lunes, 10 de septiembre de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 34

–Uff –Paulla entró con los últimos paquetes de pañales y toallitas húmedas.

Cuando salían del pueblo, Pedro la había acusado de comprar demasiadas cosas para los bebés, pero como iban a pasar la noche a muchos kilómetros de una tienda, ella había preferido errar por exceso.

–¿Eso es todo? –preguntó Pedro desde el porche, frotándose las lumbares.

Acababa de dejar en el suelo una caja de latas de leche maternizada. Las criaturas que daban cuenta de toda esa leche estaban dentro, disfrutando de una siesta.

–Eso creo –dijo Paula–. Oh, faltan nuestras cosas. ¿Quieres que vaya por ellas?

–No. Yo me encargaré.

Mientras él iba a la furgoneta, Paulla apoyó las manos en la barandilla del porche y disfrutó del aire con aroma a pino que acariciaba sus mejillas. Era un lugar bellísimo. Aunque solo eran las seis, la sombra de la montaña empezaba a oscurecer el valle, creando la ilusión de que era más tarde. Hora de encender el fuego en el hogar. Hora de tostar malvaviscos y contar historias. La cabaña y su entorno eran algo mágico. Parecían salidos de una era más inocente, como las viejas películas de Doris Day y Rock Hudson, en las que un problema era que un golpe de viento se llevara un sombrero. Suspiró, deseando que las cosas fueran menos complicadas. Pedro seguía preocupado por Luciana. Pero ¿Qué la preocupaba? Si Paula fuera su hermana, habría pensado mucho allí arriba. Tragó saliva. Nunca se había sentido tan impotente como cuando estaba junto al lago y había percibido que Jed derramaba su alma. El hombre se reconcomía por dentro y no sabía cómo ayudarlo. Tal vez por eso se llevaba tan bien con los bebés. Cuando lloraban, la solución era básica. Querían que los limpiaran. Que los alimentaran. O que los tuvieran en brazos. Los hombres, sin embargo, eran un misterio. Cierto que Pedro y ella habían compartido unos besos maravillosos, pero el momento junto al lago había sido mucho más íntimo. Durante un instante, cuando se había vuelto hacia ella buscando su consuelo, había estado emocionalmente desnudo. Ella había anhelado ayudarlo, pero no había sabido cómo.

–Esto es lo último –dijo Pedro, dejando los bolsos de viaje en el suelo del porche.

–Parece que la luz de dentro del coche está encendida. ¿Voy a mirar?

–No, creo que es un reflejo del sol –dijo él, tras echar un vistazo a la furgoneta.

Paula deseó preguntarle si se encontraba mejor, pero no tuvo valor para hacerlo.

–¿Qué tenemos para cenar? –preguntó Pedro.

Ella parpadeó para evitar las lágrimas. Por lo visto, así iban a ser las cosas. Él simularía que antes no había ocurrido nada y, como ella no podía soportar ver una repetición de su dolor tan pronto, le permitiría fingir. De momento. Pero no para siempre.

–¿Para cenar? –Paula, pensando que ambos podían jugar a hacerse los locos, al menos esa noche, sonrió de oreja a oreja–. Cenar. ¿Qué te parece Buena sorpresa enlatada de primero y Comida rancia de carretera de segundo?

–Suena bien –dijo él, abrazándola.

Ella apoyó la mejilla en su pecho y escuchó los latidos de su corazón. Se preguntó qué estaba ocurriendo entre ellos. Y a qué se debía su fascinación por ese hombre. Apenas lo conocía y, sin embargo, tenía la sensación de conocerlo desde siempre. Pedro le tocó el pelo y a ella se le cerró la garganta por la ternura de su caricia. Deseó que su vida pudiera ser distinta. Que el amor fuera diferente. Que ninguno de ellos tuviera que sufrir. La mezcla de placer y dolor era devastadora y Paula lo abrazó con todas sus fuerzas.

–No habría podido hacer esto sin tí –dijo él–. ¿Cómo puedo agradecértelo?

–Acabas de hacerlo –alzó la vista hacia él, con los ojos húmedos y una sonrisa en los labios.

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