viernes, 30 de junio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 5

Lo que quería decir que se metiera en sus asuntos. Lo más extraño era que el nombre abreviado le iba bien. Paula era adecuado para la joven de cabello liso y uñas pintadas que solía mirar al mundo con desdén. Lo único que no había en la nueva Paula era desdén.

—No has contestado a mi pregunta —dijo.

Paula pareció buscar en su memoria.

—Oh, no, no estoy estudiando —dijo.

Un joven rubio de metro noventa y un cuerpo de atleta la tomó en aquel momento por el brazo con una familiaridad que sacó de quicio a Pedro.

—Hey, Pau, ¿Estás lista?

—Ya voy, Marcos. Pedro, tengo que marcharme. Me ha… alegrado verte.

—¿Alegrado? No seas hipócrita, Paula. Preferirías que estuviera en Patagonia. ¿Cómo está Fernando?

Paula le lanzó una mirada indescriptible, acosada y orgullosa a la vez, antes de darse la vuelta y unirse a un grupo que entraba en la sala de aerobic. Pedro no se movió, mirando obsesivamente la coleta de la mujer que había amado desesperadamente y odiado con toda su alma, con la completa entrega de la juventud.  «Me he alegrado… ¿Estás de broma, Paula? Patagonia está demasiado cerca para donde quisieras verme». Era obvio que no era indiferente a él. Era lo que había aprendido de aquella conversación absurda y breve. Eso y que su aparición la asustaba.

Avanzó hacia las cristaleras que dejaban ver el interior de la sala de aerobic. La música había empezado, machacona y rítmica, una música desagradable que le mantenía alejado de cualquier clase de aerobic. Paula  estaba haciendo ejercicios de calentamiento frente a un grupo de jóvenes y de pronto se dió cuenta de que no asistía a la clase. Era la profesora. ¿Paula Chaves enseñando aerobic a un grupo de estudiantes? Aquello no era posible. La Paula que él había conocido debía estar de compras en París, o montando a caballo en el club de campo. Jamás hubiera trabajado en algo así. La clase era mixta y, aunque la mayor parte eran estudiantes, había algunas personas mayores. El tal Tomás estaba en primera fila moviendo con entusiasmo brazos y piernas.

Se acercó a la ventana. Los pechos de Paula se movían cuando saltaba y el juego de sus músculos le fascinó. Iba a necesitar una ducha fría, se dijo con amarga ironía. En ese momento, ella lo vió tras el cristal y perdió el paso. «Qué pena que no esté en Patagonia, ¿Verdad, Pau? Qué pena que esté aquí mismo, en Halifax. Porque tú y yo tenemos asuntos que resolver y no te vas a escapar sin enfrentarte a ellos». Como si pudiera leer su pensamiento, Paula miró a otro lado, pero había vuelto a perder el ritmo. Pedro estaba harto de mirarla así que se dio la vuelta y se dirigió a la ducha. Cuando volvió a salir, vestido y con el pelo mojado, la clase seguía. Paula parecía tan fresca y llena de energía como veinte minutos antes y no miró hacia la ventana.

Pedro fue al mostrador de información y tomó un folleto con el horario de aerobic. Daba clase seis veces por semana y firmaba P. Martínez. Preguntándose por qué daría clase una mujer rica y ociosa se guardó el papel y preguntó a la chica que informaba:

—Tengo un pase especial para el gimnasio. ¿Puedo probar una clase de aerobic para ver si me gusta?

—No hay problema —respondió la mujer del mostrador.

El lunes siguiente comería pronto, iría a la clase dé Paula y la arrinconaría después. Los dos tenían mucho de qué hablar. Pedro deseaba reprocharle su comportamiento del pasado, obligarla a enfrentarse a los hechos. Le debía unas cuantas respuestas. Y quizás entonces lograra superar su obsesión adolescente con ella. Se dio la vuelta y se puso a buscar las llaves de su coche. En ese momento observó a dos niñas sentadas en un banco junto a la puerta del gimnasio. Las dos eran rubias, una con el pelo liso y la otra rizado. Con un sobresalto, reconoció a las hijas de Paula. Se estaban peleando, discutiendo con grandes gestos y lloriqueos por parte de la pequeña. Tomó aire y fue hacia ellas.

—Hola —dijo amablemente—. Me llamo Pedro. Su madre y yo fuimos amigos hace años, antes de que se casara. ¿Cómo se llaman?

La pequeña respondió:

—No debemos hablar con extraños. Valentina, por favor, dámelo —e intentó agarrar la mano cerrada de su hermana.

Valentina se apartó.

—Para, Isabella, eres tonta y voy a decirle a mamá que te has portado mal.

—Y yo le diré que no querías darme un chicle porque eres mala y horrible —el rostro de la pequeña expresó la máxima desesperación—. Soy pequeña y deberías ser buena conmigo.

Con similar afectación, Valentina alzó los ojos al cielo, unos ojos de un azul profundo que hicieron que el corazón de Pedro diera un vuelco, y dijo:

—Tú eres la mala. Toma tu chicle, idiota.

Con delectación, Isabella quitó el papel y se metió en la boca un enorme chicle de color rosa.

—Te apuesto a que hago un globo más grande que el tuyo —anunció en tono triunfante.

—Eso te crees —dijo Valentina e hinchó un globo maravillosamente redondo y rosa que milagrosamente no terminó estallando sobre su rostro.
Pedro dijo con voz neutra:

—¿Viene su padre a buscarlas?

El chicle quedó olvidado. Las dos niñas le dedicaron sendas miradas hostiles y no dijeron nada. Hubo algo en su repentina alianza y en la frialdad de las miradas infantiles que le desconcertó.

—No tendría que haber preguntado eso. Lo siento. Espero volver a verlas —dijo vacilando y se alejó para salir a la calle.

Habían ganado el primer round. ¿Acaso le sorprendía que las hijas de Paula tuvieran personalidades fuertes? Pero ella no iba a ganar el siguiente encuentro. El que estaba previsto para el lunes, aunque Paula lo ignorara.


No Esperaba Encontrarte: Capítulo 4

Tres meses más tarde, en la mañana de un sábado de septiembre cálido y soleado, Pedro empujó la puerta del gimnasio de una de las universidades de Halifax. Acababa de apuntarse como socio externo. En las últimas semanas, había estado muy ocupado aprendiendo el negocio de Sam y comprándose un terreno en la bahía, tanto que había dejado de lado su habitual rutina gimnástica. Pasó una hora con las máquinas y las pesas y, cuando salió, se encontraba mucho mejor gracias al esfuerzo. Tras ducharse, tenía la intención de conducir hasta Frenen Bay para comprobar cómo avanzaba su obra. En un gesto impulsivo nada propio de él, había comprado un pequeño terreno frente al mar, a unos veinte minutos de la ciudad, y estaba arreglando la casa ruinosa. Y sin embargo,  intuía con claridad que había acertado. Como había acertado regresando a Halifax y aceptando el trabajo de Roberto. Después de años de vagabundear, se sentía en casa. Salió del gimnasio y avanzaba por el pasillo lleno de estudiantes cuando la voz de una mujer le obligó a pararse en seco.

—Me voy a quedar por aquí —decía la voz—. Pero necesito las cintas.

Pedro giró en redondo y sintió que se estremecía de pies a cabeza. Paula. Aquella voz era de ella, lo hubiera jurado. Pero no podía ser. ¿Qué iba a hacer un sábado por la mañana en la universidad? Llevaba años sin verla, y quizás hubiera cientos de mujeres con aquella seductora voz de contralto que recordaba tan bien. Pero avanzó hacia la voz y al girar en el recodo del pasillo, se dió de bruces con su dueña. Era Paula.

Su corazón dió un vuelco e instintivamente la agarró por los brazos para que no perdiera el equilibrio. En un segundo de lucidez percibió que Paula era completamente diferente y a la vez seguía siendo la misma. Su cabello que solía ser liso, como una cortina dorada alrededor de su rostro, estaba recogido en una cola de caballo. Pero tenía el mismo color cálido que recordaba. Sus ojos, llenos de sorpresa y temor, eran del azul profundo, oscuro, que tenía grabado en su mente. Parecía cansada. Unas ojeras levemente malvas llenaban de sombras profundas sus ojos, que lo miraban muy abiertos. Tenía los dedos, delgados y largos, apoyados en su pecho, pero sin las uñas pintadas que solía llevar con diecinueve años. Tampoco llevaba anillo alguno, se dijo  sintiendo una sacudida nerviosa. La suave curva de su vientre estaba pegada a él y al inclinarse pudo ver el delicioso y perturbador paisaje de su escote. Tenía más pecho que de joven, pensó con la boca seca.

