viernes, 14 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 44

–Sí, eso dijo después, cuando mamá le gritó, pero ya era tarde. Nada volvió a ser igual. La casa en la que había pasado toda mi vida había desaparecido, junto con los recuerdos de los buenos tiempos. Mi padre empezó a beber. El asma de mi madre empeoró. Empecé a ayudar en casa, cada vez más, hasta que me sentí como si yo fuera el progenitor y mis padres los hijos. Diablos, puede que una parte de mí sintiera cierto alivio la noche que murieron. ¿Se puede ser más horrible? Pero al menos pude dejar de excusarlos ante Luciana. Solía decirle que papá estaba demasiado enfermo para ir a ver sus partidos de balonmano, cuando en realidad estaba borracho. A él ni siquiera le decía que tenía partido, por miedo a que la avergonzara ante sus amigos. Y mamá podría haber intentado mejorar, pero no se tomaba la medicina. Yo quería arreglarlo todo. A ellos. A mí. Hacer que todo volviera a ser agradable y feliz. Como antes de que muriera Mateo.

Enterró el rostro entre las manos e hizo una pausa para serenarse.

–Pensé que, si trabajaba muy duro, conseguiría doblegar la vida a mi manera. Durante un tiempo, con Lu, funcionó. Pero todo se estropeó cuando llegó a la adolescencia. Yo no era su padre. Era el tipo que le impedía hacer lo que ella quería. Cuanto más intentaba controlarla, más se descontrolaba. Por eso he venido hasta aquí. Tenía que arrastrarla de vuelta, o al menos intentarlo. Solo así puedo mantener la cordura.

Paula suspiró y lo abrazó con fuerza.

–Lo siento –dijo, acariciándole el pelo–. Lo siento muchísimo.

–No te lo he contado para que darte lástima–dijo él–. Puedo soportarlo todo. Solo necesito un respiro, ¿Sabes? Tiempo para tomar aire.

–Lo sé, Pedro, lo sé –tomó su rostro entre las manos y besó su frente, sus mejillas y su nariz–. Pero tienes que darte cuenta de que Luciana es una mujer hecha y derecha, no una adolescente. Por mucho que lo intentes no puedes controlarla, igual que no puedes controlar el clima o que una rueda se pinche – le apartó el pelo de la frente–. Cuando entiendas que nadie, ni siquiera un hombre tan fuerte como tú, puede controlar todos los aspectos de su vida, tal vez consigas doblegar tu miedo a perder el control.

–Ojalá fuera tan fácil –rezongó Pedro–. ¿Crees que no lo he intentado?

–Escucha –dijo ella, escrutando su rostro manchado de lágrimas–. Hagamos un experimento: intenta controlarme como controlas todos los demás aspectos de tu vida.

–No entiendo lo que quieres decir –movió la cabeza–. No te haría eso. No podría. Te respeto demasiado.

–Me alegra oírlo –dijo ella con una sonrisa trémula. Sus ojos se humedecieron por miedo a perder el valor y no seguir con la barbaridad que se le había ocurrido–. Porque si intentas detenerme, no lo pasaremos ni la mitad de bien.

Se desabrochó el primer botón de la blusa y luego el siguiente, y el siguiente.

–Paula, por favor –gimió él–. No sabes lo que estás haciendo. No te he contado esto para que me considerases digno de tu caridad.

Ella lo calló apretando los labios contra los de él. Lo obligó a abrir la boca y mordisqueó su lengua. Estaba desabotonándose el resto de la blusa cuando él puso la mano sobre la suya. Al principio creyó que iba a ayudarla, pero luego se dió cuenta de que pretendía pararla.

–Buen chico –murmuró.

–¿Disculpa?

–Acabas de darme la razón. El experimento ha fracasado. Quiero hacer el amor contigo, Pedro. Por mucho que lo intentes, eso no puedes controlarlo.

–¿Estás segura de que eso es lo que quieres?

–¿No quieres que me aproveche de tí?

–No he dicho eso –por primera vez en un largo rato, sonrió–. Es solo que no estoy acostumbrado a que una mujer tome la iniciativa.

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