sala Gallatin. Paula  abrazó a Martín Cates y después a su esposa.

—Enhorabuena. Estás despampanante.

—Gracias —respondió Martín.

Aldana sonrió radiante.

 —Se refería a mí, aunque tú también estás espectacular, marido.

En la escuela, Pedro iba un par de cursos por detrás de los gemelos, pero todos se conocían bien. Le estrechó la mano a Martín y después abrazó a su esposa.

—Supongo que ya es demasiado tarde para intentar convencerte de que huyas conmigo.

—Lo siento —contestó la hermosa rubia—. Hace tiempo que era demasiado tarde.

—Si cambias de opinión…

—Ni hablar —dijo ella.

Paula siguió caminando y le dió un abrazo a Lautaro.

—Enhorabuena. Les deseo toda la felicidad del mundo.

—Gracias, Paula. Hola, Pedro. ¿O debería decir «hermano»?

—Respondo a ambas cosas —y lo decía en serio. La relación ahora era legal, pero se sentía como si de verdad tuviera un hermano. Se encontró con la mirada de su hermana y el brillo de interés por su cita no le pasó desapercibido—. ¿Sonia, conoces a Paula Chaves?

—No —ambas se dieron la mano—. Lautaro y yo hemos estado viajando y planeando la boda. Pero oí que te mudaste aquí desde Texas.

—Sí —contestó Paula con una sonrisa—. Cuando vine a la boda de mi hermano Rodrigo, me enamoré de Thunder Canyon.

—Y quién no —dijo Sonia—. Pero no entiendo qué estás haciendo aquí con mi hermano.

—¿Qué? —Paula pareció una niña a la que acabaran de pillar copiando en un examen—. ¿Por qué?

—Porque es un imbécil repugnante —contestó Sonia con una sonrisa—. Pero le quiero igual.

—Lo mismo digo, So—obviamente su hermana estaba bromeando, pero Paula se había puesto directamente en un mal lugar y él no sabía cómo sacarla de allí, así que le pasó un brazo por la cintura—. Vamos a buscar nuestra mesa.

—Con suerte estará en un rincón oscuro detrás de una planta —susurró Paula.

—Eres excesivamente sensible. No es tanta diferencia. Acaba de ser tu cumpleaños —Pedro decidió que era mejor no precisar con números—. Y en dos meses yo seré un año mayor. ¿Ves? Prácticamente somos de la misma edad.

—Buen intento. Con unas matemáticas así, me sorprende que entraras en la carrera de ingeniería.

Pedro siguió a Paula, hechizado por el movimiento de su falda. Había mesas con manteles blancos a lo largo del perímetro de la sala. Habían dejado el centro despejado para el baile. Flores de pascua rojas y blancas con velas a cada lado conformaban los centros de mesa. En un rincón alejado estaban apilados los regalos de boda, y había dos barras a cada lado de la sala. Pedro la condujo directamente a la más cercana.

—Querría una copa de chardonnay —dijo ella.

El camarero, ataviado con camisa blanca, corbata roja y pantalones negros, tenía el pelo oscuro con canas.

—¿Puedo ver su carné?

—¿Qué? —preguntó ella.

—Su identificación —repitió él—. No puedo servir alcohol a menores de veintiún años.

—Yo ya los he superado —le aseguró Paula.

—De acuerdo, pero necesito una prueba —su tono era educado y profesional.

—Está bromeando, ¿Verdad?

 —No.

—Es amigo tuyo —le dijo a Pedro—. Le has pedido que haga esto. Es una broma.

—No lo había visto en la vida —le aseguró Pedro.

Paula resopló, abrió su bolso de noche, sacó su carné de conducir y se lo entregó. El camarero comprobó la fecha y pareció sorprendido.

—Vaya, no suelo equivocarme tanto.

—Y yo no había sufrido tanto para conseguir una bebida alcohólica desde… Bueno, nunca.

—¿Alguna vez intentaste conseguir alcohol antes de tener la edad? —preguntó Pedro.

—No.

—Bien.

Polos Opuestos: Capítulo 6

Pedro saludó a su jefe, Gonzalo Chaves, mientras conducía a Paula de vuelta por el camino que había recorrido con su hermana. Envidiaba a Sonia. Lautaro era un gran hombre y ambos estaban profundamente enamorados. Tenían toda la vida por delante. Era todo lo que él había deseado una vez.

Los Alfonso habían sido una familia tradicional antes de que su padre se marchara. Pedro aún recordaba cuando era pequeño y se culpaba a sí mismo por haber hecho algo mal. Su madre le hizo ver que no era culpa suya y siguieron hacia delante. Entonces ella murió y  Sonia se hizo cargo de sus hermanos, renunciando a sus posibilidades de ir a la universidad y asumiendo una gran responsabilidad. Tenía recuerdos vívidos de aquel breve periodo en el que había tenido un padre y una madre. Y había deseado tener una familia propia, pero el sueño murió cuando Romina lo abandonó. Ahora simplemente quería divertirse. Con Paula.

Ella tenía la mano sobre su brazo, así que le puso los dedos encima y la miró. Estaba mirando a la gente que ocupaba sus asientos mientras pasaban como si fueran a acusarla de algo malo. Paula no lo sabía aún, pero era él el que tenía intenciones deshonestas. ¿Sabría lo mucho que deseaba besarla? Era tan guapa. El otro día no se había fijado en los hoyuelos de sus mejillas cuando sonreía. Ni en como el rabillo de los ojos se le arrugaba ligeramente cuando se reía. Por no hablar de cómo llenaba el vestido. El corpiño de terciopelo se pegaba a sus curvas y la falda de encaje resultaba de lo más sensual y provocativa. Pero estaba obsesionada con la diferencia de edad. Aunque agradecía su sinceridad, para él solo era un número, y los números no entrañaban ningún misterio. Ella, por otra parte, era un enigma que estaba deseando resolver. Se inclinó y le susurró al oído:

—¿Te he dicho lo guapa que estás esta noche?

La mirada que ella le dirigió fue pícara, descarada y sexy.

—¿Sacas esa frase a relucir para ver si te funciona?

—De hecho no. La he usado a menudo sin una pizca de sinceridad. Pero esta vez lo digo en serio.

—¿Así qué no estás practicando conmigo con la esperanza de obtener beneficios de mi vasta experiencia?

—Para ser una mujer madura —bromeó él—, a tus modales les vendría bien un repaso. Lo normal cuando un hombre te dedica un cumplido es decir simplemente gracias.

—Gracias —repitió ella automáticamente.

Se detuvieron frente a la multitud que estaba apelotonada en el vestíbulo.

—Un cumplido recíproco también estaría bien.

Paula lo miró de arriba abajo, después dió una vuelta a su alrededor, presumiblemente para inspeccionar su trasero.

—Servirás —dijo al concluir la vuelta.

—Vaya —respondió él con un silbido—. Un cumplido así volvería loco a cualquier hombre.

—Oh, por favor. Excluyendo a mis hermanos, puede que haya uno o dos hombres en esta sala más guapos que tú. No puedo creerme que necesites que te suban el ego.

—Mi ego está bien, gracias —le pasó un brazo por la cintura y la llevó a un rincón mientras la gente esperaba a entrar al comedor. Le quitó la mano de encima con gran reticencia—. Me sorprendes. Con cinco hermanos deberías reconocer una broma.

La expresión de Paula se volvió pensativa.

—¿Tú bromeabas con tus hermanas?

—Aún lo hago. Siempre que puedo.

—Y, aun así, te has comportado de manera impecable cuando has llevado a Sonia al altar.

Pedro veía la pregunta en sus ojos. ¿Por qué él y no el padre de Sonia? Pero era demasiado educada para preguntar.

—Mi padre abandonó a la familia cuando éramos pequeños. No lo hemos visto desde entonces.

—Ah.

Pedro vió que el brillo de sus ojos se volvió triste y deseó poder borrar sus palabras.

—Lo siento, no pretendía ser un aguafiestas.

—No lo eres —contestó ella, y miró por encima de su hombro—. Parece que ya dejan entrar a la gente en el comedor. Creo que voy a ponerme a la cola también.

Cuando intentó apartarse, Pedro le puso la mano en el brazo.

—No tan deprisa. ¿Estás intentando darme esquinazo?

—Dado que estamos aquí como amigos sin ataduras, dar esquinazo me parece una expresión muy dura. Pensaba deambular y ver hombres solteros, ahora que tengo el sello de aprobación de Pedro Alfonso y ya no tienen nada que temer.

Él había fijado esos parámetros. Le había parecido la única manera de lograr que Paula le acompañara a la boda. Pero la idea de que un puñado de tíos intentara ligar con ella le daba ganas de dar un puñetazo a la pared.

—¿Sabes qué? —dijo—. Hay una fila de recepción. Saludaremos a los novios y luego te invitaré a una copa.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Polos Opuestos: Capítulo 5

Debía haber rechazado su invitación, pero la había pillado en un momento de debilidad, sintiendo pena de sí misma por asistir sola al acontecimiento del año tras haberse ganado la fama de tener muchas citas desde que se mudó allí. Sería mentira decir que no se alegraba de haber ido con él, pero todo el mundo hablaría. Sin duda al día siguiente todo el pueblo sabría que estaba tan desesperada como para salir con alguien más joven. Que así fuera. El daño estaba hecho, pero no habría más leña para el fuego porque Pedro y ella no eran pareja. Ese era el trato. Solo amigos. La gente ocupó sus asientos en la fila de sillas situada tras ella. Entonces alguien le tocó el hombro y ella se volvió. Sus hermanos, Gonzalo y Rodrigo, flanqueaban a Laura Landry, la prometida de Gonzalo. Los tres le dedicaron una sonrisa.

—Hola, hermanita —dijo Gonzalo mientras le daba la mano a Laura.

—Estás preciosa, Paula—dijo Laura—. Me encanta tu vestido.

Rodrigo se inclinó hacia ella y susurró:

 —¿Cómo has conseguido el mejor asiento de la sala?

En realidad no era el mejor asiento. Estaba a varias sillas del pasillo por donde pasarían los novios. Esas sillas vacías probablemente estarían reservadas para la familia. Ella era simplemente una… ¿Cómo se llamaba a sí misma? Desde luego, no era una cita.

—Mi amigo Pedro, hermano de la novia, me pidió que viniera con él. Me ha sentado aquí.

Pedro se dió cuenta de que los tres tenían preguntas que hacerle, pero un cuarteto comenzó a tocar música de cámara y le salvaron las cuerdas. Las notas de los instrumentos musicales calmaron sus nervios. No era que importara. Aquel evento se trataba de dos novias y de dos novios que habían encontrado el verdadero amor y que pronto compartirían sus vidas. Los envidiaba tremendamente.

