lunes, 24 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 65

–Ni tú. Porque si lo hubieras hecho, sabrías que le pidió perdón a Luciana y le dió un gran abrazo.

–¿Y cómo puedes saberlo tú?

–¿Recuerdas que te pareció oír el teléfono anoche? Era él.

–Abuela, ¿De lado de quién estás? ¿Has escuchado una palabra de lo que he dicho? ¡Gritó!

–¡Igual que estoy gritando yo, Paula! La gente discute. Supéralo. ¿Quién es la maníaca del control ahora? No puedes encerrarte en una cajita esterilizada en la que nunca entre el dolor, nena. Sería agradable, pero irreal. Eso es lo que más le reprocho a Diego, que arruinara tu visión del mundo y te hiciera creer que todos los hombres son malos. Tienes que abrir tu corazón y volver a creer en la bondad, cariño. Al menos en lo que se refiere a Pedro. Plantéate darle una segunda oportunidad. No digo que corras a casarte con él, pero tendrías que hablarle, explicarle lo de Diego y lo que viviste.

–¿Y si no puedo?

–Si no puedes, ¿Qué? ¿Hablar con él?

Paula asintió.

–Eso es cosa tuya. No voy a obligarte a hablar. Ni él tampoco. Pero lo he invitado a cenar. Hoy a las seis. Pollo guisado. Tu plato favorito.

–No tengo hambre.

–Bueno –su abuela se levantó–. Entonces habrá más para nosotros.


Tras el volante de su camioneta, con el viento alborotándole el pelo, Pedro tendría que haberse sentido mejor. Pero estaba tenso. No entendía que Paula hubiera mantenido su matrimonio en secreto. Y menos aún que hubiera estado casada con un maltratador de mujeres. Nunca se había considerado violento, pero no le habría importado nada presentarle su puño a ese bastardo. Tensó la mandíbula y apretó las manos sobre el volante. Se preguntó si era lo bastante fuerte para ayudarla a superar esa clase de herida. Sonrió con tristeza. Por ella se enfrentaría al mundo entero, incluso si ese mundo estaba dentro de la cabeza de Paula.



–Estás preciosa –dijo la abuela Rosa cuando Paula entró en la cocina, que olía a comida deliciosa.

–Gracias –había sustituido los pantalones cortos y la camiseta que le había comprado Pedro, de color maíz,  por un vestido de verano color rosa pálido.

Mientras se cambiaba había recordado ese día. Ese primer beso. Había estado feliz con Jed hasta descubrir la oscura verdad. Pero si era tan horrible como había llegado a creer, ¿por qué se había puesto la camiseta? Tendría que donarla a beneficencia, como había hecho con todos los regalos de Diego. Recordó lo que le había dicho su abuela. Quizás se había puesto la camiseta porque en el fondo sabía que sus precipitadas conclusiones sobre el carácter de Pedro eran falsas. Tal vez sus gritos no tuvieran nada que ver con los de Diego. Los niños discutían en el colegio a todas horas. Sus padres discutían y luego hacían las paces. Tenía que reconocer que Pedro tenía derecho a estar molesto con su hermana, pero no a gritarle. Se frotó los brazos desnudos. Tenía frío y se preguntaba si volvería a sentir calor alguna vez en su vida.

Sonó el timbre de la puerta. El corazón le dió un vuelco.

–Llega pronto –su abuela puso la tapa en la olla más grande, se quitó el delantal y lo dejó en la encimera–. Remueve esto cada pocos minutos y procura que no se quemen los bollos de pan.

–Pero, ¿Adónde vas tú?

–Al club de Palabras cruzadas –besó a Paula en la mejilla–. Adiós, cielo. Diviértete.

–Pero…

Alguien llamó a la puerta de atrás.

–Bien –dijo la abuela–. Ha llegado mi transporte. ¡Ya voy, Lu!

–Abuela Rosa, no puedes…

–Es posible que vuelva tarde. No me esperes levantada.

Paula se preguntó cómo podía hacerle eso su abuela que, como si le hubiera leído la mente, se volvió hacia ella antes de salir.

–Ah, y por si te lo estás preguntando, esto es cuestión de amor. Tienes que contarle a Pedro lo de Diego, cielo. No dejes que tu miedos del pasado arruinen tu futuro –le tiró un beso y se marchó.

El miedo oprimió el pecho de Paula. No estaba segura de qué temía más, si a Pedro o a cómo reaccionaría cuando le hablara de su matrimonio. Tras pensar en lo que había dicho su abuela, había admitido que tal vez Pedro sí fuera el gran tipo que había creído. Y si no había huido de él, la única conclusión lógica era que huía de sus propios miedos e inseguridades. Se preguntó si él pensaría peor de ella cuando descubriera que se había casado con un impresentable. Miró a su alrededor. Tenía que salir de allí. Podía volver a su piso. Sí. Era un buen plan. Correr. Esconderse. Su bolso estaba en la consola del vestíbulo, pero no recordaba dónde había puesto las llaves. Tenían que estar en algún sitio. Abrió el bolso. No estaban en ningún compartimento. Sonó el timbre de la puerta.

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