—¡Pedro! —exclamó al fin Paula—. Pedro Alfonso… ¿Qué estás haciendo aquí?

Más detalles siguieron penetrando en el cerebro paralizado de Pedro. Llevaba un traje de aerobic, una camiseta minúscula y pegada al cuerpo y unos pantalones negros que evidenciaban la redonda firmeza de sus caderas. Con horror,  sintió que empezaba a excitarse. La apartó con gesto violento, horrorizado con la respuesta de su cuerpo y con la idea de que ella pudiera darse cuenta. Dijo con sequedad:

—Estaba en las pesas, ¿Y tú?

—Tengo una clase de aerobic. Pero, ¿Qué haces en la ciudad? Creí que estabas en Australia. O Chile, no sé.

—Viví en Australia hace siete años —al darse cuenta de que aún la sujetaba por el brazo desnudo, dejó caer las manos y se inclinó para recoger la toalla que se había caído al chocar—. Ahora vivo aquí.

—¿Aquí? ¿Desde cuándo? 

—Hace un par de meses. 

No parece gustarte la idea. La expresión era un eufemismo. Paula parecía trastornada y, lo que era más curioso, asustada. ¿Por qué iba a darle miedo la reaparición de un hombre rechazado años atrás? Ella se retiró un mechón suelto del rostro y Pedro observó que le temblaban levemente las manos. Con un esfuerzo evidente por recuperar la compostura, dijo:

—Me da igual dónde vivas, por supuesto. Pero me ha sorprendido verte después de tantos años.

—Diez años —dijo Pedro—. ¿Te acuerdas? Hablamos por última vez en la gasolinera. Era agosto.

Dos días después de la paliza. Observó como la mujer palidecía antes de sonrojarse.

—Sí, supongo… Mira, tengo que marcharme.

—¿Así que te has hecho estudiante de mayor, Paula? —comentó Pedro en un tono desagradable.

Paula alzó la barbilla.

 —Pau—dijo—. Me dicen Pau.

 No era la respuesta que él esperaba. 

—¿Pau? ¿A qué viene que me dices eso? 

Ella sostuvo la mirada con un gesto desafiante. 

—¿Por qué no?

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 3

Roberto estaba especializado en coches extranjeros, empleaba a una docena de mecánicos y tenía una reputación inmaculada. Pedro solo pudo responder con timidez:

—¿Lo dices en serio?

—Pues claro. ¿No lo esperabas?

 —No.

—Sé que no eres feliz en Toronto.

—Lo odio —resumió Pedro—. La ciudad y el trabajo. Ambos me agobian.

Roberto se terminó sus huevos con beicon y se limpió el bigote con la servilleta. Su bigote, como el cabello, era gris, abundante y encrespado.

—Has venido a pasar unos días. Pásate por el garaje a mirar, pregunta lo que quieras y tómate tu tiempo. No tengo prisa.

Jugando con el tenedor, Pedro murmuró:

—Es una oferta muy generosa, Roberto.

—No lo veo así —replicó Roberto mirándolo con los ojos azules a un tiempo irónicos y afectuosos—. Te he visto crecer, chico. Eres trabajador y tienes unas manos con las máquinas como no he visto otras. Y sobre todo, eres leal y noble. No puedo decir lo mismo de mucha gente.

Pedro habló de nuevo con torpeza que disimulaba su timidez:

—Gracias.

 Después pidió más café y cambió de tema. Pero ahora, mirando el sol hundirse en el mar, no podía dejar de acariciar las palabras de Roberto, que calentaban su corazón como el último sol calentaba su piel.

Roberto confiaba en él. Eso era lo importante. La emoción comenzó a resurgir en su interior. Estaba seguro de que el negocio de Roberto era floreciente. Cada vez había más coches de marca extranjera y, en una ciudad pequeña como Halifax, la reputación de honradez era esencial para un garaje. En Toronto, Pedro había tenido problemas por su negativa a mentir a los clientes y cobrar trabajos innecesarios. Y allí no tenía ningún futuro. En Halifax podía vivir junto al mar, en una provincia famosa por su costa y su paisaje salvaje, un lugar donde respirar libremente. No tendría que luchar por sus principios, ya que su amigo los compartía plenamente. Y podría estar cerca de su madre, que seguía viviendo en Juniper Hills, a media hora de Halifax. Y cerca de Paula.

Con una mueca de disgusto,  miró la línea del horizonte. Pasadas unas cuantas horas desde la absurda escena del estudio de fotografía, podía calibrar lo hondamente que le había afectado el retrato de Paula. Al presentarse de golpe, sin previo aviso, la emoción le había dicho lo que tanto tiempo se había ocultado a sí mismo: seguía sin haberse librado de su antiguo y desgraciado amor.

No había pasado diez años pensando en ella. Ni mucho menos. Se había marchado de la ciudad al morir su padre, antes de cumplir los veinticuatro años. Había recorrido los Estados Unidos, Chile, Australia, Tailandia y Singapur, India y Turquía, para terminar en Europa. Había tenido cientos de trabajos, había sido camarero, cuidador de caballos y mecánico, había leído con voracidad, estudiado idiomas, conocido a mucha gente. Había madurado. Al menos eso había creído hasta aquel día. Por primera vez pensaba que quizás no había sido muy inteligente enterrar en el fondo de su inconsciente todo lo sucedido con Lorraine. Porque en lugar de enfrentarse a ello, lo había ocultado y allí estaba de nuevo, un cartucho de dinamita en mitad de su cerebro. Y ver el retrato había sido como acercar una cerilla a la mecha.

El cerebro de Pedro se quedó de pronto en suspenso: quizás Paula  fuera el motivo por el que no se había casado. Aunque no había permanecido célibe, en los últimos años había limitado sus aventuras a mujeres por las que sentía afecto, pero que entendían que no había lugar para el compromiso y que habían estado dispuestas a disfrutar de su compañía mientras durara el visado. Cualquier exigencia más personal le había puesto nervioso como el anuncio de una condena. ¿Sería que nunca se había librado de la imagen de Paula? ¿O que no había resuelto la mezcla de amor y sufrimiento grabada en su cerebro? ¿Acaso ella le ataba aún, impidiendo que volara libremente? ¿O era, simplemente, un solitario? ¿Un hombre que gustaba de su propia compañía y que siempre seguía libremente su instinto? En realidad, desde que tenía uso de razón, había estado solo, luchando con los puños por el honor de su padre. Podía recordar como si fuera ayer las burlas de los demás muchachos, imitando los pasos de borracho de su padre, y su propia furia. Nadie le había ayudado mientras luchaba contra todos. Muy temprano había comprendido que dependía de sí mismo y que vivía en un mundo hostil. Hubiera sido inútil que buscara refugio en su madre. De manera que Paula no debía tener nada que ver con su estado civil.

¡Tenía un aspecto tan feliz en la fotografía! Tan libre e inconsciente. Y sin embargo su marido era un canalla, de eso estaba seguro. Un canalla rico, sin duda. Un canalla de alta sociedad. No como él, el joven Alfonso de la gasolinera. Y Paula era una esnob. No había razón para que hubiera cambiado. Se puso en pie. Ya estaba bien. Tenía que tomar una decisión respecto a Roberto. Al menos que ya estuviera tomada. ¿Iba a vivir de nuevo cerca del mar y propiciar un encuentro con Paula Chaves Martínez para deshacerse de una vez de su particular fantasma? No quería que siguiera dominando inconscientemente su vida, o que la simple visión de su retrato lo enloqueciera.

Sin duda su madre sabía dónde vivían Paula y Fernando. No le sería difícil volver a verla. «Así será», se dijo con ira e ironía. «Porque va siendo hora de que aprenda a vivir. Solo o acompañado». Tenía que verla una vez más para olvidarse del pasado. Un clásico exorcismo, eso era el plan. Porque odiaba más que nada en el mundo sentirse atado a aquella mujer.

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 2

—Hay una fotografía expuesta fuera —dijo abruptamente—. Una mujer con sus dos hijas.

—Oh, sí, ¿Salió bien, verdad?

—La conocí hace años. Pero hemos perdido el contacto. Me preguntaba… ¿Vive cerca?

La sonrisa de la mujer disimuló una mirada recelosa.

—Lo siento, señor, no puedo darle ningún detalle sobre nuestros clientes…

—Su nombre es Paula. Paula Chaves Martínez. Yo trabajaba para su padre, Miguel Chaves.

—No damos información confidencial, como puede entender —dijo la mujer—, ¿Puedo ayudarle en algo más?

«Vete», se dijo Pedro. «De nuevo estás haciendo el ridículo».

—¿Puedo conseguir una copia de la foto? —preguntó con voz ronca.

 La mujer lo miraba ahora con franca curiosidad.