Cuando Francisco y Mónica Cates, padres de los novios, ocuparon sus asientos en el lado contrario, quedó claro que empezaba la boda. Pocos minutos más tarde, Betty y Juan Castro recorrieron el pasillo. Eran los padres biológicos de Aldana, pero no la habían criado. El año anterior, Aldana había descubierto que Erica Castro y ella fueron cambiadas al nacer. Había sido una sorpresa para ambas mujeres, algo que Paula no podía ni imaginarse. Pero su hermano Rodrigo había ayudado a Erica a asimilar el pasado y ahora estaban felizmente casados.

Al lado estaba Helena Clifton, que había criado a Aldana, a quien siempre llamaría «mamá». Cuando los padres estuvieron sentados, continuó la ceremonia. La música cesó y un hombre de pelo gris se situó en mitad de la tarima con una Biblia en las manos, indicación de que él dirigiría la ceremonia. Entonces aparecieron los novios con sus padrinos, Diego y Gastón Cates. El inconfundible pelo negro, los ojos y los rasgos similares dejaban claro que eran todos hermanos.

—Si son tan amables de levantarse —dijo el pastor.

Los invitados obedecieron y los músicos comenzaron a tocar de nuevo. La primera en aparecer por el pasillo fue Erica Castro Chaves. Paula miró de reojo a su hermano Rodrigo, que sonreía con orgullo a su esposa, el amor de su vida. Al lado estaba la otra dama de honor, Carolina Alfonso, despampanante con un vestido de seda rojo sin tirantes y un ramo de orquídeas blancas. Cuando ambas ocuparon su lugar, la marcha nupcial tradicional dio paso a Aldana Clifton. Recorrió el pasillo del brazo de su hermano, Pablo. Su melena rubia era una cascada de rizos sujeta por una tiara de diamantes. Parecía una diosa griega con aquel vestido de satén sujeto por un hombro. Martín  miró a su novia con pasión, ansioso por tomar su mano.

Era el momento de la novia número dos, y Paula miró justo a tiempo de ver a Sonia darle un beso a Pedro en la mejilla antes de colocar la mano en su brazo. Parecía una princesa con su vestido de organdí sin tirantes. El velo, que le llegaba hasta el suelo, caía desde una diadema de diamantes que sujetaba su melena castaña. Miró a Lautaro Cates, que no podía apartar la mirada de la mujer que pronto se convertiría en su esposa. Tras dejar a su hermana del brazo del novio, Pedro dijo:

—Ella siempre ha cuidado de Caro y de mí. Ahora mi hermana por fin tiene a alguien que cuide de ella. No la decepciones, Lautaro.

—Jamás.

Paula sintió un nudo doble de emoción en la garganta, y no solo porque fuese un momento doblemente feliz. Se vio invadida por un torrente de tristeza. Los padres de las novias no estaban presentes y ella no sabía por qué. Solo sabía que, algún día, cuando se casara, su padre tampoco estaría ahí. No la llevaría al altar. No habría baile padre-hija. Miguel Chaves había muerto cuando ella tenía solo dos años y no lo recordaba. Sus hermanos siempre habían hablado de él como si caminara sobre las aguas y ella envidiaba sus recuerdos. Se sentía triste por la pérdida, por esos recuerdos imborrables que nunca podría construir. Y entonces Pedro volvió junto a ella.

—Mi trabajo aquí ha terminado —le susurró.

De pronto no había en su cabeza espacio para nada salvo para él. Era guapo como una estrella de cine. Olía bien e iba impecable. ¿Pero acaso algún hombre parecía un sapo vestido con un esmoquin negro? Le parecía que no. Aun así, una sonrisa perversa y un traje bonito no cambiaban el hecho de que era demasiado mayor para él. La magia de la boda con las luces, las flores y las novias con sus vestidos no borraba la diferencia de edad. Más recuerdos que nunca podría tener. Se obligó a sí misma a concentrarse en el presente, en los detalles para el comunicado de prensa del alcalde.

La ceremonia transcurrió con rapidez a pesar de los dobles votos y anillos, pero hubo el doble de aplausos y de vítores cuando los gemelos besaron a sus esposas. Paula estaba segura de que los cuatro se sentían aliviados. Les entendía bien. Pero, cuando terminara esa parte de la velada, tendría que preocuparse del banquete. Iba a celebrarse en la sala Gallatin, el elegante restaurante del complejo. Respiraría con tranquilidad cuando pudiera circular con libertad. Eso no significaba que no le estuviese agradecida a Pedro por ir con ella, pero, cuanto menos tiempo pasaran juntos, mejor. No tenía sentido avivar los chismorreos de Thunder Canyon sin necesidad. Pero después de que las dos parejas de recién casados abandonaran la sala, Pedro le estrechó la mano antes de que ella pudiera alejarse.

—La parte formal ha acabado, ahora es hora de divertirse un poco. Quédate conmigo y te enseñaré lo que es pasar un buen rato.

Eso era justamente lo que Paula más temía.

Polos Opuestos: Capítulo 4

—¿Y cuál es?

—Tú buscas una relación seria, pero yo no reúno tus condiciones. Solo busco divertirme en la boda de mi hermana. Nada permanente. Me has dicho que he sido un acompañante estupendo hoy. ¿No hablabas en serio?

—Por supuesto que sí, o no lo habría dicho.

—Entonces es oficial. Como mi compañera voluntaria de Acción de Gracias, has pasado la prueba de amistad de Pedro Alfonso con sobresaliente. No hay razón para que no puedas asistir al acontecimiento social del año en calidad de amiga.

—¿Amigos?

—Sí —y, si se convertían en amigos con derecho a roce, ¿quién era él para quejarse?

—¿Hablas en serio?

—Completamente.

—Sí que nos lo hemos pasado bien hoy. Y no quiero irme a casa —había cierta determinación en sus ojos, aunque las dudas se negaran a disolverse—. Pero si alguien hace alguna broma sobre ser una asaltacunas…

—Tendrás que sacar tu documentación y demostrar que tienes más de veintiuno para que nadie piense que me estás pervirtiendo.

—Oh, por favor… —pero se rió y después le señaló con el dedo—. Bien, iré contigo, pero solo como amigos. Nada de ataduras.

Pedro no lo habría permitido si fuera de otro modo.

Paula entró en el vestíbulo de tres plantas de altura del resort de Thunder Canyon del brazo de Pedro Alfonso. La gente se quedó mirándolos, pero nadie los señaló ni se rió, lo cual fue un alivio. Aun así, cuando Austin le había tomado la mano y se la había colocado en el brazo, habían parecido algo más que amigos. Ella había abierto la boca para reprenderle, pero su sonrisa cautivadora le había hecho olvidar su protesta. Aquello era como hacer dieta con una caja de donuts en la mano. Solo con tocarlo su fuerza de voluntad se esfumaba.

—Vaya —dijo él—. Mira este lugar.

Al hacerlo, Paula se quedó sin aliento. Había estado en el complejo turístico algunas veces, pero aquella noche se había transformado en un lugar romántico perfecto para casarse. Había dos grupos de sillas separados por un pasillo cubierto por una alfombra blanca que daba a la enorme chimenea de piedra. La repisa de esta estaba adornada con guirnaldas verdes y lazos rojos. Había flores de pascuaagrupadas en forma de árbol a cada lado de la tarima donde se casarían los novios. Los cristales colgantes reflejaban la luz del fuego, de las velas y de las pequeñas lucecitas blancas. Se quedó con la boca abierta.

—Es deslumbrante.

 —Sé lo que quieres decir.

 Había cierta gravedad en la voz de Pedro que hizo que Paula lo mirase. Se había quedado mirándola y el brillo de sus ojos le aceleró el corazón.

—Estaba hablando de la decoración —aclaró ella.

—Yo no.

En aquel instante, los dos días que había pasado debatiéndose sobre qué vestido elegir se disolvieron, y la prenda pasó un examen que ella ni siquiera había esperado. Había escogido un vestido negro de manga larga con mangas y corpiño de terciopelo y una falda adornada con encaje. Los zapatos también eran de terciopelo. Luego estaba el problema de qué hacer con el pelo. Hacía una noche fría y húmeda, así que la prioridad era el control. Se había puesto la raya a un lado, después se había apartado el pelo de la cara y se había hecho un recogido detrás de la oreja derecha. A juzgar por cómo Pedro la miraba, el peinado era lo único que iba a poder controlar. La gente pasaba frente a ellos y la sala comenzó a llenarse rápidamente.

—Será mejor que vaya a sentarme —dijo con un susurro rasgado que esperó que él no advirtiese.

—Bien.

Se acercaron a las sillas y Paula se dispuso a ocupar una en la última fila.

—Aquí no —Pedro bordeó la parte exterior de las sillas, puesto que el pasillo estaba bloqueado para la ceremonia, y la condujo hasta la primera fila, en el lado de la novia.

—Pero esto está reservado para la familia —protestó ella.

—Yo soy de la familia y tú eres mi… estás conmigo —le guiñó un ojo y después miró su reloj—. Tengo que ir a hacer una cosa. La organizadora de la boda nos tiene sin parar.

—¿Qué ocurre si llegas tarde?

—No quiero averiguarlo —se estremeció y después le acarició el brazo—. Volveré enseguida. No huyas.

Paula asintió, se sentó y tomó aire. Sentía la cara ardiendo, pero no tenía nada que ver con las llamas de la chimenea, sino con Pedro.

Polos Opuestos: Capítulo 3

Pedro estaba bastante seguro de que lo que veía en sus enormes ojos azules era pesar. Paula. Un nombre bonito y dulce para una chica bonita y dulce. Su melena era lo suficientemente oscura para denominarse caoba, pero al sol era roja. Las pecas de su nariz resultaban increíblemente monas, lo cual era una contradicción para su voz. Era una voz polvorienta, rasgada y grave que despertaba sus sentidos de la mejor delas maneras. Era una intrigante combinación de fuego y hielo que le daba ganas de conocerla mejor.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué no puedes ir conmigo?

—Porque soy demasiado mayor para tí.

Pedro se quedó mirándola y pensó que, si le odiaba tanto como para preferir clavarse un palo en el ojo antes que salir con él, podría haberse inventado una mentira mejor. Ya le habían mentido antes; había sido una traición tan personal que le había dejado una huella que jamás desaparecería.

—¿Cómo sabes cuántos años tengo, pelirroja? —preguntó él.

—Alguien lo mencionó hablando de lo mucho que habías logrado para tener tu edad.

—¿Y tú cuántos tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis?

Paula apretó los labios antes de responder.

—Acabo de cumplir los treinta.


Parecía una universitaria con su gorro de lana azul calado hasta las orejas y los mechones pelirrojos sueltos sobre su chaqueta.

—Ni hablar —dijo él.

—Por desgracia es cierto.

 —¿Por qué por desgracia?

