lunes, 10 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 31

–Gracias –musitó, sin atreverse a mirarla.

–De nada.

La mayoría de las mujeres que conocía habrían tonteado con él. «Gracias ¿Por qué?», habrían preguntado, esperando que ofreciera más. Convirtiendo el momento en una expedición de caza de cumplidos. A él le gustaba mostrar su agradecimiento, pero en ese momento carecía de la energía emocional para hacerlo. Paula entendía su agotamiento mental y no exigía nada. En cuanto acabara su aventura, Pedro iba a demostrarle de cien maneras cuánto había significado para él su fe y confianza en su misión.

–¿Estamos llegando ya? –preguntó ella, apartando la mano de su hombro.

–Sí –afirmó él, nervioso–. Unas cuantas curvas más y llegaremos al lago y luego a la cabaña.

–¿Cómo es la cabaña?

Pedro la bendijo por intentar aliviar su tensión hablando de naderías. Aceptó la oferta.


–Es bastante sencilla. Una cabaña de troncos, con un dormitorio. Como es inaccesible en invierno, hay chimenea para calentarse.

–¿Y las cosas importantes? ¿Hay electricidad? ¿Inodoro con agua corriente?

–Sí y sí –sonrió al ver la arruga de preocupación de su frente–. Aunque la electricidad aquí es poco fiable.

–Suena como la casa de la playa que solían alquilar mis padres –dijo ella, risueña.

Doblaron la última curva y vieron la panorámica que a él siempre le había alegrado el alma. En ese día despejado, el lago parecía lleno de diamantes azul noche. Casi toda la nieve de las montañas que lo rodeaban se había derretido.

–Hemos llegado –el pulso de Pedro se disparó tras la curva siguiente, cuando apareció la cabaña.

–¿Dónde está tu camioneta? –preguntó Paula cuando se acercaron–. ¿La habrá aparcado en la parte de atrás?

–No tengo ni idea –apagó el motor y frunció el ceño–. Pero ni siquiera sé por qué está aquí. Quizás haya bajado al pueblo a comprar comida.

–Apuesto a que sí –Paula se quitó el cinturón de seguridad y bajó los pies del salpicadero.

Pedro miró hacia atrás y vio que los tres bebés estaban despiertos y listos para la acción. Maldijo para sí. Habría preferido que estuvieran dormidos.

–Entra –dijo su salvadora–. Yo pondré a los trillizos en el cochecito.

–No, deja que te ayude.

–No hace falta, en serio. Ve –lo animó ella.

Él tomó aire y abrió su puerta. Cuando estaba medio fuera, miró a Paula. Ella sonreía.

–Creo que estarán bien solos unos minutos –dijo ella animosa–. ¿Quieres que vaya contigo?

Pedro tragó saliva y asintió. Fueron juntos hacia la silenciosa cabaña. Nervioso, agarró la mano de Paula.

–A mi hermana le gusta tener ruido de fondo. Siempre tiene encendida la radio o la televisión.

Paula le apretó la mano. Juntos, subieron al porche delantero. Allí fuera solía haber dos mecedoras que almacenaban dentro de la casa cuando no estaban allí. No había mecedoras. Eso lo preocupó.

–Esto es precioso –dijo Paula–. ¿Cómo soportas volver a Pecan después de estar aquí?

–Cuando llega la primera nieve, en septiembre, no cuesta mucho ir montaña abajo en busca de temperaturas más agradables.

Subieron los cinco escalones. El porche estaba cubierto de polvo. De polen de pino y telarañas.

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