 —Eso no es posible sin el permiso de mi cliente —dijo—. Me perdonará, pero tengo cosas que hacer.

Pedro se dió la vuelta y salió del estudio. Sin fijarse en nada, caminó por la calle, indiferente a los oficinistas y a los turistas, mientras se reprendía mentalmente por su estupidez. La agradable mujer del estudio pensaba sin duda que era un psicópata, y se estaría preguntando si debía llamar a la policía. No era un psicópata. Pero sí un completo idiota por dejar que Paula lo dominara como si no hubieran pasado diez años.

Era hora de crecer y olvidarse de los cuentos de hadas. Pero aquellos tres remotos años, entre los veinte y los veintitrés habían transcurrido en el país de «érase una vez, hace mucho tiempo». Paula, con sus ojos azules y su maravilloso cabello rubio, era la princesa del castillo, que en una noche de capricho se había lanzado a sus brazos, el campesino, el moreno y guapo, según decían todos, mecánico de su padre. Y el trabajador, caballerosamente, se había negado a aprovecharse de la belleza, juventud y virginidad de la joven princesa. ¿Se lo había agradecido ella? ¿Acaso le había entregado un pañuelo bordado como recompensa por su noble gesto? Ni hablar. Se había puesto furiosa y había hecho que su padre lo echara del trabajo. Y nunca, añadió con amargura, el vasallo fue convertido en príncipe. Por desgracia, la historia no había terminado ahí. Y el resto era más difícil de encajar en un cuento de hadas. Puesto que alguien del pueblo los vio juntos en los bosques, fue testigo de su abrazo apasionado y el cotilleo corrió como un reguero de pólvora por el pequeño pueblo de Juniper Hills. Tuvo que luchar en defensa de la virtud de su amada, como un verdadero caballero de cuento. Hasta que tres profesionales, contratados por el padre de Paula, sin duda alertado por ésta, le dieron la paliza de su vida.


Más tarde, Paula tuvo el descaro de interesarse por su salud e ir al garaje donde trabajaba, pero Pedro le explicó que su simpatía no era bien recibida. Aquella escena seguía grabada en su cerebro. Sin duda había sido el peor momento de su vida. Mucho peor que la paliza que había hecho daño, moral y físico, a un hombre joven orgulloso de sus puños. Sus pies le habían llevado junto al agua, donde había un puesto de hamburguesas. Pero ya no tenía hambre. Tenía que volver al hotel, cambiarse de ropa y correr por el parque hasta caer extenuado. Necesitaba ejercicio o se volvería loco de remate. Media hora más tarde,  corría bajo los altos pinos del parque, en una colina junto a la costa que dominaba el puerto de Halifax. Pasó junto al monumento a los héroes de la guerra, sintiendo que sus músculos se iban relajando y su paso se hacía rítmico, fácil. Paula no existía para él. Además, era una mujer casada. Felizmente casada, a juzgar por su aspecto.

Lo que considerando al hombre que había elegido por marido no decía nada bueno de ella. Se esforzó por no pensar en eso y contemplar el paisaje. Había unos niños jugando al balón y sus gritos rompían la tarde apacible. Unos perros se perseguían ladrando locamente. Corrió por las sendas, entre los árboles, durante más de una hora y por fin se detuvo para respirar y se acercó al abismo para observar el batiente mar, espumoso y salvaje, contra las rocas. Ya era hora, pensó con ironía mientras se secaba el sudor de la frente, de pensar en la primera sorpresa del día. La propuesta que Roberto le había hecho mientras desayunaban juntos en la cafetería cercana a su garaje. Lucas Withrod. Había sido el supervisor de área de una cadena de gasolineras: el padre de Pedro se ocupaba de una de éstas y había conocido y apreciado a Roberto desde niño. Desde su partida, habían mantenido el contacto, a través de un par de cartas anuales, apenas una nota por su parte, largas cartas de Lucas poniéndole al día. Cuando regresó a Canadá un año atrás y buscó trabajo en Toronto, lo  llamó  y luego siguió llamando una vez al mes.

Esa mañana, Roberto le había ofrecido un trabajo. Más que un trabajo, una participación en el negocio.

—Tengo sesenta y cuatro años —le había dicho,  mientras extendía mantequilla sobre su tostada—. No tengo familia, ni hijos. No soy tan fuerte como solía. Me gustaría que te quedaras con el garaje cuando me retire. Y mientras tanto, podríamos ser socios. Así aprenderías el negocio, me darías ideas nuevas. ¿Qué dices?

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 1

Dos impresiones fuertes en un solo día. La primera había sido agradable, preñada de promesas. La segunda era como un puñetazo en el estómago. Pedro Alfonso estaba muy quieto en medio de la acera de una de las calles más transitadas de Halifax. Era un día soleado de junio y él había vuelto a Nueva Escocia para pasar las vacaciones. Tendría que haber parecido feliz y relajado. Por el contrario, apretaba los labios hasta formar una línea pálida y sus hombros estaban rígidos, los puños cerrados en los bolsillos de sus vaqueros. Parecía un hombre a punto de estallar. Los torbellinos de paseantes lo rodeaban. Algunas mujeres miraban de reojo el imponente cuerpo, hermoso y tenso como el de un luchador. Pero él era tan ajeno a la atención femenina como a los rayos de sol que golpeaban en su cabello negro y rizado.

Su mirada estaba clavada en un portal donde se anunciaba el estudio de un fotógrafo. Lo que retenía su atención de forma tan intensa era una fotografía de una mujer, una mujer con dos niñas. La mayor parte de las personas hubieran sonreído al mirar el retrato, porque las tres vestían igual, con camisas blancas y pañuelos rojos atados al cuello, con similares gorras de béisbol sobre sus cabezas igualmente rubias. Y las tres estaban haciendo el payaso, abrazadas y riendo con muecas exageradas. La mujer era sin duda la madre de las dos chicas, pues el parecido era innegable y las hijas estaban llenas de una promesa de belleza hecha realidad en la madre. Una de las niñas, con el cabello liso y largo, parecía tener unos nueve o diez años; la otra, de pelo rizado y desordenado, no tenía más de seis. Y luego estaba la madre. Los ojos de Pedro, tan oscuros que parecían negros, volvieron a la mujer y allí siguieron, fascinados, como si la fuerza de su mirada pudiera hacer que saliera del marco, avanzara hasta él y le hablara, como no le había hablado en los últimos diez años. Desde el primer instante supo que era  Paula. Paula Chaves, la hija de Miguel Chaves, el hombre más rico de la región. Se había enamorado cuando ella tenía dieciséis años y él veinte. Lo bastante mayor como para ser más sensato, pensaba ahora. Pero no había sido sensato.

En la actualidad era Paula Martínez, la mujer de Fernando Martínez, empresario, un hombre al que Pedro había detestado desde el primer momento en que lo vió, doce años antes. Paula no había cambiado. Sin duda la fotografía estaba retocada, pensó con maldad. Aunque había una cierta madurez en el rostro, una finura y elegancia nuevas. La frente alta, los ojos azules rodeados de espesas pestañas, los pómulos Henos de nobleza, la dulce y generosa curva de los labios. El cabello era distinto que en sus recuerdos: en su forma natural era tan liso como el de su hija mayor, con el brillo y la fuerza de un río a la luz de la luna. En el retrato, se había vuelto rizado, unos rizos locos a juego con la risa en su rostro. Era evidente que ella feliz siendo la esposa de Fernando. Éste, claro estaba, era rico. Podía mantener el estilo de vida al que estaba acostumbrada y seguir viviendo mimada por la sociedad en la que había crecido. Siempre había sido inalcanzable para él. Salvo una vez.

Con un esfuerzo violento, Pedro volvió a la realidad. Estaba haciendo el ridículo, hablando con una fotografía como si estuviera viva. Y quizás lo estuviera, se dijo con un sobresalto. Porque desde que la vio, cada célula de su cuerpo había sido presa de emociones tan vivas como angustiosas: odio, enfado, humillación, impotencia, tristeza; la lista era infinita y cada sentimiento tenía su lugar en su cerebro herido. Parecía que tenía de nuevo veintitrés años y que el intervalo de vida se había evaporado, como un sueño.