—Porque pensé que, a estas alturas, ya estaría casada y sería madre —suspiró, frustrada y decepcionada—. En Texas conocí a muchas mujeres que querían casarse, pero no encontraban un hombre. Los hombres lo tienen mucho más fácil. Pueden chasquear los dedos y tienen montones de mujeres.

Pedro no estaba de acuerdo. No todas las chicas se morían por casarse, y él había tenido la mala suerte de elegir a una de esas. Después de eso, tener algo serio era lo último que deseaba, aunque estaba a favor de divertirse. Le gustaban las mujeres. Le gustaba Rose. Entregar algo de él haciendo voluntariado era algo que le gustaba, pero no había imaginado que sería tan divertido. Se lo había pasado muy bien aquel día. Y quería repetirlo.

—Ve conmigo —insistió—. ¿Qué puedes perder?

—Que me llamen asaltacunas es lo que puedo ganar.

—No es una diferencia de edad tan grande.

—Para mí sí.

—¿Así que prefieres ir sola?

 —Sí —respondió ella sin mucha convicción.

Pedro deseaba volver a ver a Rose porque era divertida y la boda sería mucho más interesante si podía hablar con ella. Pero había cierta testarudez en aquella boca que llevaba todo el día deseando besar. Tenía que encontrar una estrategia para hacerle cambiar de opinión. La vida le había puesto serias dificultades, tanto personales como financieras. A pesar de todo, había ido a la universidad y se había convertido en ingeniero. Le gustaba desmontar cosas para averiguar cómo funcionaban. O construir algo nuevo que no existía antes. Debía de haber una manera de utilizar sus habilidades.

Paula se encargaba de las relaciones públicas para la oficina del alcalde. Su trabajo era darle la vuelta a las cosas. Había dicho directamente que buscaba un hombre, así que era un comienzo. Tras el volante, Pedro giró su cuerpo hacia ella.

—Es más fácil encontrar un hombre cuando estás con uno.

—¿Qué?

—Piénsalo. Dicen que es más fácil encontrar un trabajo cuando tienes uno —eso no le había parecido tan patético en su cabeza—. Si estás sola en la boda, una chica tan guapa como tú, los hombres disponibles se preguntarán qué tienes de malo.

—¿Te refieres a la caspa, la halitosis o los soplidos cuando me rio?

—Sí —Pedro frunció el ceño. Aquello no iba como había imaginado—. Más o menos.

—Mira, Pedro…

—Escúchame —Pedro levantó una mano para silenciarla—. Si te ven conmigo, tendrás el sello de aprobación de Thunder Canyon y hombres a montones.

Ella sonrió.

—¿Así qué ese ha sido mi problema desde que me mudé aquí en verano? ¿El todopoderoso Pedro Alfonso no ha honrado mi vida social con su presencia?

—Bien dicho —Pedro intentó ponerse serio, pero no pudo evitar reírse—. En serio, dime que no te lo has pasado bien hoy.

—No me lo he pasado bien hoy —contestó ella automáticamente.

—Mientes. —Sí, para salvarte de ti mismo. Es muy dulce por tu parte pedírmelo, de verdad. Y agradezco la oferta, pero… No.

 —No acepto eso.

—Tienes que hacerlo.

—Ahí es donde te equivocas.

—¿Qué parte de «No» no comprendes?

—Prácticamente nada. Nunca lo he hecho —al perder a su madre con dieciséis años, había tenido ganas de renunciar a todo, y durante un tiempo lo había hecho.

Polos Opuestos: Capítulo 2

—Acabas de describir prácticamente a todos los hombres que conozco.

—Y a mí también —contestó ella, riéndose—. Y conozco a muchos hombres, teniendo cinco hermanos.

—Qué afortunada —dijo él con una envidia burlona—. Yo tengo dos hermanas.

Paula había conocido a la pequeña, Carolina, aquel día en el Rib Shack cuando los voluntarios se habían dividido en equipos. A ella ya le habían asignado ir con Pedro; una novata que aprendía los pormenores de la mano de alguien más experimentado. Su atracción hacia él había sido instantánea, y le había hecho a su hermana algunas preguntas. Casi deseaba no haberlo hecho, pero probablemente sería mejor saber desde el principio que no funcionaría. Aun así, la decepción no había afectado a su lista de cosas por las que estar agradecida en Acción de Gracias.

—Pero, en serio, Gonzalo es un gran jefe. Estoy en deuda con él por darme una oportunidad —Pedro apoyó la muñeca en el volante de la furgoneta—. Estamos en el mismo barco. Proteger Thunder Canyon y el medio ambiente es importante para los dos.

Ella asintió.

—Yo no llevo mucho viviendo aquí, pero me doy cuenta de que este es un lugar especial. Parte de lo que me atrajo aquí es que el pueblo se cuida a sí mismo. Me siento agradecida de formar parte de esto.

—Acuérdate de eso en la cena, cuando todos tengan que dar las gracias por algo.

Ella se carcajeó.

—¿Tu familia hace eso de verdad?

 —Oh, sí. Es una tradición. ¿Tú vas a cocinar o irás a algún sitio a cenar?

—Yo no cocino, de lo que mi familia está agradecida —respondió Paula—. Gonzalo y Laura me han invitado a cenar con ellos. ¿Y tú?

—En cuanto a cocinar, podría diseñar cómo atar un pavo, pero no creo que se pudiera comer. Va a ser una cena tranquila. Solo Carolina, Sonia y yo. Pero tomaremos el postre con los Cates, porque Marlon y ella no pueden soportar estar demasiado tiempo separados. Decidieron pasar esta última fiesta con sus familias. Será algo tranquilo porque la boda es pasado mañana.

—Lo comprendo.

—¿Por qué? —Pues porque es una boda doble —Lautaro Cates iba a casarse con Sonia Anderson, y su gemelo, Martín, iba a casarse con Aldana Clifton. Sería un acontecimiento fabuloso—. He oído que va a ser el acontecimiento social del año en Thunder Canyon. Por cierto, saldrás genial en las fotos familiares.

¿Sería apropiado decir eso? Nunca sería su novio, así que no era flirteo. Simplemente la verdad.

—¿Eso crees?

—Sí. Y estás buscando cumplidos otra vez.

 —De nuevo, me has pillado. Estarás allí, ¿verdad?

—Sí. Aldana es la prima del alcalde y él me pidió que tomara notas para el comunicado de prensa de su oficina.

—¿Como parte de tu trabajo? —preguntó él.

—Por eso y porque los Chaves han sido amigos de la familia Cates desde hace años.

Pedro se quedó mirándola con intensidad.

—Una boda doble. El acontecimiento social del año. Aun así no pareces entusiasmada al respecto.

—Será genial —Paula esperaba que no notase su entusiasmo fingido—. ¿Tienes ganas de que llegue?

—¿Llevar un esmoquin? ¿Sonreír hasta que me duela la cara? ¿Ser simpático con todo el mundo? —se encogió de hombros—. Será divertido.

—¿Quién es el que no parece entusiasmado ahora?

—¿Quién será tu afortunada cita? —preguntó él.

Aquella pregunta no sorprendió a Paula. Había salido con varios hombres del pueblo y se había ganado la reputación de «diva de las citas», lo cual hacía que resultase más patético aún el hecho de que fuese sola a la boda. Pero no podía mentir. Aunque estuviera tentada, Pedro lo sabría cuando se presentara sola.

—No voy a ir con nadie.

—Entonces te llevaré yo.

Oh, Dios, sentía pena de ella. Era una invitación por compasión, aunque muy amable por su parte. Y eso era un problema. Aquel día le había visto en acción y le gustaba lo que había visto. Era divertido, guapo, y ella había pasado mucho tiempo preguntándose si besaría bien. Podría tachar al menos cinco de las cualidades obligatorias para ella en un hombre. Irónicamente era la número seis de la lista la que suponía un problema. Era el mismo número que lo descartaba automáticamente. Su hermana Carolina le había dicho la edad que tenía; era seis años más joven que ella. Paula siempre había salido con hombres al menos cinco años mayores. Era la diferencia de edad perfecta y parte de su fantasía desde que fuera la niña de las flores en su primera boda a los cuatro años. No la iban a llamar «asaltacunas», pero casi. Y eso era inaceptable.

—Lo siento —dijo, y hablaba en serio—, pero no puedo ir contigo.

Polos Opuestos: Capítulo 1

Paula Chaves no había querido desnudarse con un hombre desde que se mudara a Thunder Canyon, Montana. Eso era un problema si querías casarte, y ella quería.

—¿Paula?

La voz profunda de Pedro Alfonso penetró en sus pensamientos y la sacó de su ensimismamiento.

—¿Sí?

—¿Estás bien?

—Claro —se quedó mirándolo, sentado al volante de la vieja furgoneta.  Ambos acababan de terminar de repartir cenas de Acción de Gracias para los más desfavorecidos del pueblo. Habían salido con la comida del Rib Shack, el asador de DJ, y Austin la había llevado de vuelta allí para recoger su coche—. ¿Por qué crees que no estoy bien?

—Estás muy callada. Temía que los vapores de triptófano de tanto pavo te hubieran dado sueño. Eso es más fácil de creer que…

—¿Qué? —preguntó ella.

—Que el hecho de que te aburra hasta dejarte en coma.

 Paula se carcajeó y negó con la cabeza.

—Eres un acompañante fantástico, Pedro, y lo sabes. Ahora solo estás buscando cumplidos.

—Me has pillado —las luces del estacionamiento vacío iluminaban el interior de la furgoneta y su sonrisa era claramente visible—. ¿Entonces no lamentas que te haya tocado yo como compañero hoy?

—No. Ha sido divertido.

Él asintió.

—¿Te arrepientes de haberte mudado a Thunder Canyon?

—No.

Solo lamentaba que Austin no encajara en su perfil masculino soñado, porque era, de lejos, el tipo más interesante que había conocido. Además era muy mono, al estilo Ryan Reynolds, el hombre más sexy del planeta. Si tan solo… Pero desear lo que nunca podría ser era una pérdida de tiempo y eso era algo que ella no tenía.

—¿Qué si me arrepiento de algo? —musitó.

Contemplando a través de la ventanilla los montículos de nieve que había sido apilada a los lados del aparcamiento, recordó la primera tormenta de nieve que hubo varios días atrás. Era precioso, pero hacía frío. Se estremeció y se caló el gorro de lana hasta las orejas.

—Ya no estoy en Texas. Vivir en el frío y la nieve es muy distinto a leer sobre los cambios de temperatura por Internet.

—Te acostumbrarás —le aseguró él—. Hazme caso, la nieve es mucho mejor cuando estás dentro de casa con un buen fuego encendido.

—Tengo una chimenea en mi departamento. Tendré que aprender a usarla —dijo ella.

