viernes, 21 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 59

–Por supuesto.

Él dejó caer los hombros con alivio. Él también quería hijos. No aún, pero pronto.

–¿Y tú?

El rostro de Paula se iluminó al verlo asentir.

–No estás embarazada, ¿Verdad? –preguntó Pedro justo después de la salida al aeropuerto internacional de Denver.

–¿Qué? –Paula lo miró atónita, limpiándose las lágrimas.

–Estás llorando. Y acabamos de enterarnos de la noticia de Martina.

–No. No estoy embarazada, al menos, no lo creo.

–Entonces, ¿Qué pasa?

–Mira el espejo. Las montañas son preciosas. ¿Cómo puedes soportar dejarlas?

Pedro se rió, no porque le pareciera una tontería, sino porque entendía cómo se sentía.

–Luciana y mi madre siempre lloraban cuando nos íbamos. Papá nunca sabía si lloraban porque se habían acabado las vacaciones o por lo que sentían por las montañas.

–Tal vez un poco de las dos cosas –Paula se sonó la nariz en una servilleta de papel que encontró entre los asientos–. No esperaba pasarlo tan bien. Quizás te suene raro, pero como somos miembros del mismo equipo…

–Claro, claro –él sonrió.

–Sé que este viaje ha sido bueno para ti porque te ha hecho comprender que Luciana puede cuidarse sola. También ha sido bueno para mí. Los últimos años no han sido demasiado buenos y empezaba a pensar que no volvería a confiar en nadie.

–Gracias –Pedro estiró una mano hacia la suya–. Después de lo que Luciana me hizo pasar, no sabes cuánto significa para mí oír eso. Hubo un tiempo en el que creí que iba a volverme loco.

–Puede que Luciana no lo sepa, pero es muy afortunada por tenerte.

–Ahora mismo, quien se siente afortunado soy yo.

En el asiento de atrás empezó a llorar un bebé, y luego otro, y otro.

–Mira que soy gafe, lo estropeé –gruñó Pedro.

–Eh –Paula señaló un cartel con forma de girasol–. Míralo desde el punto de vista positivo. Solo estamos a veinte kilómetros del único coche del mundo hecho entero de pipas de girasol, exceptuando el motor, claro.

–Claro –Pedro sonrió.

–Paula, despierta –Pedro la sacudió un poco.

–¿Dónde estamos? ¿Qué hora es? –preguntó Paula, que tenía las piernas recogidas y las manos bajo la mejilla.

–Estamos en casa. Y son las tres de la tarde.

El día anterior se habían tomado su tiempo y pasado la noche en un motel a las afueras de Salina. Paula se incorporó muy lentamente.

–¿Qué te duele? –preguntó Pedro.

–Todo. Recuérdame que no vuelva a dormirme torcida de medio lado en un coche.

–Vale. Pero estabas tan cansada después de la última parada de cambio de pañales, que creo que podrías haberte dormido haciendo el pino.

–¿De verdad estamos en casa? ¿En Pecan?

–Sí. Ya he metido a los bebés en casa. He dejado encendido el aire acondicionado de la furgoneta para que no te cocieras. Comparado con el clima de la montaña, este calor es asqueroso.

–Siempre podríamos volver.

–Créeme, si no fuera por los veintitantos mensajes de mi capitán, hablaría con Luciana y sugeriría eso mismo.

–No tendrás problemas en el trabajo, ¿No?

–No. Es solo que al jefe lo irrita el calor.

–¿No está acostumbrado? Es bombero.

–Bien dicho. La próxima vez que decida emprender una misión suicida, le diré eso.


–¿Cómo estás? –preguntó Paula alrededor de las ocho, acunando a Camila en los brazos.

El avión de Luciana y Marcos había aterrizado en Tulsa a las siete menos veinte. Llegarían al departamento de Pedro de un momento a otro.

–Estoy bien –Pedro encogió los hombros–. Estaré mejor cuando te tenga para mí solo.

Ella rió, aliviada al verlo bromear sobre su situación. Lo cierto era que, hasta ese momento, la había preocupado cómo se desarrollaría el encuentro de Pedro con Luciana. Antes de golpearla, Diego había gritado, y mucho. Tan alto que la última vez, la vez que ella había acabado en el hospital, los vecinos habían llamado a la policía. Si no hubiera sido por eso, tal vez no seguiría viva. La luz de unos faros destelló entre las lamas de las persianilla color puré de patata. Paula hizo una mueca de horror.

–Hace falta meter algo de color aquí.

–¿Qué tiene de malo el que hay?

–Todo. ¿Por dónde quieres que empiece?.

La puerta de un coche se cerró de golpe. Segundos después, otra. Paula observó como un músculo se tensaba en la mandíbula de Pedro.

–¿Puedo hacer algo para ayudar? –preguntó.

–No me dejes –puso la mano sobre su muslo desnudo.

Ella asintió cuando llamaban a la puerta.

–¿Pedro? –llamó una mujer–. Somos nosotros.

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