miércoles, 26 de septiembre de 2018

Polos Opuestos: Capítulo 3

Pedro estaba bastante seguro de que lo que veía en sus enormes ojos azules era pesar. Paula. Un nombre bonito y dulce para una chica bonita y dulce. Su melena era lo suficientemente oscura para denominarse caoba, pero al sol era roja. Las pecas de su nariz resultaban increíblemente monas, lo cual era una contradicción para su voz. Era una voz polvorienta, rasgada y grave que despertaba sus sentidos de la mejor delas maneras. Era una intrigante combinación de fuego y hielo que le daba ganas de conocerla mejor.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué no puedes ir conmigo?

—Porque soy demasiado mayor para tí.

Pedro se quedó mirándola y pensó que, si le odiaba tanto como para preferir clavarse un palo en el ojo antes que salir con él, podría haberse inventado una mentira mejor. Ya le habían mentido antes; había sido una traición tan personal que le había dejado una huella que jamás desaparecería.

—¿Cómo sabes cuántos años tengo, pelirroja? —preguntó él.

—Alguien lo mencionó hablando de lo mucho que habías logrado para tener tu edad.

—¿Y tú cuántos tienes? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis?

Paula apretó los labios antes de responder.

—Acabo de cumplir los treinta.


Parecía una universitaria con su gorro de lana azul calado hasta las orejas y los mechones pelirrojos sueltos sobre su chaqueta.

—Ni hablar —dijo él.

—Por desgracia es cierto.

 —¿Por qué por desgracia?

—Porque pensé que, a estas alturas, ya estaría casada y sería madre —suspiró, frustrada y decepcionada—. En Texas conocí a muchas mujeres que querían casarse, pero no encontraban un hombre. Los hombres lo tienen mucho más fácil. Pueden chasquear los dedos y tienen montones de mujeres.

Pedro no estaba de acuerdo. No todas las chicas se morían por casarse, y él había tenido la mala suerte de elegir a una de esas. Después de eso, tener algo serio era lo último que deseaba, aunque estaba a favor de divertirse. Le gustaban las mujeres. Le gustaba Rose. Entregar algo de él haciendo voluntariado era algo que le gustaba, pero no había imaginado que sería tan divertido. Se lo había pasado muy bien aquel día. Y quería repetirlo.

—Ve conmigo —insistió—. ¿Qué puedes perder?

—Que me llamen asaltacunas es lo que puedo ganar.

—No es una diferencia de edad tan grande.

—Para mí sí.

—¿Así que prefieres ir sola?

 —Sí —respondió ella sin mucha convicción.

Pedro deseaba volver a ver a Rose porque era divertida y la boda sería mucho más interesante si podía hablar con ella. Pero había cierta testarudez en aquella boca que llevaba todo el día deseando besar. Tenía que encontrar una estrategia para hacerle cambiar de opinión. La vida le había puesto serias dificultades, tanto personales como financieras. A pesar de todo, había ido a la universidad y se había convertido en ingeniero. Le gustaba desmontar cosas para averiguar cómo funcionaban. O construir algo nuevo que no existía antes. Debía de haber una manera de utilizar sus habilidades.

Paula se encargaba de las relaciones públicas para la oficina del alcalde. Su trabajo era darle la vuelta a las cosas. Había dicho directamente que buscaba un hombre, así que era un comienzo. Tras el volante, Pedro giró su cuerpo hacia ella.

—Es más fácil encontrar un hombre cuando estás con uno.

—¿Qué?

—Piénsalo. Dicen que es más fácil encontrar un trabajo cuando tienes uno —eso no le había parecido tan patético en su cabeza—. Si estás sola en la boda, una chica tan guapa como tú, los hombres disponibles se preguntarán qué tienes de malo.

—¿Te refieres a la caspa, la halitosis o los soplidos cuando me rio?

—Sí —Pedro frunció el ceño. Aquello no iba como había imaginado—. Más o menos.

—Mira, Pedro…

—Escúchame —Pedro levantó una mano para silenciarla—. Si te ven conmigo, tendrás el sello de aprobación de Thunder Canyon y hombres a montones.

Ella sonrió.

—¿Así qué ese ha sido mi problema desde que me mudé aquí en verano? ¿El todopoderoso Pedro Alfonso no ha honrado mi vida social con su presencia?

—Bien dicho —Pedro intentó ponerse serio, pero no pudo evitar reírse—. En serio, dime que no te lo has pasado bien hoy.

—No me lo he pasado bien hoy —contestó ella automáticamente.

—Mientes. —Sí, para salvarte de ti mismo. Es muy dulce por tu parte pedírmelo, de verdad. Y agradezco la oferta, pero… No.

 —No acepto eso.

—Tienes que hacerlo.

—Ahí es donde te equivocas.

—¿Qué parte de «No» no comprendes?

—Prácticamente nada. Nunca lo he hecho —al perder a su madre con dieciséis años, había tenido ganas de renunciar a todo, y durante un tiempo lo había hecho.

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