—Yo he vivido aquí toda mi vida, salvo cuando me fui a la universidad. Eso se traduce en mucha experiencia. Así que, si necesitas ayuda con ese fuego, ya sabes a quién llamar.

¿Estaba sugiriéndole algo? El corazón le dió un vuelco, lo cual resultaba estúpido, y leer entre líneas algo romántico era más que patético. Era una reacción involuntaria que olía a desesperación.

—Supongo que la nieve es el precio que uno paga por vivir en las montañas de Montana y a mí me encantan. Gracias por enseñarme cómo funciona esto hoy, Pedro—se dispuso a abrir la puerta del coche—. Probablemente debería irme…

—¿Qué tal el nuevo trabajo? —preguntó él.

Paula volvió a mirarlo, agradecida por la excusa para quedarse un poco más.

—Está bien. Trabajar para el alcalde es genial. Bernardo Clifton es entusiasta y enérgico. Casi me siento culpable cobrando por hacer la publicidad y la comunicación para su oficina, porque hace que sea muy divertido —se quedó mirándolo a los ojos—. Entre tú y yo, este es el primer trabajo que tengo que no es para mi familia. No me malinterpretes, aprendí mucho en Petróleo Chaves, pero es agradable saber que tengo habilidades comerciales reales y que mi familia no sentía pena de mí.

—No, ahora tengo un trabajo con la empresa de tu familia y sienten pena de mí —contestó él riéndose—. En serio, trabajar para Petróleo Chaves de Montana es una oportunidad maravillosa. Estoy muy agradecido a tu hermano Gonzalo por confiar en mí.

—Él es el afortunado. Encontrar a un chico del pueblo con una formación de ingeniería, un estudiante de doctorado que investiga las alternativas en energías renovables… —la complejidad de lo que Pedro hacía era alucinante. Según Gonzalo, era brillante, innovador y apasionado con las nuevas tecnologías. No solo una cara bonita—. Gonzalo está verdaderamente excitado con las posibilidades.

—Pues ya somos dos.

¿Eran imaginaciones suyas, o Pedro se quedó mirando su boca al decir eso? Probablemente estuviera teniendo visiones. La desesperación provocaba efectos extraños en una mujer.

—Me alegro de que las cosas vayan bien con mi hermano, porque puede ser muy intenso y exigente.

La expresión de Pedro era irónica.

Polos Opuestos: Sinopsis

Alerta a todos los hombres solteros

Lo único que Paula Chaves quería era enamorarse, casarse y tener su final feliz. Pero, tras salir con todos los solteros del pueblo, seguía buscando a su hombre ideal. Eso no incluía al atractivo y encantador Pedro Alfonso, que no era apropiado para ella en ningún aspecto. ¿Por qué entonces todo el pueblo comentaba que estaban saliendo? Había algo de verdad en el rumor de que Pedro deseaba fijar la fecha de su boda… con la atrevida pelirroja que encendía su pasión…

lunes, 24 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Epílogo

Cuatro años después


A pesar del ruidoso ambiente de bar deportivo que había en el salón en el que cientos de espectadores se habían reunido para contemplar la final del Campeonato Nacional de Palabras cruzadas, Paula se retorcía las manos sudorosas y se mordía el labio inferior.

–¡Mami! Este vestido pica –se quejó la pequeña Olivia, de tres años.

–Lo sé, cielo. Solo falta un poco para que la abuela Rosa y el abuelo Alfredo terminen la partida.

–¿Quién crees que va a ganar? –preguntó Pedro, sacando a Oli de su silla y sentándola en su regazo.

–Siempre apuesto por la abuela, pero después de la paliza que le dió a Alfredo el año pasado –le guiñó un ojo a Pedro–, tengo lástima de él.

Olivia metió la cabecita llena de rizos rubios bajo la barbilla de su padre y cerró los ojos marrones con motas doradas. Ver a su hija acurrucada contra Pedro siempre emocionaba a Paula. No sabía cómo había tenido tanta suerte. Eran muy afortunados.

Alfredo y su abuela estaban disputando un campeonato nacional, pero cuando acabara la partida estarían aún más enamorados. Alfredo por fin había encontrado su veta de plata, y la abuela de Paula había estado con él cuando lo hizo. Tras gustarse en la fiesta de Año Nuevo de Alfredo, se habían vuelto inseparables. Tras un apasionado romance de seis meses, se habían casado en la cima de Mosquito Pass. Cuando no estaban inmersos en el campeonato de Palabras cruzadas, eran los conferenciantes estrella del circuito de jugadores amateur.

Paula asistía a la universidad para licenciarse en Psiquiatría infantil. Suponía muchas horas de desplazamientos y estudios, pero Pedro siempre estaba dispuesto a ayudar, al menos cuando no estaba trabajando. Estaba a punto de convertirse en jefe del cuerpo de bomberos de Pecan.

Luciana puso una mano delante de la boca de Mateo, que escupió un chicle morado.

–Puaj –Paula hizo una mueca.

–Eh, una mamá tiene que hacer lo que tiene que hacer –dijo Luciana , que había resultado ser una madre fantástica. Era un vendaval haciendo galletas y trabajo social voluntario; Howie tenía un cargo directivo en la fábrica de pan de Pecan.

–Oh, cielos –con la mano limpia, Luciana apretó el antebrazo de Paula–. Después de esa última palabra, están empatados. ¿Alguna vez ha habido empate a estas alturas del juego?

–No lo sé –dijo Paula–. La profesional es la abuela, no yo.

Mientras el presentador y el experto en Palabras cruzadas hablaban de estrategias y probabilidades, Paula cerró los ojos y deseó que acabara el juego. Ganar el título ese año significaría mucho para Alfredo, pero también para su abuela. Pedro, con Olivia dormida en los brazos, se inclinó hacia Paula.

–Después de la fiesta de celebración, ¿Que te parece si dejamos al bichito con mi hermana y hacemos nuestro propio campeonato de Palabras cruzadas con striptease?

–¿Cómo puedes decir eso en un momento como este? –Paula le dió un manotazo.

–Tenía que hacer que dejaras de pensar en el resultado del campeonato – sonrió él, mirándola con amor–. ¿Te das cuenta de que perder no será el fin del mundo para ninguno de ellos?

–Lo sé, pero…

Él interrumpió sus protestas con un beso. Vítores y aplausos entusiastas señalizaron el final de la partida.

–¿Quién ha ganado? –preguntó Pedro.

Paula sonrió. En cuanto a tener al mejor marido, la hija, las amistades y la familia perfectas, la respuesta no tenía vuelta de hoja.

–He ganado yo.



FIN

Paternidad Temporal: Capítulo 66

Alzó la vista y vio a Jed mirando por la ventana que había junto a la puerta. Se le secó la boca.

–Hola –dijo él con esa voz que ella adoraba.

No sabía por qué había huido de él. Su dulce y querido Pedro. Ella no se lo merecía. No se merecía a nadie…

–Me diste un susto de muerte –dijo él, empujando la puerta y entrando–. ¿Por qué no me contaste lo de tu ex?

–Mi abuela es una bocazas.

–Yo no diría eso. A mí me gusta. Creo que tenías razón, tenemos que emparejarla con Alfredo.

–Oh, Pedro–Paula fue hacia él y se agarró a su cuello sollozando–. Por favor, abrázame.

Él lo hizo. Con fuerza y cariño.

–Cuando te oí gritándole a Luciana, algo explotó en mi interior. No sé qué me ocurrió. Mi matrimonio con Diego acabó hace años. Apenas duró tres meses – paró para tomar aire–. Abu estaba enferma, le habían diagnosticado cáncer de mama y creía que iba a perderla y me quedaría sola en el mundo. Entonces lo  conocí en una fiesta y me pareció la respuesta a todas mis plegarias. Cuidaba de mí, pero había indicios negativos que ignoré. Cuando a la abuela se le cayó el pelo, se burlaba de ella con sus amigos, creyendo que yo no lo oía. Al principio fueron detalles pequeños, pero debería haberles prestado más atención. Sabía que era malo, Pedro, pero me sentía insegura y me asustaba la soledad. Al final, con él descubrí que hay cosas que dan mucho más miedo que estar sola.

Empezó a llorar con desconsuelo. Pedro se limitó a abrazarla. Pasados unos minutos, la alzó en brazos y la llevó al sofá.

–Vamos a ir más despacio –dijo él, apartándole el pelo de la frente para besar sus cejas y sus mejillas–. Si te parece bien, me gustaría que tuviéramos al menos cien citas. Después, cuando estés convencida de que nunca querría ni podría hacerte daño, quiero que consideres la posibilidad de ser mi esposa. ¿Crees que podrías hacer eso?

Aún llorando, pero esa vez lágrimas de júbilo, asintió contra su pecho. Adoraba su olor a verano, montañas y bosques. Sentada en su regazo, abrazada a su cuello, Paula liberó años de tensión. Era un hombre gentil y fuerte. Lo bastante fuerte para protegerla a ella, a sus hijos, a su abuela, a Luciana y a su marido, a los trillizos y a toda la familia junta. Se sentía más fuerte. Por fin se había perdonado por involucrarse con perdedores como Fernando y Diego. De repente, en brazos de Pedro , dejó de sentirse sola para sentirse unida a muchas personas. Ya no quería pasar los sábados por la noche leyendo revistas de decoración y pintando el cuarto de baño. Quería sentarse a la mesa a jugar a Palabras cruzadas o a las cartas, riendo y charlando hasta que no tuvieran nada que decirse. Pero estando juntos, siempre tendrían historias que contar. Y risas. Y amor.

–¿En qué piensa esa cabecita tuya?

–En lo feliz que soy. Y en cuánto siento haber dudado de tí. Te oí levantar la voz y me volví loca.

–Si te hubieras molestado en hablarme de tu ex, habría sabido que no debía alzar la voz en tu presencia –le secó las mejillas con los pulgares.

–No puedes andar de puntillas por miedo a asustarme –dijo Paula–. No sería justo.

–Tú no puedes seguir teniendo miedo.

–Lo sé. Por eso quiero hablar de esto con un profesional. Lo que tenemos es demasiado especial para arriesgarnos a perderlo por culpa de mis fantasmas.

–¿Tu ex vive en esta zona?

–Lo último que supe de él fue que se había trasladado a Los Ángeles, para ser entrenador personal de los famosos. Solo le importaba su físico. Quería tenerme cerca como objeto decorativo. No le gustó nada que yo quisiera más.

–¿Por eso dejaste la carrera?

–Sí. Menuda estupidez, ¿Eh?

–Considerando lo que te hizo pasar, yo lo llamaría instinto de supervivencia.

–Abrázame. Y si alguna vez vuelvo a saltar así, recuérdame quién eres y lo que compartimos.

–Eso haré –la apretó contra sí.

No la soltó hasta que su pulso recuperó la normalidad y sus ojos se secaron. Hasta que se sintió lo bastante segura para enfrentarse al mundo.

