lunes, 10 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 32

Era obvio que nadie había abierto la puerta de la cabaña en mucho tiempo. Además, todos los estores estaban bajados. Pedro sacó la llave del bolsillo delantero de los pantalones cortos. Soltó la mano de Paula, agarró el candado y metió la llave en la cerradura. Se abrió sin problemas. Quitó el candado y empujó la puerta.

–¿Luciana? –llamó en la oscuridad–. ¿Estás ahí?

Nada.

–Quizás esté en el pueblo, como has dicho –Paula entró detrás de él.

–Sí –dijo.

Pedro sabía por el olor a cerrado que Luciana no había estado allí. De repente, se sintió mareado y se le doblaron las rodillas. Dejó el candado sobre la polvorienta mesa de la cocina, sacó una de las sillas y se sentó para evitar caerse. Apretó las palmas de las manos contra los ojos. Había estado seguro de que estaría allí. No se imaginaba adónde podía haber ido.

–La encontraremos. Te ayudaré –Paula rodeó su cuello con los brazos, desde detrás de él. Posó la mejilla en la parte superior de su cabeza.

–¿Dónde puede estar, Paula? ¿Dónde?

–No lo sé –dijo ella con voz ronca–, pero la encontraremos, Pedro. Tiene que haber alguna explicación lógica. Ninguna mujer en su sano juicio abandonaría a tres preciosos bebés que la necesitan.

–De eso se trata. ¿Y si no está en su sano juicio? ¿Y si…?

–No. No puedes pensar así. Eso no resolverá nada. Hasta que oigamos lo contrario, asumiremos que está bien. Tal vez se ha perdido o algo.

–Ya, es ese «o algo» es lo que me asusta.

–Pedro…

–Vale, entendido. Pensamientos positivos. Vamos a cerrar esto y a volver a la carretera.

Uno de los bebés empezó a llorar.

–¿Estás de broma? –Paula miró la furgoneta–. Pedro, ninguno de nosotros ha dormido más de unas pocas horas en los últimos tres días. Los bebés necesitan estar fuera de sus sillitas o del cochecito durante más de quince minutos. Te prometo que nos iremos a primera hora de la mañana pero, por favor, pasemos la noche aquí.

–¿Estás segura de que merece la pena este esfuerzo por una sola noche? – preguntó Pedro una hora después, sudoroso tras limpiar el polvo de cada superficie de la cabaña.

Paula miró a su alrededor. Admiró el adorable y desvencijado sofá marrón, los sillones y la ecléctica mezcla de utensilios y adornos. De repente, supo con toda certeza que su sitio estaba con Pedro, ayudándolo a encontrar a su hermana.

–Sí –dijo ella, posando la mano en la encimera de pino de la cocina–. Me da un poco de pena el lugar. Es como un juguete que solía ser el favorito de todos y fue abandonado por otro mejor.

–No –Pedro fregó la última tabla de pino del suelo–. Eso no fue lo que ocurrió. Siempre será un lugar especial. Cuando mama y papá vivían, solíamos pasar todo el verano aquí. Mi hermano pequeño y yo…

–No sabía que tenías un hermano pequeño.

–No lo tengo.

–Acabas de decir que… –Paula vió cómo el rostro de Pedro se convertía en una rígida máscara.

–Olvida lo que he dicho. A veces soy un bocazas –terminó con el suelo y salió a vaciar el cubo de agua jabonosa al porche trasero.

Las dos puertas y todas las ventanas de la cabaña estaban abiertas de par en par, dejando entrar una brisa aromática que debería haber aireado el ambiente y la cabeza de ambos. Sin embargo, Paula tenía la sensación de que Pedro sufría y se escondía más que nunca.

–Después de todo lo que hemos compartido, ¿Vas a dejarlo en eso? ¿Estás diciéndome que me meta en mis asuntos? –apuntó Paula.

Pedro se quedó en el umbral, llenándolo con su ancha espalda. A contraluz, su rostro parecía muy sombrío. Paula anhelaba ayudarlo, pero no sabía cómo. Él salió al pequeño porche trasero y metió las manos en los bolsillos del pantalón corto. Tendrían que haber ido a un motel. Aunque adoraba ese lugar, no era bueno para él. Había demasiados recuerdos. Y sin Luciana allí, el dolor era demasiado intenso.

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