Cuando tenía veintitrés, todo su mundo se vino abajo. Fue cuando Paula se casó con Fernando. Y al fin, con otro golpe en el estómago, tuvo que reconocer algo más, algo que había querido negar. No había citado una emoción en su lista. Y lo había hecho a propósito, aunque era la más poderosa, casi la única: deseo. Un deseo ardiente capaz de quemar toda sensatez. Porque incluso con pantalones anchos y aquella estúpida gorra sobre su cabeza, Paula era absolutamente deseable. Lo había sido desde que cumplió dieciséis años y la vio en su primera fiesta bajo la luz de la luna. Era tan joven y tan bonita, tan vulnerable, que Pedro había entendido por primera vez en su vida lo que significaba enamorarse. Una caída, una inmersión en un mundo nuevo y desconocido, iluminado por su existencia y donde todo era posible. Un lugar desde donde adorarla en la distancia. Al principio. Furioso con su memoria,  contuvo una oleada de recuerdos que podían ahogarle. La odiaba. La había odiado durante años y con buenos motivos para ello. El amor era un sentimiento muerto en él. No estaba en la lista. Ella lo había matado, deliberada, cruelmente, de un modo que nunca podría perdonarle. «Déjalo ya», se ordenó a sí mismo. «Por Dios, deja de darle vueltas mientras estás cuerdo». No era más que la fotografía de una mujer inaccesible y que no merecía la pena. Nada más que una imagen. Tenía otras cosas que hacer que permanecer en la acera como si hubiera recibido una revelación divina. Por ejemplo, pensar en la oferta de Roberto. Por ejemplo, comer. Pero entró en el portal y fue hasta el estudio del fotógrafo. Era un lugar fresco, agradablemente decorado con plantas y retratos enmarcados. La mujer de mediana edad que lo recibió con una sonrisa preguntó si podía ayudarle. Quiso sonreír, pero no podía mover su rostro de piedra.

No Esperaba Encontrarte: Sinopsis



Pedro Alfonso se enamoró de Paula cuando ésta tenía dieciséis años. Él tendría que haber sido lo bastante maduro como para alejarse de ella, pero no fue así, y se separaron con amargura.



Diez años después, Paula tenía un matrimonio roto a sus espaldas y dos niñas adorables, Isabella y Valentina. Pero a Pedro no le parecían tan adorables. Isabella odió a Pedro nada más verlo, aunque a él no le importó, pues solo quería a una rubia en su vida, no a tres. Pero llevarse a la madre a la cama exigía que aceptara a las hijas en su corazón de solitario…

miércoles, 28 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Epílogo

Paula había temido que nadie pudiera ir a la gran inauguración de Raíces y se alegraba de haberse equivocado. Una semana después de aceptar la proposición de Pedro, había conseguido terminar de decorar el local. Había colgado en la pared el cuadro bordado de su madre, con una placa conmemorativa que dedicaba el centro de adolescentes Raíces a la memoria de Alejandra Chaves.  Pedro y ella miraron a su alrededor en el local, donde gran parte de la comunidad de Thunder Canyon estaba disfrutando de las galletas, los bollos, el café y el ponche. Él la abrazó con orgullo.

 —La fiesta ha sido un éxito.

Paula conocía muchas caras. A otros acababa de conocerlos, como a Gustavo Torres. Era el apuesto médico que había sustituido en el trabajo al hermano de  Pedro, Nicolás, mientras éste estaba de vacaciones con su esposa Karina.

—Te amo —le susurró Paula.

—Claro que sí —repuso él con un guiño.

 El gemelo de Pedro, Marcos, se acercó a ellos.

—Se rumorea que vas a rechazar la oferta de compra, hermano.

—No es un rumor. Es un hecho —respondió Pedro y sonrió orgulloso a su prometida—. Voy a contratar a una nueva diseñadora para darle un poco de aire fresco a nuestros productos. ¿Te he mencionado que pienso casarme con la artista en cuestión, para tenerla encadenada a mí de por vida?

—Parecen felices —comentó Marcos.

 —Tenemos buenas razones para estarlo —señaló Paula, que estaba radiante de felicidad desde hacía una semana—. Pepe va a llevarme a Hawai. Quiere que la primera vez que vea el mar sea en el paraíso.

Pedro le lanzó a su hermano una mirada de advertencia.

—No te atrevas a decirlo.

—¿Que te lo dije? —preguntó Marcos, sonriendo.

—¿Qué le dijiste? —quiso saber Paula.

 —Que tú podías ser la mujer adecuada para mí.

—Bueno, tú eres el hombre adecuado para mí — señaló ella—. Pero no por lo de Hawai. Si me llevara a una lavandería de vacaciones, seguiría sintiéndome la mujer más afortunada y feliz del planeta.

 —¿No ibas a dar un discurso? —preguntó Pedro antes de que su hermano pudiera hacer ninguna broma respecto a él.

—Sí. Pero aquí hay mucho ruido. No sé si la gente podrá oírme —contestó Paula.

 Pedro la guió al otro extremo de la habitación y, entonces, se llevó los dedos a los labios. Silbó con todas sus fuerzas. Todo el mundo se quedó en silencio y los miró.

 —Atención —dijo él—. Paula tiene algo que decir.

Paula sonrió a su prometido y se aclaró la garganta un poco nerviosa.

 —Gracias por venir. Ha sido una fiesta fantástica. Muchos de ustedes sabían que este programa había sido mi sueño desde que mi madre murió. Sin la ayuda de la gente de Thunder Canyon, mis hermanos y yo no habríamos podido superar aquellos tiempos tan difíciles. Este centro es mi manera de daros las gracias.

Paula miró a los rostros sonrientes de los asistentes. Francisco Walters estaba allí con Ludmila Powell a su lado. Los padres de Pedro, Ana y Horacio Alfonso, asintieron con aprobación. Ellos se habían mostrado encantados con su compromiso con su hijo. Gonzalo y Delfina estaban aplaudiendo. Los dos habían seguido en contacto con Augusto, que no vivía tan lejos de allí. El chico había empezado su último año de instituto y le iba bien.  Miró a Pedro, que le daba ánimos con su sonrisa. Y se volvió hacia la multitud.

—Tengo buenas y malas noticias. Algunos ya lo saben, pero quiero hacer público que Pedro y yo vamos a casarnos.

 El anuncio fue recibido con vítores, silbidos y aplausos. Ella levantó la mano izquierda para mostrar su anillo de compromiso, con un enorme diamante. La noche anterior, Pedro se había arrodillado y le había pedido en matrimonio de manera formal. Luego, había sellado el trato con aquel impresionante diamante.

—Lo que pasa es que voy a mudarme a Los Ángeles —continuó Paula—. Y eso significa que no puedo seguir siendo directora de Raíces —añadió y, cuando los asistentes emitieron sonidos de desacuerdo, levantó una mano para acallarlos— . Se lo agradezco. Nunca sabrán cuánto. Pero el centro seguirá funcionando con un equipo de voluntarios. Mi hermano ha prometido dedicarle algo de tiempo antes de irse a hacer su doctorado, cortesía del fondo de becas Pedro Alfonso. Mi hermana también dedicará algunas horas. Igual que Ludmila Powell y Francisco Walters… —señaló y miró a Francisco, que asintió con aprobación. Respiró hondo—. Y Gabriela Benedict, de los servicios sociales de Thunder Canyon, va a ocupar el puesto de directora. Ella ha sido mi consejera, mi mentora y amiga y los chicos serán afortunados de tenerla aquí. Por favor, denle su apoyo también a ella.

  La hermosa rubia saludó con la mano y sonrió cuando la gente aplaudió con entusiasmo.

—Así me gusta —indicó Paula—. Para terminar, quiero decir que, con mucho gusto, se aceptan donaciones al programa. Es triste decir adiós, pero Pedro y yo vendremos de visita a menudo. Raíces está en buenas manos.

«Igual que yo», pensó Paula mientras el hombre de su vida la tomaba entre sus brazos.





FIN

Enamorando Al Magnate: Capítulo 63

Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Paula lo miró a los ojos. Habían pasado un par de días desde la última vez que lo había visto. Llevaba unos pantalones vaqueros gastados que se ajustaban a sus musculosas piernas como un guante. Una camiseta negra realzaba su ancho pecho y unas gafas de aviador le ocultaban los ojos. Su aspecto bien merecía su reputación, pero ella sabía que no era más que una fachada. Pedro tenía un buen corazón.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella.

—Quería verte.

—¿Cómo me has encontrado?

—Francisco me dijo que sueles venir todos los domingos a poner flores en la tumba de tu madre —contestó él y se quitó las gafas de sol.

 Se acercó a su lado, hasta que sus brazos casi se rozaban.

—Así es —afirmó ella y bajó la vista—. Supongo que te han devuelto el permiso de conducir.

—Sí. He recuperado mis cuatro ruedas —confirmó él.

—¿Y has decidido conducir hasta el cementerio para celebrarlo?

 —No exactamente. Quería hablar contigo.

 Iba a decirle que se iba. Paula lo sabía. Pero, al darse cuenta, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Se quedó sin respiración. Deseó poderse acurrucar en una bola para impedir que el dolor se extendiera por todo su cuerpo, pero la dignidad no se lo permitió.