–Odio arruinar este momento, sobre todo porque me encanta tenerte entre mis brazos, pero ¿No se está quemando algo?

–¡El pollo de la abuela! –Paula se levantó de un salto y corrió a la cocina– Espero que no sea demasiado tarde. Le ha dedicado mucho tiempo.

Pedro se puso un guante de cocina y levantó la tapa de la cacerola.

–A mí me parece que está bien.

–No puede ser –Paula removió el guiso con una cuchara de madera–. Puaj. La abuela se va a disgustar mucho.

–¿Qué le pasa?

–Mira –se apartó para que Pedro viera el centímetro de salsa requemada que había al fondo de la cazuela.

Apagó el horno y comprobó de un vistazo que los bollos de pan no habían tenido mejor suerte. Pedro puso la cazuela en el fregadero y la llenó de agua caliente.

–Ahora que lo pienso, tengo bastante hambre. Una comida casera me habría venido muy bien.

–No guiso tan bien como Abu, pero la despensa y el congelador están bien abastecidos. Puedo preparar algo.

–¿Seguro? Podríamos salir –puso la mano en su hombro desnudo y ella se inclinó hacia él.

De repente volvía a ser el día de Navidad, pero esa vez se habían cumplido todos sus deseos. Le habían traído las pinturas. Y la casa de Barbie y un Ken perfecto, por añadidura. Solo que se llamaba Pedro. Y era mucho más guapo.

–Veamos –Paula abrió el congelador–. Filetes, chuletas, espaguetis, gofres.

–¿Por qué no cenamos un desayuno? Prepara tú los gofres. Yo hago unas tortitas de escándalo.

Mientras ella sacaba los gofres, Pedro se movió a su alrededor, buscando los huevos en la nevera. Y en ese momento de camaradería, Paula supo que había encontrado su nueva familia, su hogar.

Paternidad Temporal: Capítulo 65

–Ni tú. Porque si lo hubieras hecho, sabrías que le pidió perdón a Luciana y le dió un gran abrazo.

–¿Y cómo puedes saberlo tú?

–¿Recuerdas que te pareció oír el teléfono anoche? Era él.

–Abuela, ¿De lado de quién estás? ¿Has escuchado una palabra de lo que he dicho? ¡Gritó!

–¡Igual que estoy gritando yo, Paula! La gente discute. Supéralo. ¿Quién es la maníaca del control ahora? No puedes encerrarte en una cajita esterilizada en la que nunca entre el dolor, nena. Sería agradable, pero irreal. Eso es lo que más le reprocho a Diego, que arruinara tu visión del mundo y te hiciera creer que todos los hombres son malos. Tienes que abrir tu corazón y volver a creer en la bondad, cariño. Al menos en lo que se refiere a Pedro. Plantéate darle una segunda oportunidad. No digo que corras a casarte con él, pero tendrías que hablarle, explicarle lo de Diego y lo que viviste.

–¿Y si no puedo?

–Si no puedes, ¿Qué? ¿Hablar con él?

Paula asintió.

–Eso es cosa tuya. No voy a obligarte a hablar. Ni él tampoco. Pero lo he invitado a cenar. Hoy a las seis. Pollo guisado. Tu plato favorito.

–No tengo hambre.

–Bueno –su abuela se levantó–. Entonces habrá más para nosotros.


Tras el volante de su camioneta, con el viento alborotándole el pelo, Pedro tendría que haberse sentido mejor. Pero estaba tenso. No entendía que Paula hubiera mantenido su matrimonio en secreto. Y menos aún que hubiera estado casada con un maltratador de mujeres. Nunca se había considerado violento, pero no le habría importado nada presentarle su puño a ese bastardo. Tensó la mandíbula y apretó las manos sobre el volante. Se preguntó si era lo bastante fuerte para ayudarla a superar esa clase de herida. Sonrió con tristeza. Por ella se enfrentaría al mundo entero, incluso si ese mundo estaba dentro de la cabeza de Paula.



–Estás preciosa –dijo la abuela Rosa cuando Paula entró en la cocina, que olía a comida deliciosa.

–Gracias –había sustituido los pantalones cortos y la camiseta que le había comprado Pedro, de color maíz,  por un vestido de verano color rosa pálido.

Mientras se cambiaba había recordado ese día. Ese primer beso. Había estado feliz con Jed hasta descubrir la oscura verdad. Pero si era tan horrible como había llegado a creer, ¿por qué se había puesto la camiseta? Tendría que donarla a beneficencia, como había hecho con todos los regalos de Diego. Recordó lo que le había dicho su abuela. Quizás se había puesto la camiseta porque en el fondo sabía que sus precipitadas conclusiones sobre el carácter de Pedro eran falsas. Tal vez sus gritos no tuvieran nada que ver con los de Diego. Los niños discutían en el colegio a todas horas. Sus padres discutían y luego hacían las paces. Tenía que reconocer que Pedro tenía derecho a estar molesto con su hermana, pero no a gritarle. Se frotó los brazos desnudos. Tenía frío y se preguntaba si volvería a sentir calor alguna vez en su vida.

Sonó el timbre de la puerta. El corazón le dió un vuelco.

–Llega pronto –su abuela puso la tapa en la olla más grande, se quitó el delantal y lo dejó en la encimera–. Remueve esto cada pocos minutos y procura que no se quemen los bollos de pan.

–Pero, ¿Adónde vas tú?

–Al club de Palabras cruzadas –besó a Paula en la mejilla–. Adiós, cielo. Diviértete.

–Pero…

Alguien llamó a la puerta de atrás.

–Bien –dijo la abuela–. Ha llegado mi transporte. ¡Ya voy, Lu!

–Abuela Rosa, no puedes…

–Es posible que vuelva tarde. No me esperes levantada.

Paula se preguntó cómo podía hacerle eso su abuela que, como si le hubiera leído la mente, se volvió hacia ella antes de salir.

–Ah, y por si te lo estás preguntando, esto es cuestión de amor. Tienes que contarle a Pedro lo de Diego, cielo. No dejes que tu miedos del pasado arruinen tu futuro –le tiró un beso y se marchó.

El miedo oprimió el pecho de Paula. No estaba segura de qué temía más, si a Pedro o a cómo reaccionaría cuando le hablara de su matrimonio. Tras pensar en lo que había dicho su abuela, había admitido que tal vez Pedro sí fuera el gran tipo que había creído. Y si no había huido de él, la única conclusión lógica era que huía de sus propios miedos e inseguridades. Se preguntó si él pensaría peor de ella cuando descubriera que se había casado con un impresentable. Miró a su alrededor. Tenía que salir de allí. Podía volver a su piso. Sí. Era un buen plan. Correr. Esconderse. Su bolso estaba en la consola del vestíbulo, pero no recordaba dónde había puesto las llaves. Tenían que estar en algún sitio. Abrió el bolso. No estaban en ningún compartimento. Sonó el timbre de la puerta.

Paternidad Temporal: Capítulo 64

Al dÍa siguiente, Paula se sentó al sol en el rincón que su abuela destinaba a los desayunos. Afuera seguramente estaban ya a treinta grados, pero la casa le parecía tan fría como la mañana después de Navidad. Se sentía defraudada. Ya había abierto todos los regalos. Le habían echado calcetines y ropa interior en vez de la casa de Barbie y una caja de pinturas. Había visto una gran promesa en Pedro. El potencial de una felicidad duradera. Pero Diego también le había parecido bien al principio. No se había casado con él a sabiendas de que se convertiría en un maltratador de esposas. Se tironeó del pelo. No sabía cómo había podido equivocarse tanto con Pedro. Al principio había creído que era como Fernando, que la estaba utilizando para cuidar de Camila, Joaquín y Mateo, pero era mucho peor. Y todo el tiempo que habían estado juntos, le había ocultado su lado oscuro. Había simulado ser alguien que no era. Había dicho que la amaba, pero incluso eso era mentira. Todo. Cada beso, caricia y mirada. Cada conversación que había parecido unirlos…

–El café huele de maravilla –dijo su abuela, entrando en la cocina–. ¿Has hecho para dos?

–Para una docena.

–¿Una noche dura? –preguntó la abuela Rosa.

–Una vida dura –contestó Paula.

–¿Estás ya lista para hablar?

Paula no lo estaba, pero sabía que su abuela llegaría al fondo del asunto antes o después. Así que era mejor emprender la tortura de explicarlo. Tomó un sorbo de café y dejó escapar un suspiro.

–Imagino que esperas una historia larga y tenebrosa, pero la versión resumida es que conocí a un tipo, pensé que era el hombre de mi vida y resultó ser igual que Diego.

–¿Estamos hablando de Pedro? –su abuela frunció los labios y movió la cabeza.

–Sí. ¿De cuántos tipos crees que puedo enamorarme en menos de una semana? Espera, nunca te he hablado de él. ¿Cómo…?

–Tengo mis métodos –dijo su abuela. Agarró uno de los tazones amarillos que colgaban bajo un armario–. Es el que me dió la lata por teléfono. Me pidió permiso para llevarte a Colorado.

–¿Qué? –si Paulahubiera tenido el tazón en la mano, lo habría dejado caer.

–¿No te lo contó?

–No, claro que no.

La abuela movió la mano como si la bomba que había dejado caer no tuviera importancia.

–¿Sabes lo que significa eso? Sabe dónde estoy. Ha hecho una de esas lunáticas búsquedas en Internet y ahora se convertirá en acosador y…

–Para –puso su mano nudosa sobre la de Paula–. Cariño, con este no te falló el instinto. Al menos eso creo, porque a mí me dió muy buena impresión. No buscó mi número en Internet, sencillamente llamó a información. Cuando telefoneó, me explicó quién era y cómo te había pedido que lo acompañaras a buscar a su hermana. Al principio me preocupé, así que le pedí que viniera a tomar café, ya que solo estoy a una hora de Pecan. Vino con los bebés. Un vistazo a sus ojos llenos de cariño y temor por su hermana y supe que estarías en buenas manos. Ví…

–¿No te parece raro que no me dijera que se había encontrado contigo?

–A mí me pareció raro que no te tomaras el tiempo para decirme que ibas a salir del estado con un desconocido –dijo la abuela, encogiéndose de hombros–. Pedro dijo que no quería que supieras que había venido, porque pensarías que era una tontería. Y, a juzgar por tu expresión, tenía razón. Pero piénsalo. Hoy en día, ¿qué clase de hombre se preocupa lo bastante por una mujer para pedirle a su abuela permiso para llevarla de viaje?

–Trucos –Paula se dió un golpecito en la sien–. ¿No lo ves? Quería que creyeses que era amable y considerado. Pero eso es una apariencia. Por dentro es un maniaco del control, igual que Diego. Anoche se puso a gritar. Sé lo que  viene después.

