miércoles, 12 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 38

–El sheriff Franklin al aparato –dijo un hombre. Se oía mucho ruido de estática en la línea.

–Carlos. ¡Gracias a Dios que te he encontrado!

–¿Lu Fernandez?

–Ahora me llaman Luciana, gracias –dijo ella.

–Tan irritable como siempre, ya veo –se rió.

–Sí, y si me vieras sabrías que llamo por algo serio. Pedro ha desaparecido. Y tiene a mis bebés.

–Lu, Pedro no ha desaparecido –Carlos se rió–. Te está buscando. Me pidió que comprobara si estabas en la cabaña. Llamé para decirle que no, pero adivino que decidió solucionar las cosas a su manera.

Mientras tocaba las perlas que rodeaban su cuello, Luciana le contó lo que le había ocurrido a Marcos, y que había mejorado tanto en las últimas veinticuatro horas que sus médicos pensaban darle el alta pasados unos días.

–Te juro que a veces ahogaría a Pedro–dijo Luciana–. Por favor, ¿Puedes ir a la cabaña a ver si está? Y si está… –se imaginó ahogando a su hermano–, dile que lleve a mis bebés a casa de inmediato.





–¿Seguro que llevas bastante para beber?

Pedro rechazó la oferta de una segunda botella de agua mineral y besó a Paula en la mejilla.

–Solo hay treinta kilómetros hasta la carretera principal –le dijo por tercera vez–. Una vez allí, algún coche que pase me llevará al pueblo.

–Ten cuidado –dijo ella, acercándose a Camila al pecho, mientras Joaquín y Mateo la observaban desde su parque de juegos, instalado temporalmente en el soleado porche delantero.

Al ver que no tenían batería, Pedro había estado a punto de tener un ataque. Pero sabía que era el único culpable de ese último desastre.

–Tú también –dijo él–. Lo último que necesitamos es…

–Lo sé, lo sé –Paula se burló de su tono serio–. Lo último que necesitamos es un bebé enfermo o que alguien se haga daño.

–Tienes que controlar esa lengua –replicó él.

–¿Y tú vas a obligarme a hacerlo?

–No me tientes, o me quedaré aquí para siempre, olvidaremos los problemas y viviremos de la tierra.

–Hum –puso el dedo índice sobre sus labios–. Es tentador, excepto porque solo tenemos pañales y leche para uno o dos días, y como no hay ninguna vaca por aquí y yo no soy… –bajó la vista y se sonrojó–. Santo cielo –le dió una palmada en el brazo–. ¿Puedes irte de una vez?

Él se despidió con la mano y emprendió la marcha sobre el escarchado camino de tierra. Aunque veía el vaho de su respiración, entró en calor tras un kilómetro de marcha. Había recorrido ese camino por diversión cuando era un niño, pero ya no era tan fácil. No sabía por qué no había hecho caso a Paula cuando comentó lo de la luz. Se suponía que él era quien tenía que controlar las cosas. No se había sentido tan fuera de control desde la noche en que su hermano había muerto en el incendio y no había podido salvarlo. Se preguntó qué clase de persona era para desear quedarse en la montaña con tres adorables bebés y una bella mujer cuando Luciana podía estar metida en problemas. Sin querer contestar a sus propias preguntas, decidió centrarse en el aroma de los pinos y en poner un pie detrás del otro. Tenía que llegar a la carretera, después se preocuparía por Luciana. Y después se preocuparía de por qué no era lo bastante bueno para Paula. Y de que no era lo bastante fuerte para dejarla marchar. Aunque nunca hubiera sido suya. La deseaba. Y no solo en el sentido sexual. Desde que la conocía, por primera vez en muchos años, había pensado en lo que quería hacer con el resto de su vida. No quería seguir soltero toda la vida, pero con otras mujeres no había sido capaz de moderar la bestia controladora que albergaba en su interior. Obviamente, esa característica suya no suponía un problema insalvable para Paula, y eso le hacía pensar que, aunque no se la mereciera, ella lo consideraba redimible. Saber que podría haber luz al final del largo túnel hizo que acelerara el paso. Cuanto antes llegara al pueblo, antes volvería con Paula.

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