miércoles, 5 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 22

–Vaya –dijo Paula mientras caminaban por el estómago de la vaca. Los bebés recién cambiados sonreían en el carrito, chupeteando sus mordedores–. Es más impresionante de lo que esperaba. Y mucho más divertido que verlo desde fuera, aunque huela un poco a levadura agria.

–Sí –Pedro pasó los dedos por la polvorienta hilera de latas que, según un cartel, equivalía al intestino de la vaca–. Estaba pensando lo mismo.

–Eso es mentira.

–Es verdad –casi consiguió controlar la sonrisa–. Si la gente del maíz quiere atraer tanto público como esta vaca, tendrían que celebrar bodas en la mazorca, como hacen aquí.

–¿Celebran bodas? –ella arrugó la nariz.

–¿Es que no has estado leyendo los carteles, Annie Harnesberry? Mira – señaló un cartel manuscrito–. Ahí lo pone. Por el módico precio de cincuenta dólares podemos casarnos ante un juez de paz, brindar con cerveza y comer magdalenas y palitos salados recubiertos de chocolate.

–Te lo estás inventando –Paula le dió un empujoncito para apartarlo y mirar.

–Por favor. No soy tan creativo como para inventarme eso.

Paula se rió. Leyó el cartel, y era verdad.

–¿No me debes una disculpa?

–¿Por qué?

–Por llamarme mentiroso, aquí, en el santuario del estómago de la vaca de latas de cerveza.

–De eso nada.

–De eso todo –la apoyó contra el corazón de la vaca, que latía, cortesía de un efecto de sonido.

A Paula le costaba respirar. Se preguntó si él sabía cuántos problemas le causaba su lado juguetón. No podía pensar a derechas. Tal vez se había precipitado al tomar la decisión de evitar a todos los hombres.

–Hay una forma de solucionar esta situación.

–No sabía que hubiera ninguna situación –Annie se lamió los labios.

–Oh, sí que la hay. Lo dice aquí, en este cartel.

–¿En cuál?

–En el que dice que tendremos mala suerte si no nos besamos aquí.

–¿En serio?

–Oye, dije la verdad sobre las bodas, ¿No?

–Sí –el aliento de Pedro era cálido y dulce, gracias al guirlache.

Paula sabía que besarlo era mala idea, pero no pudo evitar anhelar probar sus labios de nuevo. Un beso más y luego mantendría las distancias. No habría más tirones de pelo. Ni más pellizcos. Dejaría de mirarlo. Bueno, eso era una exageración, pero… Pedro tomó la decisión por ella presionando sus labios contra los de ella en una decadente exhibición del beso perfecto. Paula dejó escapar un gemido satisfecho y se apretó contra él, deseando su contacto, su fuerza. Él le entreabrió la boca y ella permitió que profundizara el beso. Sus lenguas se encontraron.

–Tenemos que volver a la carretera –dijo Jed, cuando paró para tomar aire–. ¿Qué estás intentando hacerme?

–¿Yo? –se rió–. Estaba pensando exactamente lo mismo de tí.

–¿Y qué vamos a hacer?

–Eso es fácil. Primero, solo pararemos en sitios que no animen a la gente a besarse. Segundo, si los bebés nos obligan a parar en sitios como esos, queda prohibido leer los carteles o escuchar a los guías entrometidos.

–Me parece un buen plan.

–Bien –Paula sonrió–. Estamos de acuerdo.

–Desde luego. Solo necesitaré un beso más.

–No –dijo Jed una hora después, en una hamburguesería a las afueras de Flamingo, Texas–. Tendremos que ir a otro sitio.

–¿Qué quieres decir con otro sitio? –gritó Paula por encima del llanto conjunto de los trillizos–. Sé que has estado durmiendo, pero es el único restaurante que he visto en mucho rato. Puede que no sea el más limpio, pero…

–Será porque no has prestado atención.

Paula volvió la cabeza. Era obvio que se había equivocado respecto a la rehabilitación de Pedro.

–Mira lo sucio que está –le susurró Pedro al oído, provocándole un escalofrío con su cálido aliento.

Señaló un trozo de bollo de hamburguesa cubierto de hormigas que había en el suelo, junto al mostrador. La planta artificial que había junto a la caja estaba cubierta de polvo y telarañas.

–Es cierto, pero…

–¿Puedo tomar su pedido? –preguntó una morena embarazada de veintitantos años. Los bebés aullaron a la vez y la chica hizo una mueca–. Cielos. Me alegro de estar embarazada de solo uno. Apuesto a que nunca consiguen dormir.

–A veces es complicado –Paula sonrió.

–¿Saben ya lo que quieren?

–Nada, gracias –dijo Pedro, agarrando el cochecito–. Tenemos que volver a la carretera.

–Espera un minuto –dijo Paula, sacando a Camila del cochecito–. Quiero una bolsa de triángulos de maíz y una botella de agua mineral.

–¿Eso es todo? –preguntó la chica.

Paula asintió. Pedro hizo una mueca y salió.

–No tenías que ser tan grosero –le dijo Paula reuniéndose con él en la furgoneta unos minutos después–. Podías haber pedido algo envasado.

–¿Por qué? –preguntó él, sacando a los dos niños del cochecito.

–Pues…, porque es lo educado.

–Ya. ¿Y es educado que el dueño de este sitio permita esa suciedad? Además, cuando intenté ser educado con esas chicas simulando estar casado contigo, me dijiste que tenía que ser firme.

–Eso es distinto –Paula besó la frente de Camila.

No hay comentarios:

Publicar un comentario