La abuela de Paula se sirvió café y fue a sentarse con ella. Tenía los ojos húmedos.

–Tendrían que haber encerrado a Diego para siempre por lo que te hizo.

–Por fin estamos de acuerdo en algo.

–En realidad no –contradijo su abuela–. Al menos, no por las razones que crees.

–¿Qué? Es un monstruo. Eso está claro.

–Sí –la abuela agarró una servilleta de papel y se secó los ojos–. Es un enfermo por lo que te hizo físicamente, pero lo que le hizo a tu corazón, Paula, eso es el auténtico crimen. Le has dado mucho poder. Tus pensamientos y acciones están tan marcados por lo que hizo que ni siquiera confías en tu sentido innato del bien y del mal. Es cierto que a Pedro le gusta tener el control, pero a diferencia de Diego, que lo necesitaba para elevar su escasa autoestima, Pedro lo hace para asegurar el bienestar de la gente a la que ama. Como a su hermana. Y a tí, Pau. A tí.

–Tú no estabas allí anoche –Paula movió la cabeza y tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta–. No lo oíste gritarle a Luciana.

Paternidad Temporal: Capítulo 63

–Vale –Daniel soltó una risita–. Estaremos pendientes de su coche, pero lo de Luciana ha embarrado tu reputación en la comisaría, colega. Si encuentras indicios de secuestro o de problemas, llámame e intentaré ayudar.

Pedro colgó el teléfono y se convenció de que no tenía necesidad de vomitar. Las náuseas que lo atenazaban estaban en su cabeza. Igual que el temor de haberse equivocado con Paula. El miedo a que no fuera la mujer que creía que era. Si ese era el caso, no sabía cómo iba a poder soportar que viviera enfrente de él. Cada vez que abriera o cerrara la puerta, recordaría lo tonto que había sido al confiar ciegamente en ella. Su vena maníaca de control era la vena sabia. Tenía que desechar de una vez la vena romántica. «¿Cómo puedes pensar eso? ¿Y si está herida? ¿Y si te necesita? ¿Dónde está tu sentido de la lealtad? ¿Dónde está tu compasión?» Con la esperanza de aplastar esa maldita vena romántica, buscó en su cartera el número de teléfono que había usado una vez. Lo marcó.

–¿Pedro? –contestó alguien al tercer timbrazo.

Lo decepcionó oír la voz de la abuela de Paula, en vez de la de su amada. Había hablado con ella una vez, justo antes de iniciar el viaje. Era anticuado, pero había querido presentarse. Pedirle permiso para llevarse a su nieta.

–Sí, señora Chaves, soy yo. Siento llamar tan tarde, pero es que…

–Paula está aquí, y está llorando. ¿Le has hecho daño?

Él tragó saliva. Daniel y sus colegas del parque de bomberos tenían razón al pensar que era idiota. No sabía qué demonios le ocurría.

–Si le hice daño, no sé cómo fue –dijo–. Le eché la bronca a mi hermana y luego Luciana y yo nos abrazamos. Le pedí perdón por haber perdido los nervios y ella me perdonó. Después fui a buscar a Paula, a pedirle disculpas por haberme dejado llevar por la frustración, pero se había ido.

–¿Me prometes que eso es cuanto ocurrió? –la abuela de Paula suspiró–. ¿No le pegaste?

–¿Pegarle? ¿Qué clase de monstruo cree que soy? Puede que tenga manías que resolver, pero mi idea de terapia no incluye golpear a mujeres.

–Con eso me basta. ¿Quieres a mi nieta?

–No sé cómo ha podido ocurrir tan rápido, pero sí –admitió Pedro–. Quiero a Paula.

–¿Te contó algo de su primer matrimonio?

–¿Estuvo casada?

–¿Te gusta el pollo estofado? –la mujer se aclaró la garganta.

–Sí, señora.

–A mí también. Ven mañana a las seis de la tarde y haré una buena tanda para cenar.

Colgó, dejando a Pedro más confuso que nunca.

-¿Quién ha llamado? –preguntó Annie, secándose el pelo con una toalla.

–¿Qué quieres decir? –la abuela Rosa no levantó la vista de su crucigrama.

–Me pareció oír sonar el teléfono.

–¿Quién iba a llamar a estas horas?

«Pedro. Para explicar lo inexplicable», pensó ella. Pero Jed no sabía dónde estaba, ni tenía el número de teléfono de su abuela.

–Tienes razón –Paula se sentó en el sofá y alzó los pies para frotarse los dedos, que estaban helados. Desde que había salido de casa de Pedro no conseguía entrar en calor.

–¿Estás lista para contármelo todo? –preguntó su abuela.

Pero Paula tenía que reflexionar antes, porque ni siquiera ella sabía qué había ocurrido.

Paternidad Temporal: Capítulo 62

Pedro entró en la cocina y se encontró con una escena tórrida.

–Demonios, chicos, busquen una habitación.

–Buena idea –rió Luciana–. Marcos, voy a por los bebés, tú empieza a cojear hasta el coche. Para cuando yo acabe, quizás hayas llegado.

–Ja, ja. ¿Es siempre tan desagradable con la gente herida? –le preguntó Marcos a Pedro.

–Por desgracia, sí –Pedro encendió la luz del lavadero–. ¿Dónde diablos puede estar Paula?

–¿No habrá ido a por algo a su piso? –Luciana empezó a subir la escalera–. Échame una mano. Estoy segura de que volverá enseguida.

Cuando la hermana de Pedro y familia salieron de allí, eran las diez de la noche. Ni Paula estaba en su piso, ni su coche estaba en el estacionamiento. Pedro volvió a casa para ver si había una nota diciendo que iba a la tienda o algo así. No encontró nada. Se preguntó por qué se había marchado así, sin decir palabra. Ese era el estilo de Luciana, pero no el de Paula. Ella era muy responsable. Seguramente no había querido interrumpir su reunión con Luciana y había ido a la tienda a por pan y leche. Suspiró. En su opinión, ya habían jugado bastante Busca a la persona amada esa semana. Aunque pareciera imposible, en eso se había convertido Paula. En su persona amada. Su todo. No sabría qué hacer sin ella. Controlando su ansiedad, deseó no tener que descubrirlo nunca. Agarró el mando de la televisión, puso un partido de béisbol y se sentó en el sofá a esperar.


–No te asustes, abuela. Soy yo –Paula tecleó el código para que no saltara la alarma. Inhaló el aroma a popurrí de canela que siempre le había proporcionado sensación de calma y bienestar. Sí, ese era su auténtico hogar, y no quería volver a dejarlo nunca.

–Pero bueno, chica –dijo Abu–. ¿Qué haces aquí a esta hora de la noche?

–Te echaba de menos –Paula forzó una sonrisa e intentó sonar animada–. Así que decidí venir de visita.

Su abuela encendió la luz del vestíbulo, arruinando el intento de camuflaje de Annie.

–Has estado llorando. Ven, prepararemos cacao y me lo contarás todo.

–No hay nada que contar.

–Nunca me has mentido con éxito –la anciana de pelo blanco frunció los labios–. No creas que vas a empezar ahora. En marcha.

Agradeciendo que alguien dirigiera su desastrosa vida, aunque fuera un rato, Paula obedeció.

A medianoche, Jed llamó a su amigo Ferris a la comisaría. Cuando le transfirieron la llamada, Daniel tuvo el descaro de reírse de él.

–¿Me estás diciendo que ya has perdido a otra mujer?

–Maldición, Daniel, no tiene gracia. Paula no se iría sin más. La conozco como a mí mismo.

–¿La conoces tanto como a tu hermana? Ese asunto lo fastidiaste bien, amigo. Si hubieras sido paciente, como te pedí, habríamos encontrado a Luciana antes que tú y tu nueva amiguita cruzarais la frontera del estado. Te dejé al menos media docena de mensajes. Si no hubieras olvidado tu móvil en casa te habrías…

–Lo sé, lo sé. Me habría ahorrado un inútil viaje de mil doscientos kilómetros –Pedro se frotó la frente. Se había perdido todos esos mensajes porque, para su vergüenza, había usado una clave de acceso remoto equivocada. Ese error lo acompañaría hasta la tumba–. Créeme, sé mejor que nadie que metí la pata hasta el fondo.

–Tú lo has dicho –dijo Daniel, sarcástico.

A Pedro le fue fácil imaginarse la expresión de condescendencia de su amigo en ese momento. Sin duda, todos sus amigos pensaban que era un idiota, pero tenía que defenderse.

–Paula es diferente –arguyó, consciente de que sonaba como un loco–. No puedo explicarlo. Sé que es la única mujer para mí, amigo, pero se ha ido. Ya han pasado unas horas y…

Paternidad Temporal: Capítulo 61

–Zorra estúpida. Te dije cerveza baja en calorías. Sabes que estoy entrenándome para ese espectáculo de musculación en el gimnasio.

-Lo siento, Diego. No les quedaba. Pensé que esta valdría.

–Ya, pues te equivocaste –golpeó la pared con el puño, haciendo un
nuevo desconchón.

Paula, encogiéndose por dentro, dobló y desdobló el paño de cocina que colgaba junto al fregadero. Era bonito. Se concentró en el estampado de rosas. Los paños habían sido un regalo de su abuela, que la había advertido respecto a Diego. Abu le había dicho que se estaba precipitando al casarse. Que estaba huyendo del dolor provocado por la pérdida de su abuelo y porque sus padres tuvieran un nuevo destino en el extranjero. Buscando atajos para iniciar su propia familia.

¡Pum!

En vez de dar otro golpe en la pared, Diego se volvió hacia Paula y se lo dió a ella.

–La próxima vez que te pida que compres baja en calorías, si no hay en una tienda buscas en otra. Sabes que he tenido un mal día en la fábrica. ¿Por qué tienes que arruinarme la noche también?

–Yo… no.

Se refugió más en su interior. Él la golpeó de nuevo, más fuerte.

–Sal de aquí. Y no vuelvas hasta que tengas la cerveza que he pedido.

Paula no se había molestado en volver. En urgencias había rellenado una denuncia. Y al día siguiente los papeles de divorcio. Sin hijos y sin apenas propiedades compartidas, el asunto se solucionó pronto, sobre todo porque Diego ya tenía en espera a otra mujer a la que golpear. Había intentado avisarla, pero no había servido para nada. Embobada con el físico de Diego, Leticia solo podía pensar en acostarse con el hombre que creía que era. Minutos después, en su piso, con el cerrojo echado, rehízo su bolso de viaje, agarró las llaves del coche y dejó a Pedro igual que había dejado a su esposo cinco años antes. Sin hacer ruido. Sin protestar. Para siempre.




A Pedro , en la cocina, le temblaban las piernas de alivio. Su enfado con Luciana provenía de lo mucho que la quería, y ella lo sabía. La abrazó.