—No tenías que venir a la otra punta del pueblo para decir adiós.

—No lo he hecho —contestó Pedro con tono humilde—. Bueno, sí, estoy aquí. Pero no para decir adiós.

 Paula se sintió confundida. Pedro ya tenía su permiso de conducir. ¿Por qué ponía las cosas más difíciles?

—¿De qué querías hablarme?

 —Quería decirte que te quiero, Pau. Estoy enamorado de tí.

 Aquella afirmación la dejó sin palabras. Y sin aliento. Tras unos instantes de conmoción, llegó la incredulidad.

—¿Es una especie de broma?

—Mira, sé que estás molesta por cómo actué en el hotel en Billings —admitió él y bajó la cabeza—. Fue una reacción estúpida. Entonces todavía estaba digiriendo el hecho de que no hubieras estado con ningún hombre antes que yo y me hubieras elegido para ser el primero. Sobre todo estaba preocupado pensando que no te merecía.

 —¿Has venido guiado por tu sentido de la responsabilidad? —preguntó ella, cruzándose de brazos—. No, gracias. Puedo cuidarme sola.

—Claro que puedes. No es eso… —comenzó a decir él y se pasó la mano por el pelo—. Estoy complicando las cosas. En mi propia defensa, déjame que te diga que soy nuevo en esto de expresar lo que siento.

 —No lo entiendo.

 —Augusto y yo estuvimos hablando de su reacción cuando le dejó aquella chica. Mis comentarios fueron comprensivos y razonables.

  —Eres un experto en el punto de vista masculino —señaló ella con tono socarrón.

 —En el pasado, lo que hubiera hecho habría sido llevármelo a tomar una cerveza y punto.

—No tiene edad para beber.

—Sabes a lo que me refiero. No me reí de sus sentimientos porque ahora sé lo que es el amor. Gracias a tí.

 Paula lo observó. Había llegado a conocerlo bastante bien y sabía cuando estaba bromeando o cuando algo le molestaba. Podía adivinar si estaba enfadado, disgustado u obcecado con algo. En ese momento, tuvo la total certeza de que estaba diciendo la verdad.

—Me amas de veras.

—Al fin lo entiendes —admitió él sonriendo—. Me ha costado más convencerte que a un inversor para que invierta en mi negocio —añadió, la tomó de los brazos y la acercó a su lado—. Y tú me amas a mí también.

Una corriente líquida y caliente recorrió el vientre de Paula cuando él acercó sus labios y la besó. Ella suspiró y se rindió a él, sintiéndose en su hogar.  A continuación,  se apartó.

—No importa lo que yo sienta, porque te vas a ir.

—¿Quién lo dice? —preguntó él y, cuando ella abrió la boca para hablar, posó un dedo en sus labios para acallarla—. Te equivocas, Pau. Quedarme en Thunder Canyon no sería renunciar a nada, no si tú estás conmigo… —señaló y titubeó un momento—. Si fueras mi esposa, estaríamos en nuestro hogar en cualquier parte del mundo. El hogar es el lugar donde está tu corazón y tú tienes el mío. He viajado mucho, pero no había conocido nunca a nadie que me hiciera querer quedarme. Hasta que llegaste tú. La mujer más hermosa, por dentro y por fuera, estaba en mi propio pueblo.

 —¿De verdad?

—De verdad —asintió él—. Me has devuelto mis raíces.

 Paula miró a su lado, a la tumba de su madre. Entonces, recordó la frase que más le gustaba a su madre.  Sólo hay dos legados imperecederos que podemos dar a nuestros hijos: raíces y alas.  

—Amén —dijo Paula y levantó la vista—. Tienes razón respecto a mí, Pedro. Soy una cobarde mentirosa y no entiendo que puedas amarme.

—¿Qué?

—Mentí cuando te dije que no recordaba el beso de la fiesta del instituto. Y sentí la atracción que había entre nosotros desde el primer día que entraste en  Raíces. Era más fácil para mí fingir ignorarla.

—¿Por qué?

—Porque me dan miedo los cambios, me da miedo irme —confesó ella y se apartó un mechón de pelo que la brisa le había puesto en la cara—. La última vez que me fui, la única vez, perdí a la persona más importante de mi vida. Todo se puso cabeza abajo.

—Lo sé, cariño —replicó él y alargó la mano para tocarla, pero ella se apartó—. De acuerdo, voy a decirte algo que ya sabes, porque te lo dije la noche que cenamos en Billings. Pero es la verdad y no dejaré de repetírtelo hasta que lo entiendas.

—¿Qué? —preguntó ella.

—A veces pasan cosas malas. Nadie puede controlarlo. Ni tú ni yo ni nadie. Perder a tu madre fue lo peor. Pero no tenía nada que ver con el hecho de que no estuvieras aquí. ¿No creerás que causaste el accidente porque no estabas en el pueblo?

El magnetismo de Pedro envolvió a Paula y, al fin, comprendió lo que le decía. Durante todos esos años había estado ignorando lo que la frase que había inspirado su proyecto quería decir en su totalidad. En ese momento se dio cuenta de que el legado de su madre era no tener miedo de volar. Y debía seguir su sueño allí donde la llevara su corazón.  Entonces, vió con claridad que su sueño era él.  Sintió como si se hubiera quitado una pesada carga de encima. O, quizá, su carga le pareció más ligera porque había otro par de hombros, más fuertes, para ayudarla.

—Tienes razón. Mucha razón —admitió y lo abrazó, apoyando la cabeza en el pecho de él— Te amo, Pedro. Si lo que has dicho es una proposición, me encantaría casarme contigo.

—Te tomaré la palabra —dijo él—. Quiero pasarme el resto de la vida probándote que la capacidad de compromiso sí es una de mis cualidades.

—Me equivoqué respecto a eso. Te comprometes bastante bien —señaló ella. Un sentimiento de calidez la invadió y le recordó a lo que solía sentir junto a su madre. En el fondo de su alma supo que era señal de que su madre aprobaba su unión. Miró al cielo y sonrió—. Mi madre me dio raíces y tú me has curado las alas rotas. Te seguiré siempre.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 62

 —Bueno, gracias por tu ayuda de todos modos.

 Pedro se acercó con expresión de enfado. Se puso delante de ella.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo adiós —repuso ella.

Era un milagro que no se le quebrara la voz, pensó. No quería mostrar ninguna debilidad ni delatar los sentimientos que la estaban destrozando por dentro.

—No voy a ninguna parte.

—Has completado tu tiempo de servicio a la comunidad.

 —Que firmes los papeles no quiere decir que vayas a deshacerte de mí.

 —Por si lo habías olvidado, Pedro, ya no vives aquí.

—Respecto a eso… —comenzó a decir él y se pasó la mano por la nuca—. Estoy considerando seriamente aceptar la oferta de compra de mi empresa.

¿Y romper para siempre con las raíces que lo unían a ese pueblo?, se dijo Paula,  inconforme, preguntándose si lo que le molestaba tanto sería perder esa última conexión con él.

—Pero tu empresa nació en Thunder Canyon — protestó —. Dejarás tu sueño en manos de otra persona. Será como entregar a tu propio hijo.

 —Hay cosas más importantes que los negocios.

—¿Cuáles?

—Tú —afirmó él con mirada intensa.

—No entiendo —repuso ella con el corazón latiéndole a mil por hora. No era posible que lo hubiera oído bien.

—Estoy pensando en meterme en el negocio de construcción de mi familia. Y en establecerme para siempre en Thunder Canyon.

¿Por ella? No era la clase de mujer por la que un hombre renunciaba a todo, se dijo Paula. No era posible. Por otra parte, tampoco era una mujer con la que se pudiera jugar.

—Mira, Pedro, no sé de qué va todo esto. No encaja con tu forma de ser.

 —Creo que conozco mi forma de ser bastante bien. Lo que me confunde es tu reacción —señaló él, mirándola con atención.

—Déjame que te lo explique. Cuando nos íbamos del hotel de Billings, el conserje nos llamó señor y señora Alfonso. Ese simple malentendido te puso nervioso. En cuanto el hombre dijo las palabras, tú te apresuraste a corregirlo. Eso demuestra que el compromiso sigue sin ser una de tus cualidades —indicó ella y levantó la barbilla—. Así que no sé qué pasará por tu cabeza, pero no esperes que me lance a tus brazos. No quiero que renuncies a nada por mí.

 Una multitud de emociones atravesó a Pedro como una tormenta de truenos hasta que la rabia tomó el mando.

—Supongo que debí habérmelo imaginado, viniendo de una reina de la estabilidad como tú.

Paula se encogió ante su tono helado.

 —¿Perdona?

