lunes, 17 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 49

–¿Afuera con qué? –preguntó ella. El tráfico pasaba a toda velocidad. Un camión enorme hizo que la furgoneta vibrara–. ¿Es seguro esto?

–Te diré lo que no es seguro: el muro de ladrillos que has levantado entre nosotros. Si te he molestado por algo, dímelo. No te pases todo el camino malhumorada.

–No estoy de malhumor –se cruzó de brazos.

–Y un cuerno que no. Mira, soy un chico grande. Si después de pensarlo unas horas, lo ocurrido anoche y esta mañana te parece un error, podré soportarlo. Solo dímelo. Podemos acordar quitarle hierro al asunto cuando lleguemos a casa.

–Oh, claro que eres un chico grande. ¿Lo bastante para concederme lo que obviamente no ha sido más que un polvo de agradecimiento por mis servicios como niñera?

–Por favor, dime que no has dicho lo que creo que has dicho, porque…

En el asiento trasero empezó a sonar un gemido. A juzgar por el tono grave, era Mateo. Paula volvió la cabeza y comprobó que, efectivamente, era él. Movió su sillita y luego sacó un anillo mordedor de la bolsa.

–¿Paula? Sigo esperando una respuesta.

–Déjalo, Pedro. Como has apuntado, ambos somos adultos. No sé qué esperaba de tí, pero podrías haberte sentado a desayunar sobras conmigo. Pero tenías tanta prisa por salir que ni siquiera pudiste compartir una comida, y menos aún una conversación significativa.

–Tienes que estar de broma –Pedro echó la cabeza hacia atrás–. ¿Por eso estás molesta? ¿Por qué no he desayunado contigo?

–¿A tí no te habría molestado un poco si hubieras estado en mi lugar?

–Escúchame –agarró la mano de Annie y la apretó suavemente. Ella deseó apartarla de un tirón, pero no tuvo fuerza física ni emocional para hacerlo–. No puedes ni imaginar cuánto deseaba quedarme en esa cama ycompartir sobras contigo. Pero el problema era que, si yo comía, no habría habido para tí.

–¿Quieres decir que solo había eso?

–Es lo que acabo de decir, ¿no?

–Pero sobraron muchas costillas de la cena.

–¿Y el tentempié de las tres de la mañana?

–Oh –le tocó a Paula quedarse muda.

Él tendría que haberle dicho algo. Se sentía fatal por haber tirado parte de la comida a la basura cuando perdió el apetito.

–Intentaba ser un buen tipo dejándote que disfrutaras sola del festejo. Y ahora tengo una acidez insoportable por la docena de donuts que he devorado en casa de Martina y Carlos.

–¿Y eso es culpa mía?

–Claro que sí.

A su pesar, Paula sonrió, aunque no estaba convencida de que la hubiera dejado sola en la cama por puro altruismo.

–Mírame –le dijo.

–¿Por qué? –Pedro siguió un coche rojo con la mirada, ignorando su orden.

–Porque después de todo lo que hemos compartido, creo que me lo debes.

Dado que él siguió mirando por la ventanilla, resultó obvio que no estaba de acuerdo.

–Vale –suspiró profundamente–. Puedes hacerlo sin mirarme a los ojos.

–¿Hacer qué?

–Decirme que tu supuesto miedo a que muriera de hambre fue la única razón por la que me dejaste sola en ese dormitorio.

–Dios, mujer –dió una palmada en el volante–. ¿Qué quieres de mí?

–La verdad –cada hueso de su cuerpo la había urgido a saltar de la furgoneta y correr cuando Pedro golpeó el volante. Pero se había contenido. Ya no era una recién casada muerta de miedo.

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