–Uf –dijo Marcos, entrando en la habitación–. Ya suponía que solo tardarían unos minutos en arreglarse. Para que lo sepas –le dijo a su mujer–, estoy de acuerdo con tu hermano. Si me hubieras hecho esa faena a mí, habría llamado a toda la policía desde aquí al Cañón del Colorado.

–Dejenlo ya. Lo he entendido. Creanme, si vuelve a ocurrir algo así…, y rezo que para no ocurra, recurriré a telegramas cantados si es lo que hace falta para avisarles.

–Gracias –Pedro le dió una palmadita en la espalda–. Eso es cuanto pido – miró el vaso que tenía en la mano–. Caramba, había venido a por un refresco para Paula, pero estaba tan enfadado contigo que me olvidé de ella. ¡Ahora mismo te llevo la bebida! –gritó.

–Es fantástica –susurró Luciana–. Perfecta para tí. En vez de quejarte pero mi escapada, tendrías que estar dándome las gracias. Si no hubiera sido por mí, no estarían juntos.

Pedro miró a su hermana con el ceño fruncido.

–Cielo, yo que tú no diría más –recomendó Marcos, poniéndole un brazo sobre los hombros.

–Haz caso a tu marido –dijo Pedro. Con el vaso en la mano, volvió a la sala.

Pero Paula no estaba. Como la luz del cuarto de baño estaba apagada, supuso que habría subido a ver a los bebés. Subió los escalones de dos en dos.

–¿Paula? –llamó.

No estaba en su dormitorio. Ni en el cuarto de baño. Ni en la habitación de invitados en la que dormían los bebés. Volvió a bajar.

–Luciana, ¿Está Paula con ustedes?

Silencio.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 60

Pedro miró las muletas de Marcos, los pómulos llenos de cardenales, el ojo morado y el pie escayolado. Supo que, por horrible que estuviera su cuñado una semana después del accidente, habría estado mucho peor cuando su hermana voló a verlo. Pero tras una hora de ver a Luciana hacer carantoñas a sus bebés, actuando como si no hubiera pasado nada, empezaba a hervir de frustración.

Mientras Pedro estaba en la cocina preparando refrescos para todos, siguiendo el juego de «no pasa nada» de Luciana, no pudo dejar de rememorar la desesperación que había sentido. El pánico que lo había atenazado cuando pensó que a su hermana podía haberle ocurrido algo serio. Había sentido lo mismo cuando su hermanito estaba en la casa muriendo. Y cuando sus padres fallecieron, y cuando Luciana se convirtió en una adolescente rebelde empeñada en destrozar su vida antes de que empezara. Alzó la vista y vioó que su hermana estaba en la cocina, sonriéndole y echando hielo en un vaso.

–Vaya lío, ¿Eh? Aparte de que Marcos quedó malherido y yo me torcí el tobillo, no había tenido una aventura igual desde…

–¿Una aventura? ¿Crees que esta semana ha sido una aventura?

–Cielos, Pedro, deja de ser tan gruñón –agitó la mano en el aire–. Sabes a qué me refiero. A volar y conducir e intentar contactar el uno con el otro. En retrospectiva, ha sido excitante. Quizás podríamos repetirlo, exceptuando…

–¡Maldición, Luciana! –Pedro dió una palmada en la puerta de un armario–. Esto es típico de tí. Hasta la abuelita más antigua tiene móvil hoy en día, pero tú…

–Hablando de eso, ¿Dónde estaba tu móvil mientras ocurría todo esto?

Típico de Luciana sacar a relucir su error justo cuando intentaba echarle una bronca.

–Mi teléfono estaba aquí, pero estamos hablando de tí. De cómo no me localizaste antes de que me fuera a la cabaña. Me dejaste aquí con tres bebés. A mí. Un soltero que no sabe nada de bebés. Y te fuiste sin más, sin siquiera intentar dejarme un mensaje.

–¡Lo intenté! Al menos cincuenta veces. ¿Quieres que las enumere? Una, en el aeropuerto, pero no estabas en casa. Dos, en…

–¡Déjalo! –le gritó Pedro, incapaz de controlar su ira.

En el salón, Paula dió un bote. La última vez que había oído gritar así, había sido con Diego.

–Oh, no, ya empiezan –Marcos gimió–. Pedro tiene buena intención, pero en lo que respecta a Luciana, nunca ha aprendido a soltarse.

–Ella es todo lo que tiene.

–Lo sé –dijo Marcos–. A ella le pasa lo mismo con él. Es decir, sé que ahora me tiene a mí, pero con Pedro es diferente. Tienen un extraño vínculo que aún no he conseguido entender.


–Esta tiene que ser tu última travesura, Luciana–siguió Pedro–. La última vez que actúas como una cría. Marcharte sin decirle a nadie dónde ibas fue solo eso: infantil. Fueran cuales fueran las circunstancias. ¿Y si los bebés hubieran sido mayores? Lo bastante para saber que mamá se había ido y para preocuparse de si volvería o no. ¿Qué les habría dicho?

–Lo siento –dijo Luciana con voz rota–. No pretendía no llamarte a propósito, Pedro, igual que tú no olvidaste el móvil a propósito. Actúas como si lo hubiera hecho todo para fastidiarte. Dios, siempre piensas lo peor de mí.

–Creo que iré a hacer de árbitro –dijo Marcos.

Paula se retorció las manos, alegrándose de que los bebés estuvieran arriba dormidos.

–¡De eso se trata! –rugió Pedro–. Me has fastidiado mucho en el pasado, Luciana. ¿Recuerdas cuando me llamaste borracha desde la fiesta de Pablo Henning? Me pediste que fuera a recogerte y, entretanto, te fuiste con Santiago Davis. No volviste a casa en tres días. ¿Y qué me dices de la vez que…?

–¡Cállate! –disparó Luciana–. Ya no soy una niña problemática.

–No. Eres una madre a la que le pareció normal subirse a un avión sin…

Paula cerró los ojos con fuerza. La voz de Pedro se parecía mucho a la de Diego. Su ex marido gritaba antes y pegaba después. Se preguntó si Pedro sería así. Al fin y al cabo, si gritaba a su hermana igualmente podía gritarle a su novia, o a su esposa. Tendría que haber sabido que no debía enamorarse de él. Había ignorado montones de señales. Su naturaleza controladora. Su aparente perfección. Y habían llegado los gritos. Era más de lo mismo. ¿Cómo podía estar tan ciega? ¿Ser tan tonta? Por lo visto, no había aprendido nada en los últimos cinco años. La había preocupado gustarle a Pedro solo por su maña con los bebés. Eso no era nada comparado con lo que estaba descubriendo. Diego había iniciado su relación con ella haciéndole creer que era la respuesta a todas sus oraciones. Le compraba flores y caramelos y le cantaba canciones de amor en el karaoke del bar. Paula agarró su bolso y salió de la casa.

Paternidad Temporal: Capítulo 59

–Por supuesto.

Él dejó caer los hombros con alivio. Él también quería hijos. No aún, pero pronto.

–¿Y tú?

El rostro de Paula se iluminó al verlo asentir.

–No estás embarazada, ¿Verdad? –preguntó Pedro justo después de la salida al aeropuerto internacional de Denver.

–¿Qué? –Paula lo miró atónita, limpiándose las lágrimas.

–Estás llorando. Y acabamos de enterarnos de la noticia de Martina.

–No. No estoy embarazada, al menos, no lo creo.

–Entonces, ¿Qué pasa?

–Mira el espejo. Las montañas son preciosas. ¿Cómo puedes soportar dejarlas?

Pedro se rió, no porque le pareciera una tontería, sino porque entendía cómo se sentía.

–Luciana y mi madre siempre lloraban cuando nos íbamos. Papá nunca sabía si lloraban porque se habían acabado las vacaciones o por lo que sentían por las montañas.

–Tal vez un poco de las dos cosas –Paula se sonó la nariz en una servilleta de papel que encontró entre los asientos–. No esperaba pasarlo tan bien. Quizás te suene raro, pero como somos miembros del mismo equipo…

–Claro, claro –él sonrió.

–Sé que este viaje ha sido bueno para ti porque te ha hecho comprender que Luciana puede cuidarse sola. También ha sido bueno para mí. Los últimos años no han sido demasiado buenos y empezaba a pensar que no volvería a confiar en nadie.

–Gracias –Pedro estiró una mano hacia la suya–. Después de lo que Luciana me hizo pasar, no sabes cuánto significa para mí oír eso. Hubo un tiempo en el que creí que iba a volverme loco.

–Puede que Luciana no lo sepa, pero es muy afortunada por tenerte.

–Ahora mismo, quien se siente afortunado soy yo.

En el asiento de atrás empezó a llorar un bebé, y luego otro, y otro.

–Mira que soy gafe, lo estropeé –gruñó Pedro.

–Eh –Paula señaló un cartel con forma de girasol–. Míralo desde el punto de vista positivo. Solo estamos a veinte kilómetros del único coche del mundo hecho entero de pipas de girasol, exceptuando el motor, claro.

–Claro –Pedro sonrió.

–Paula, despierta –Pedro la sacudió un poco.

–¿Dónde estamos? ¿Qué hora es? –preguntó Paula, que tenía las piernas recogidas y las manos bajo la mejilla.

–Estamos en casa. Y son las tres de la tarde.

El día anterior se habían tomado su tiempo y pasado la noche en un motel a las afueras de Salina. Paula se incorporó muy lentamente.

–¿Qué te duele? –preguntó Pedro.

–Todo. Recuérdame que no vuelva a dormirme torcida de medio lado en un coche.

–Vale. Pero estabas tan cansada después de la última parada de cambio de pañales, que creo que podrías haberte dormido haciendo el pino.

–¿De verdad estamos en casa? ¿En Pecan?

–Sí. Ya he metido a los bebés en casa. He dejado encendido el aire acondicionado de la furgoneta para que no te cocieras. Comparado con el clima de la montaña, este calor es asqueroso.

–Siempre podríamos volver.

–Créeme, si no fuera por los veintitantos mensajes de mi capitán, hablaría con Luciana y sugeriría eso mismo.

–No tendrás problemas en el trabajo, ¿No?

–No. Es solo que al jefe lo irrita el calor.

–¿No está acostumbrado? Es bombero.

–Bien dicho. La próxima vez que decida emprender una misión suicida, le diré eso.


–¿Cómo estás? –preguntó Paula alrededor de las ocho, acunando a Camila en los brazos.

El avión de Luciana y Marcos había aterrizado en Tulsa a las siete menos veinte. Llegarían al departamento de Pedro de un momento a otro.

–Estoy bien –Pedro encogió los hombros–. Estaré mejor cuando te tenga para mí solo.