—Se te presenta una oportunidad excitante, Paula, la de diseñar una gama de productos para mi compañía, una marca nacional. Es la oportunidad de conseguir tu sueño. ¿Te has emocionado? —preguntó él y meneó la cabeza—. Ni un poco.

—Porque tengo que tener muchas cosas en cuenta. ¿Cómo podría dejar a mi familia? Cuentan conmigo. ¿Y Raíces? ¿Quién se encargaría del centro? Es un programa importante —afirmó ella e inspiró deprisa—. Thunder Canyon es mi hogar.

—Ni siquiera has contemplado las distintas posibilidades. Puede que no fuera necesario que te mudaras y Thunder Canyon es sólo un punto en la geografía. Tu hogar estará donde estés tú. Y, si crees que te quedas aquí por lealtad a la comunidad, no sólo me estás mintiendo a mí. Te estás mintiendo a tí misma.

—¿Quién te crees que eres? —le espetó ella, furiosa.

—El único que tiene los pies en la tierra. Eres una cobarde, Paula Chaves— aseguró él, señalándola con el dedo—. Todo el mundo de por aquí piensa que eres un ángel, pero la verdad es que no tienes valor para irte.

Pedro se giró y su ancha espalda fue lo último que Paula vió antes de que él se fuera dando un portazo. Sus acusaciones reverberaron en la habitación vacía, despertando dolorosos recuerdos.  Había sido valiente en una ocasión. Se había ido de Thunder Canyon y la vida que había conocido hasta entonces se había hundido a su alrededor.  En el presente iba a sucederle de nuevo, aunque no fuera ella la que se marchara. En esa ocasión, Pedro iba a llevarse su corazón con él.  Nunca podría volver a recuperarse.

Alejandra Chaves. Amada madre.  Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió un nudo en la garganta mientras miraba la lápida en el cementerio de Thunder Canyon. Tenía el corazón encogido por la pérdida, pero se trataba de la pérdida de Pedro y no de la que había sufrido hacía años.  Amada madre.  Eran unas palabras sencillas.

—Te quiero, mamá. Y te echo de menos más que nunca —susurró Paula—. Me encantaría tener alguien con quien hablar.  El sol brillaba en el cielo azul de Montana. Dejó un ramo de margaritas amarillas y blancas sobre la hierba.

—Estoy enamorada de Pedro Alfonso. ¿Puedes creerlo? Yo, siempre tan práctica y tan prudente, enamorada del chico malo de Thunder Canyon.

Una brisa repentina la rodeó, como si la naturaleza estuviera respondiendo. Se sorprendió. En la carretera, detrás de ella, oyó la puerta de un coche cerrándose. Oyó pasos en la hierba y el pelo de la nuca se le puso de punta cuando adivinó que se trataba del chico malo en cuestión.

—¿Paula?

lunes, 26 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 61

Paula quiso retirar la pregunta. Si Pedro decía que la quería como amiga, la humillación sería mucho mayor que el no haber sabido cómo besar. Entonces, ella se dió cuenta de que él  había estado hablando con Augusto. Un hondo alivio la inundó.

—Estás bien —dijo Paula mirando al muchacho.

—Estaba con mi primo —repuso Augusto y se puso de pie entre el sofá y la mesita—. No quería preocuparte. Ni causar problemas en tu familia. Pedro dice que fuiste a buscarme a Billings.

 —Dijiste que tenías un amigo allí —explicó Paula.

Si no hubiera metido las narices en la conversación del chico con sus amigos, nada de lo que había pasado en Billings habría sucedido, pensó.  Le había dolido mucho la forma en que Pedro  había dejado claro que no eran pareja. Confirmaba que quería seguir soltero. Pero nunca se arrepentiría de haber hecho el amor con él. Sería un recuerdo que la acompañaría siempre.

 —Dí algo, Paula—rogó Augusto.

Ella sonrió.

—La próxima vez deja una nota.

—Pensé que sería mejor irme, que sería mejor para tí.

—Aprecio tu preocupación, de veras —señaló ella—. Pero no tenías por qué desaparecer —aseguró y se acercó a ellos—. De todas maneras, tenemos que hablar de algo. Sabes que me importas, pero antes o después tendrás que volver a casa.

—Eso está hecho.

 Ella parpadeó.

—¿Sí?

—He llamado a mi madre. Está de camino y no se ha enfadado por teléfono. Me dijo que teníamos que hablar, pero que podíamos esperar a llegar a casa.

Paula se alegró por él.

—¿No te ha amenazado con castigarte hasta el fin de los días?

—Todavía no. Pero estoy seguro de que habrá consecuencias —señaló el muchacho con tono tristón.

—Eso espero. Significaría que se preocupan por tí.

 —Entonces, el estado de Montana se preocupa mucho por Pedro—bromeó Augusto, mirandolo—. Por las consecuencias de su exceso de velocidad.

Paula no se atrevió a mirar a Pedro. Ya le costaba bastante mantener la compostura y comportarse como si él no estuviera allí. Pero, si miraba a aquel hombre tan masculino, encantador y carismático, se le rompería el corazón todavía un poco más.

—Al estado de Montana yo le importo un pimiento —repuso Pedro—. Eso es por las reglas que deben existir en el mundo civilizado —añadió con un toque de humor crítico.

Paula sintió su mirada en la piel y le subió la temperatura. El corazón se leaceleró.

—Me alegro de que vayas a arreglar las cosas con tu familia.

—Fue por una chica —confesó Augusto.

—¿Qué? —preguntó ella, confundida por el súbito cambio de tema.

—Me escapé por una chica. Me dejó y no me dijo por qué. Yo no quería ver a nadie. Mis padres me regañaron. Me dijeron que todo el mundo tiene que pasar por esas cosas y aprender a vivir con la frustración. No lo comprendían —explicó Augusto y se cruzó de brazos—. Pero escapar fue inmaduro. Voy a hablar con Estefanía sobre esto cuando regrese a casa.

—Una decisión muy adulta.

—Pedro me dijo que sería buena idea.

Lo era. Maldición. Paula prefería que Pedro fuera un idiota para que le resultara más fácil estar enfadada con él. Pero no se lo estaba poniendo fácil.

—¿Cuándo va a venir tu madre?

—Dentro de poco —respondió Augusto—. Quería decírtelo a tí primero. También quiero despedirme de Javier y los demás antes de irme.

Paula asintió con aprobación.

 —Buen plan.

 El muchacho titubeó un momento.

—¿Puedo darte un abrazo? ¿Crees que Gonzalo tirará la puerta abajo y me pegará si lo hago?

—Está en el trabajo. No hay moros en la costa — respondió Paula con una sonrisa y abrió los brazos hacia él.

—Gracias, Paula. Por todo. En serio.

—De nada —repuso ella con un nudo en la garganta por tantas emociones mezcladas. Se alegraba mucho de haberlo podido ayudar en Raíces, pero también iba a echarlo de menos—. Eres parte de la familia, muchacho. Ven a vernos de vez en cuando.

 —Claro que sí —afirmó Augusto, le estrechó la mano a Pedro y salió por la puerta.

 A través de la gran ventana, ella lo vió mirar atrás y sonreír. El chico la saludó con la mano y se alejó.  Se había quedado sola con Pedro y con la pregunta que le había hecho hacía unos minutos. Con suerte, él no la habría oído o no se acordaría.  Pedro la miró.

—Me importas, Paula.

 La había oído y se acordaba, pensó ella.

—Muy amable por decir eso.

—No tiene nada que ver con la amabilidad. Es la verdad.

Él no parecía muy contento de admitirlo, observó Paula. Lo mismo le pasaba a ella. Sus propios sentimientos tampoco le gustaban.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 60

—Esas cosas pasan.

—Pero yo no me lo esperaba. Nos habían votado la mejor pareja del año en el instituto —dijo Augusto con los ojos llenos de dolor—. Y ella ni siquiera me dió una explicación. Me dijo que no había sido culpa mía, pero que la relación había llegado a su fin. Sin más.

—Qué duro —comentó Pedro con sinceridad.

—Todo el mundo se enteró. Yo no quería seguir allí. Estaba hundido.

—Entiendo que te sintieras así —afirmó Pedro y se dispuso a sacar el tema que realmente le interesaba—. Pero Paula se va a sentir muy mal si te vuelves a escapar.

—No voy a escaparme —aseguró Augusto y levantó la vista—. Vuelvo a casa. Mi madre va a venir a buscarme. Sólo he vuelto para darle las gracias a Paula  por todo lo que ha hecho por mí. No sé si alguna vez podré pagarle por…

—Darle las gracias será suficiente —le interrumpió Pedro—. Lo único que ella quiere es que estés bien —señaló y le dió un apretón de ánimo en el hombro al muchacho—. ¿Estarás bien cuando vuelvas a casa? Tal vez, podrías hablar con Estefanía.

