lunes, 3 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 16

Veinte minutos después, tras tragarse el orgullo, Pedro encontró a Paula  en la sección de ropa femenina, poniéndose contra el cuerpo dos chándales de tela metálica que, con ese calor, la cocerían como una patata al horno.

–Por si no lo has notado, estamos a cuarenta y seis grados de temperatura.

–A cuarenta, y no recuerdo haber pedido tu opinión –dijo Paula–. Además, si espero a comprarlos cuando los necesite, en las tiendas solo habrá bañadores.

–Eso es verdad –Pedro rió–. A veces refresca en la montaña, no estaremos mucho tiempo allí, pero…

–¿Quién ha dicho que voy a ir contigo?

–Te he comprado esto –dijo él, sacando el algodón de azúcar de la bolsa del cochecito y ofreciéndoselo en son de paz.

–Me has herido –Paula negó con la cabeza y volvió a mirar los chándales–. Apenas te conozco y, sin embargo, me has hecho daño.

–Lo siento –dijo él, interponiéndose entre ella y la ropa–. Soy el primero en admitir que tengo mis fallos. Si preguntas a cualquiera de mis ex novias, te lo contarán.

–Como no hay ninguna por aquí, ¿Por qué no me lo cuentas tú?

–¿Qué les pasa a las mujeres con lo de hablar? –gruñó él–. ¿No puedes entender que a veces me pongo nervioso y dejarlo así?

–Perdone, ¿Podría dejarme pasar? –una señora con gafas gruesas le dió un golpecito a Pedro para apartarlo de los chándales. Miró a Paula–. Veo que va a comprar dos –dijo la mujer–. Es una locura que tengamos que comprarlos tan pronto. Ya casi he hecho todas mis compras navideñas.

–Sí, yo también –Paula colgó los chándales.

–¿No los quiere? –preguntó la señora.

«No sé lo que quiero», pensó ella. Cinco minutos antes, Paula se habría conformado con un chándal nuevo y una disculpa, pero ya no. La discusión le había hecho pensar en Troy. Le había recordado cómo él buscaba pelea e iba alzando el tono de voz. Los gritos siempre daban a paso a los puñetazos y bofetadas. La discusión de la cafetería no había sido nada comparable a una de las escenas de Diego, pero le había devuelto recuerdos que era mejor olvidar.

–Quédeselos –le contestó Paula a la mujer–. Hace demasiado calor para pensar en probárselos.

Era obvio que eso a la mujer no le importaba, porque se lanzó hacia el perchero encantada. Paula puso una mano en el cochecito de los niños y fue hacia la sección de bolsos.

–¿Significa esto que vendrás conmigo? –preguntó Pedro, pisándole los talones.

–Significa que no sé lo que significa. Pero no quiero estar aquí de pie hablando de ropa.

–¡Dios mío! Walter, mira eso. ¡Trillizos! –una mujer de pelo blanco, seguida por su esposo, se inclinó sobre los bebés y empezó a hacerles ruidosas carantoñas. Por suerte, Pedro intervino.

–Si yo fuera usted, me apartaría de ellos –susurró, teatral–, por su seguridad. Los bebés muerden.

–Oh, vaya –con los ojos muy abiertos, la mujer se llevó la mano al pecho y retrocedió–. Nunca había oído nada igual. Debería llevarlos al médico cuanto antes.

La pareja se alejó cuchicheando. Paula habría querido enfadarse con Pedro por contar esa historia, pero no pudo evitar sonreír. Le había pedido disculpas, le había comprado algodón de azúcar de plátano y la había hecho reír. Comparar a Pedro con Diego no solo era injusto, era ridículo.

–Eres terrible –le dijo, medio en broma.

–Gracias –él sonrió con cierto orgullo.

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