Ella rió, aliviada al verlo bromear sobre su situación. Lo cierto era que, hasta ese momento, la había preocupado cómo se desarrollaría el encuentro de Pedro con Luciana. Antes de golpearla, Diego había gritado, y mucho. Tan alto que la última vez, la vez que ella había acabado en el hospital, los vecinos habían llamado a la policía. Si no hubiera sido por eso, tal vez no seguiría viva. La luz de unos faros destelló entre las lamas de las persianilla color puré de patata. Paula hizo una mueca de horror.

–Hace falta meter algo de color aquí.

–¿Qué tiene de malo el que hay?

–Todo. ¿Por dónde quieres que empiece?.

La puerta de un coche se cerró de golpe. Segundos después, otra. Paula observó como un músculo se tensaba en la mandíbula de Pedro.

–¿Puedo hacer algo para ayudar? –preguntó.

–No me dejes –puso la mano sobre su muslo desnudo.

Ella asintió cuando llamaban a la puerta.

–¿Pedro? –llamó una mujer–. Somos nosotros.

Paternidad Temporal: Capítulo 58

Martina se lo contó. Después, Paula agarró un trozo de papel de cocina yle secó las mejillas.

–Creo que es fabuloso. Eres maravillosa con los niños. ¿Por qué no ibas a tener más?

–Porque cuestan una fortuna. Hay gastos médicos, ropa, lecciones y la universidad y…

–Espera un momento –dijo Paula–. Tengo algo que te tranquilizará – Paula salió de la habitación y volvió con una bolsita de terciopelo negro en la mano–. Cuando nos hayamos ido, quiero que abras esto. Es tuyo.

–Pesa mucho –Martina aceptó el regalo con los ojos muy abiertos–. ¿Qué es?

–El primer regalo para tu nuevo bebé. Ahora, deja de preocuparte y empieza a celebrarlo. Los bebés son una fuente de alegría –Paula besó la frente de su amiga y, dándole un abrazo, le dijo que la echaría de menos.

Se habían despedido, cargado a los bebés y puesto rumbo a casa. Pero ochenta kilómetros después, Pedro seguía sin poderse creer lo que Paula había hecho por Martina y Carlos.

–¿Tienes la más mínima idea de cuánto debe de valer ese huevo? – preguntó, por fin.

–Espero que lo suficiente para comprar una tonelada de pañales y unos cuantos años de universidad.

–Yo diría que vale bastante más. ¿Qué te llevó a regalarlo así?

–Una razón bastante egoísta, la verdad –Paula puso sus adorables pies en el salpicadero y movió los dedos con placer.

–Vale, oigámosla.

–¿Por qué tengo que contártela?

–Porque después de todo lo que hemos pasado, somos un equipo. Y en el deporte hay una regla: no hay secretos entre los miembros del equipo.

–Ah, bueno, en ese caso… –le dirigió una mirada descarada y burlona.

–Estoy esperando –dijo él, reduciendo la velocidad antes de tomar la siguiente curva.

–Nosotros estábamos tan felices que no pude soportar ver a Martina tan triste. Pensé: ¿Qué diablos? Tampoco había tenido tiempo de encariñarme con el huevo. Además, creo que Alfredo aprobaría mi decisión.

–Creo que tienes razón. ¿Qué pensaste de que a Martina la desconsolara tanto su embarazo?

–No puedo culparla. El tema financiero es algo a tener muy en cuenta.

–Ya. Yo pensé lo mismo.

–Además, está lo de la edad. Valentina y Benjamín ya están casi criados. Tiene que dar miedo pensar en volver a empezar desde cero.

–Tú quieres tener hijos, ¿Verdad? –Pedro, de inmediato, se arrepintió de haberlo preguntado. Para él era algo serio. ¿Y si Paula decía que no?

Paternidad Temporal: Capítulo 57

–Allá va ese labio tembloroso –dijo con esa sonrisa lenta y sexy que ella adoraba–. Créeme, no tienen nada que ver contigo. Me estoy preguntando qué diré cuando vea a Luciana.

–¿Qué quieres decir? ¿No te alegrarás de verla, sin más?

–Claro que me alegraré de que esté en casa sana y salva –encogió los hombros–, pero es más complicado que eso.

–¿Por qué?

–Simplemente, lo es. Pero no debería serlo, así que me callaré.

–No te calles. Adelante, explica lo que sientes.

–Ese es el asunto –la atrajo hacia sí y jugueteó con uno de sus rizos–, Ni siquiera lo sé, excepto cuando pienso en lo que siento por tí.

–¿Y qué es eso? –lo pinchó ella.

–Algo bueno –la besó en la cabeza–. Muy, muy bueno.




–Te echaré de menos –dijo Martina, casi sofocando a Pedro con su abrazo.

Carlos salió con Paula a llevar las últimas cosas a la furgoneta.


–Apenas me has visto –respondió él, devolviéndole el abrazo.

–Lo sé, pero tenerte por aquí me recuerda a los viejos tiempos. Cuando éramos niños en verano y todo era diversión, sin responsabilidades –se limpió unas lágrimas.

–Paula y yo volveremos para Año Nuevo. Quiere emparejar a su abuela con Alfredo.

–Ya me lo ha dicho –Martina rió entre lágrimas–. Me parece una gran idea.

–Entonces, ¿Por qué sigues llorando?

–Ay, Pedro. Estoy embarazada. Hace días que lo sospechaba, pero esta mañana me he hecho una prueba de embarazo. Carlos no lo sabe aún.

–¿Y por qué las lágrimas? A él le encantará.

–No. Económicamente hablando, apenas podemos permitirnos los dos que tenemos –lloró con más fuerza.

Pedro no sabía qué decir ni qué hacer, aparte de abrazarla. El aspecto financiero de tener hijos era un tema serio. Aunque estaba feliz con cómo iban las cosas con Paula, habían hecho el amor dos veces sin protección. Podría estar embarazada. Él tenía ahorros, más que suficientes para casarse con ella, si llegaban a eso. Pero no tenía bastante para criar y mantener a un bebé o bebés. Aun así, si Paula le dijera que esperaba un hijo o una hija suya, se alegraría, aunque eso pudiera ocasionarles problemas financieros. Lo mismo le ocurriría a su buen amigo Ditch cuando oyera la noticia de que su familia iba a crecer.

–¿Quieres que se lo diga yo? –se ofreció, tras comentarle lo que pensaba.

Ella se sorbió la nariz y movió la cabeza.

–Creo que enviaré a Valentina y a Benjamín a casa de la madre de Carlos este fin de semana. Se lo contaré mientras comemos filete y patatas asadas con mantequilla. Así estará de buen humor.

Pedro se rió.

–Estamos listos –Paula se acercó a Pedro desde atrás y rodeó su cintura con los brazos–. Hum, te he echado de menos.

Martina le dedicó a Pedro una sonrisa esplendorosa.

–Estoy deseando que Carlos me pague el masaje de treinta minutos que me debe por perder la apuesta.

–Aún me cuesta creer que hayan apostado sobre si Pedro y yo… ¿Martina? ¿Qué te pasa? Parece que has estado llorando –dijo Paula.

–¿Y Carlos? –consiguió preguntar ella.

–Afuera, con los niños –dijo Paula–. Benjamín pegó un chicle en una de las ruedas del cochecito y lo ha obligado a rascarlo.

–Es tan buen padre… –Martina rompió a llorar otra vez.

Paula corrió a su lado y le puso un brazo sobre los hombros.

–Por favor, dime qué ocurre.

Paternidad Temporal: Capítulo 56

AllÍ, junto a la pequeña mesa de roble en la que estaba la cena a medio comer, Pedro puso a Paula en pie, colocó las manos en la parte baja de su espalda y profundizó el beso.

–No sé como ha ocurrido –dijo–, pero te quiero, Paula Chaves. Ambos lo hemos pasado mal, pero, de alguna manera, sé que esto funcionará, estamos bien juntos.

Ella asintió, apoyó la mejilla en su pecho y se rindió al firme latido de su corazón. Una vocecita interior seguía advirtiéndole que tuviera cuidado, que no se lanzara a algo para lo que no estaba preparada. Pero luego la voz de la razón le recordó que Pedro no se parecía nada a los dos hombres que tanto daño le habían hecho. Igual que Diego, Pedro quería tener el control, pero no lo necesitaba. No daba golpes cuando no se salía con la suya. Ni siquiera gritaba. Y cuando le había preguntado si solo la quería como niñera de sus sobrinos, su respuesta había sido cuanto había deseado y más. Así que, mientras lo observaba desabrocharle la chaqueta vaquera, supo que estaba dispuesta a comprometerse con Jed de forma no oficial, porque ya no era un desconocido para ella. Lo conocía en lo profundo de su alma. Donde realmente importaba.

Él le quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Ella se estremeció.

–¿Tienes frío? –preguntó él, pasando sus grandes y cálidas manos por sus brazos.

–Algo.

–¿Nerviosa?

–¿Cómo lo has sabido?

–Te tiembla el labio inferior. Y se te dilatan las pupilas–trazó la curva de su boca con el índice–. Me encanta eso de tí. Puedo saber lo que piensas.

«A mí también me encanta eso de tí».

–¿Quieres saber lo que estoy pensando yo? –preguntó él.

Ella asintió. El dedo de Jed descendió por su barbilla y cuello y giró a la derecha en su clavícula, para deslizarse bajo la camiseta hasta llegar al tirante de su sujetador.

–Con tu permiso, me gustaría llevarte a la cama y abrazarte toda la noche. ¿Te suena bien?

–Más que bien. Perfecto.

Paula nunca se había despertado más feliz y satisfecha, como si todo fuera bien en su mundo. Pedro estaba tumbado de espaldas, con el pecho desnudo. Su pelo siempre estaba revuelto, pero esa mañana, mucho más. Se preguntó si se movía mucho durante la noche. Había dormido tan profundamente a su lado que no lo sabía. Curvó la mano sobre su hombro y sonrió al ver que no llegaba ni a la mitad. El tamaño de Diego le había dado miedo para cuando lo dejó. En el caso de Pedro, hacía que se sintiera más segura. Cerró los ojos y suspiró, pensando en cuánto había cambiado su vida en menos de una semana. De forma algo enrevesada, Pedro se había declarado y ella lo había aceptado.

–¿Por qué estás tan pensativa? –preguntó él.

–Ay. Me has dado un susto de muerte –protestó ella, llevándose la mano al pecho.

–Perdona –la atrajo a sus brazos. Tras besar su frente, pasó a ocuparse de los labios.

–Mmmm… estás perdonado.

–Gracias. ¿Tienes hambre?

–En realidad, no. ¿Y tú?

–La verdad es que no me encuentro bien.

–¿Crees que tienes un virus o algo?

–No. Solo son nervios.

–¿Por qué? –se incorporó un poco para ver su rostro mejor. «Espero que no sean por lo nuestro».