Augusto asintió, pensativo.

—Me gustaría mucho saber por qué me dejó. Y comprender lo que pasaba por su cabeza.

Pedro le deseó buena suerte con eso. Pero se contuvo de decirlo en voz alta.

 —Hablar es bueno. Pero no olvides que la mente femenina es un lugar oscuro y complicado.

 —Tío, estás hablando de Paula, ¿Verdad?

—Eso es un cambio de tema —señaló Pedro, aunque el chico tenía razón.

—No lo has negado, así que debo de haber acertado —dedujo Augusto y lo señaló con el dedo—. Te gusta.

 —Claro que me gusta. A todo el mundo le gusta.

—Eso mismo dijo Paula cuando le pregunté por tí.

—¿Qué? —quiso saber Pedro.

 —Quieres liarte con ella. Hasta un ciego se daría cuenta.

De ninguna manera Pedro pensaba confesarle a ese crío que ya se había liado con ella y que lo único que había conseguido había sido complicarlo todo más.

—No es tan sencillo.

—¿Por qué los adultos siempre dicen eso de sus relaciones? ¿Creen que para nosotros los adolescentes todo es mucho más fácil?

—Tienes razón —admitió Pedro.

—Sé que le gustas a Paula.

—¿De veras? ¿Te lo ha dicho ella?

  Parecía un chico más del instituto, reconoció Pedro para sus adentros. Sólo le faltaba escribirle una nota a Paula y pasársela en la hora del estudio.

—No exactamente —contestó Augusto y se encogió de hombros—. Pero, cuando le hablé de ello, me contestó lo mismo que tú. Que le gustas a todo el mundo. Fue una respuesta, pero evasiva. ¿Sabes a lo que me refiero? Igual que la tuya. Pero la delató su forma de decirlo. Igual que te ha pasado a tí ahora mismo.

¿Le gustaba a Paula?, se preguntó él. Claro que sí. Se había acostado con él. Le había elegido para ser el primero. Eso lo llenaba de orgullo y, al mismo tiempo, de humildad. ¿Pero significaría eso que tenían la oportunidad de compartir algo duradero? ¿Sería ella su media naranja?

—Mira, tío, no puedes huir. Llegar a cierta edad no te convierte en un hombre. Uno sólo es un hombre cuando se queda y le planta cara a las cosas.

Pedro suprimió una sonrisa. Augusto no le parecía ya tan cabeza de chorlito. Parecía que había aprendido algunas cosas. Y que estaba siguiendo el ejemplo de Paula. Cuando habían jugado al baloncesto, Pedro le había lanzado una burla o dos. Quizá había llegado el momento de mostrar humildad y alimentar un poco el ego del muchacho.

—¿Qué me sugieres que haga? —preguntó Pedro al chico y, en ese mismo instante, oyó que la puerta trasera se abría y se cerraba.

—Te gusta Paula, ¿Verdad?

—Sí.

Augusto sonrió con satisfacción por haber acertado.

—Tienes que decirle lo mucho que te importa.

Hubo un pequeño ruido a sus espaldas y Pedro se giró.  Paula estaba en la puerta.

—¿Te importo?

Enamorando Al Magnate: Capítulo 59

—Imbécil. Te aprovechaste de su buen corazón. Te quedaste en su casa. Ella te dió de comer y cuidó de tí. Utilizaste su programa de ayuda para jóvenes, algo que lo es todo para ella, como si fuera tu propio club social. Por razones completamente egoístas. Pero en cuanto la cosa se puso un poco difícil huiste como un corderito asustado. Te fuiste sin decir palabra como un niño malcriado —le increpó Pedro y dió un paso hacia él—. Has preocupado a Paula. No me gusta verla preocupada.

—Paz y amor —dijo Augusto y esbozó una v en su mano con los dedos índice y medio—. Pensé que lo mejor que podía hacer era irme.

—¿Mejor para quién?

—Para Paula.

—Eres un imbécil, te lo repito. Te portaste como un gallina porque no te atrevías a enfrentarte a ella.

—Ella me dijo que debía portarme como un hombre.

—Y malgastó su saliva, al parecer —le acusó Pedro.

La expresión del chico parecía delatar su rendición. Entonces, algo dentro de Pedro le dijo que estaba descargando su propia frustración con el muchacho. Respiró hondo para calmarse.

—Mira, tío… —comenzó a decir Augusto y se interrumpió—. Quiero decir, Pedro. No quería preocuparla. Pensé que se sentiría aliviada cuando me fuera.

—Te equivocaste —replicó Pedro, un poco menos furioso al darse cuenta de que el chico estaba arrepentido por sus acciones.

—Ahora lo sé. Me disculparé con Paula antes de irme.

—¿Qué?

 Pedro no estaba seguro de si sentirse furioso o sorprendido. ¿Qué haría Paula en esa situación? Tal vez preparar galletas y convencer a Augusto con un toque tan sutil que el chico ni se daría cuenta. Conectar con la gente era una de sus cualidades. Para ella era sencillo como aquel beso que, hacía seis años, a él le había cambiado la vida.

—¿Tienes sed? —preguntó Pedro al fin.

Con cautela, Augusto asintió.

—Pero, quizá, debería irme a buscar a Paula…

—Es buena idea. Pero también es mejor que me digas a mí primero lo que pretendes decirle a ella. Iré a por un par de refrescos —dijo Pedro y lo señaló con el dedo—. No te muevas.

—Bueno —dijo Augusto y se sentó en el sofá.

Cuando Pedro regresó con las bebidas, el chico no se había movido. Le entregó a Augusto una lata fría y se sentó en la silla que había a su lado.

—Bueno. Sabemos por qué te fuiste de Thunder Canyon —comenzó a decir Pedro, abriendo su refresco—. ¿Adónde fuiste?

 —A Helena —respondió Augusto y abrió su bebida. Le dió un largo trago.

¿Helena? ¿Qué diablos…?

  —¿Por qué allí? —preguntó Pedro, conservando la calma.

—Allí vive mi primo.

—Y, cuando te escapaste de tu casa, ¿Por qué no fuiste con tu primo desde el principio en vez de a Thunder Canyon?

—Él se lo habría dicho a mis padres y entonces yo no pensaba volver a casa.

—¿Quieres hablar de ello?

—En realidad, no —negó Augusto y esbozó una pequeña sonrisa—. Pero Paula dice que hablar es una buena forma de arreglar las cosas.

—Deberías seguir su consejo —señaló Pedro.

 Augusto asintió.

—Había una chica… Estefanía.

—Una mujer. ¿Por qué no me sorprende? —dijo Pedro y bebió otro trago para dejar de hacer comentarios innecesarios—. Continúa.

—Es animadora. Una verdadera monada. Muy sexy —explicó Augusto y miró a Pedro a los ojos para asegurarse de que lo estaba entendiendo.

—Soy viejo, pero la fantasía con una animadora es un clásico para hombres de todas las edades —señaló Pedro con tono socarrón.

Augusto sonrió, pero su sonrisa se desvaneció enseguida.

—Me dejó. Y lo puso en su página de Facebook. Todo el instituto estaba al corriente.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 58

Cuando había empezado a trabajar en Raíces esas palabras le habrían hecho sentir triunfante. Pero en ese momento… Pedro no se sentía feliz de poder irse. Todavía le quedaba una semana. Y quería aprovecharla.

—¿Intentas deshacerte de mí? —preguntó él con rabia.

Sólo de pensar en dejarla, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo, dejándole sin aire. Todo su instinto despertó de golpe.  Le gustaba Paula. Le gustaba todo en ella.  Era hermosa. Lista. Picajosa. Tozuda. Creativa, dulce y divertida. Puro corazón.  Le gustaba llegar a Raíces y ver como los ojos de ella se iluminaban al verlo. Le gustaba saber que ella no tenía ni idea de lo obvia que era su reacción. Hacerla reír le hacía feliz. Y, sobre todo, le gustaba espantar su mirada de tristeza. Quería hacer que esa tristeza desapareciera para siempre. Sin embargo, de alguna manera,había conseguido que ella estuviera todavía más triste y eso era inaceptable.  De pronto, en un instante,  lo vió claro. Quería estar con ella y que ella formara parte de su vida.

—Pau, yo…

—Eres libre, Pedro. Vuelve a Los Ángeles — dijo ella, se dio media vuelta y desapareció en la parte trasera del local, seguida del sonido de la puerta de salida abriéndose y cerrándose.

Pedro no quería que ella se fuera ni quería irse él. Lo veía tan claro como las montañas rodeaban Thunder Canyon. Tal vez debería aceptar la oferta que le habían hecho y vender su empresa. Podría quedarse allí y trabajar para Construcciones Alfonso. Sería genial pasar más tiempo con su familia.  Y, mejor aún, podría estar con Paula.  Sin saber cómo, ella le había calado muy hondo. Lo único que él había querido de la vida había sido triunfar en los negocios y lo había conseguido. Pero, sin darse cuenta, en algún momento, los negocios habían dejado de ser suficiente.  Eso era mentira. Sí lo sabía. La semilla había sido plantada hacía seis años, cuando la  había besado, pero no la había dejado crecer. Sin embargo, cuando se había visto forzado a quedarse y a trabajar con ella, sus sentimientos habían enraizado y florecido.  Tenía que ir tras ella.  Justo cuando iba a salir por la puerta trasera, por donde ella había desaparecido, sonó la campanilla que había en la entrada. Se quedó boquiabierto al ver aparecer a Augusto Robbins con toda la calma del mundo, como si nada le preocupara.

—Eh, tío…

 —No te atrevas a llamarme tío, cabeza de chorlito.

—Paula dice que no se debe insultar a la gente — se defendió el muchacho.

—Bueno, Paula no está aquí ahora. Y yo, sí —le espetó Pedro y lo señaló con el dedo, furioso—. ¿Qué diablos ha pasado? Paula ha estado muerta de preocupación por tí. Insistió en ir hasta Billing porque tienes un amigo allí. Es obvio que no te encontramos.

  Sin embargo, Pedro se dió cuenta de que había encontrado otra cosa en ese viaje.  A sí mismo.

—¿Dónde diablos has estado?

—Relájate, hombre.

 —Ni hablar. Te vas a enterar. ¿Y sabes por qué? Has usado a Paula…

—No es verdad —protestó Augusto.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 57

—¿Así que sólo me has llamado para gritarme y para hacerme sentir culpable?

—Claro.

—Vamos, Daniela. Te conozco. ¿Cómo van las cosas?

—Las ventas han mejorado un poco. No es que sean para bailar de alegría, pero podemos ser optimistas. La bajada en picado parece haberse frenado y los gráficos de beneficios comienzan a subir.

—Son muy buenas noticias. Podría ser buen momento para hacer una contra oferta al comprador.

—¿Has decidido vender? —preguntó Daniela con tono de desaprobación.

Pedro había hablado con ella de los pros y los contras y sabía que, como Paula, Diana estaba a favor de aguantar los malos tiempos y seguir adelante con la empresa.


—Sigo considerando mis opciones.

—Antes de que te decantes por el lado oscuro, quiero decirte algo —señaló Diana y rebuscó en sus papeles—. Los diseños que me mandaste de… ¿Cómo se llama?

—Paula —dijo él y la vió levantar la vista.

—Eso. Los diseños de Paula son muy prometedores.

—Eso pensé.

—Jefe, podríamos producir una nueva línea. Me encanta el nombre, además. Es una buena marca. ¡PC! Es sencillo y sexy.

Igual que Paula, pensó Pedro y la miró. Ella lo estaba observando, posiblemente intrigada por haber oído su nombre.

—Bien.

—Si nos damos prisa, creo que podremos sacar el producto al mercado para Navidad. Será mucho trabajo y habrá que invertir bastante, pero creo que los beneficios merecerán la pena.

—Me alegro de que lo apruebes.

 —Encuéntrala —dijo Daniela—. Porque supongo que el diseñador es una mujer, ¿No?

—Sí, así es.

 —Está ahí, ¿Verdad?

Pedro sorprendió a Paula mirando y, al mismo tiempo, intentando ocultar su curiosidad.

—Ajá.

—¿No puedes hablar?

—Creí que lo estaba haciendo.

—Sabes a lo que me refiero.

—Sí. Afirmativo.

—Esta conversación en clave no me va —repuso Daniela  con tono malhumorado de nuevo—. ¿Cuándo vuelves?

—Cuando termine mi servicio a la comunidad.

—Dentro de una semana —repitió Daniela—. Bien. Empezaré a mover los nuevos diseños. Hasta pronto, jefe.

—Excelente. No puedo esperar —dijo él y colgó.

—¿Problemas? —preguntó Paula, no tan distante como preocupada.

 —La verdad es que no —repuso él, se levantó y se acercó al sofá—. Era mi asistente.

—Eso supuse. Cuando dijiste «la mejor asistente del mundo», eso me dió una pista.

—DanielaTaylor —confirmó él—. Nos conocimos en la universidad, en clase de Dirección de Empresas —añadió, sintiéndose obligado a explicarlo por alguna razón—. Cuando PA/TC empezó a ir bien, ella fue la primera persona que contraté. Fue una buena decisión.  —¿Entonces todo va bien?

 —Mucho. Me ha llamado para decirme que le gustan tus diseños —informó Pedro y esperó, pero no obtuvo respuesta. Tal vez, Paula no entendía lo que eso significaba, pensó—. Quiere intentar sacarlos al mercado antes de que acabe el año.

Paula  abrió los ojos como platos, pero no parecía contenta.

 —Pareces ansioso por volver al trabajo.

—Daniela cree que tus diseños van a tener éxito. Pero, si queremos que eso suceda, tendremos que trabajar mucho —señaló él.

 Esperó verla reír, gritar o bailar de felicidad.  Pero ella ni se movió. Dejó el cuaderno y el lápiz sobre la mesa y se puso en pie.

—Entonces, no quiero entretenerte. Después de todas las horas extras que has dedicado a Raíces, has satisfecho de sobra el tiempo impuesto en tu sentencia. Firmaré para dar por terminado tu servicio a la comunidad ahora mismo. Así podrás irte ya.

¿Irse?  ¿Ya?

domingo, 25 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 56

Hablaron con Patricio, el conserje, que les cobró la cuenta en la tarjeta de crédito que Pedro le había dado la noche anterior. Él había insistido en pagar la habitación de Paula también y le había dicho que podía devolverle el dinero después. Sin embargo, ella había intuido que  no aceptaría el dinero de todas maneras.

—Gracias —dijo Pedro al conserje.

—De nada —repuso Patricio y los sonrió a los dos—. Vuelvan a vernos cuando quieran, señor y señora Alfonso.

Paula intentó digerir el hecho de que Patricio hubiera creído que estaban casados, a pesar de que habían pedido dos habitaciones. Lo más probable era que el conserje no se hubiera fijado en ese detalle, sino sólo en el total de su cuenta. Era un error comprensible. Pero lo que le sorprendió de verdad fue la reacción de Pedro.

—No estamos casados —se apresuró a aclarar él con tono firme.

 Podía haber dejado pasar el malentendido, pensó Paula. ¿Qué importaba que un hombre que nunca volverían a ver pensara que eran un matrimonio?  Era obvio que a Pedro le importaba. Había parecido muy incómodo. Haberle respondido así al conserje era el equivalente a distanciarse de ella y protegerse contra la posibilidad de que fuera su esposa.  Así eran las cosas, se dijo, y con tristeza. Hacía sólo unos momentos, ella había estado cegada por el amor, deseando acostarse con él una segunda vez. Pero la verdad era que él no quería asumir responsabilidades.  No quería atarse ni a un lugar ni a una persona.  Sobre todo a una persona.  Y se dió cuenta de una cosa más. Durante todo ese tiempo, había estado preocupada por lo que sentía por Pedro. Y por no cometer el mismo error. No se habría acostado con él si él no le hubiera importado. Y mucho. Por eso, a pesar de todo, había repetido la misma equivocación que hacía seis años. Y, para colmo, lo que sentía por él era mucho más que un enamoramiento de adolescente.  Lo amaba.


Era una tarde tranquila en Raíces. Pedro y Paula eran los únicos que estaban allí. Habían vuelto a Thunder Canyon hacía veinticuatro horas y seguían sin saber nada de Augusto. Pedro esperaba que ella estuviera ocupada pensando en el chico y no en lo que había pasado entre ellos.  Lo que habían compartido había sido sexo de primera calidad, pensó.  Él seguía sin poder creer que ella lo hubiera elegido para ser el primero. Y, si las circunstancias fueran diferentes, si él no tuviera que irse, le enseñaría todo lo que sabía sobre seducción y ternura.  Pero nada había cambiado y, por alguna razón, Paula se había vuelto más distante.  Primero le había dicho que su actitud hacia el sexo gozaba de buena salud. Y, al momento siguiente, cuando habían pagado la cuenta del hotel y habían emprendido el camino de regreso, ella se había encerrado en sí misma.  Había intentado en más de una ocasión que se abriera. Sin embargo, cada vez que le había preguntado si le preocupaba algo, ella le había respondido que todo iba bien. Él estaba empezando a odiar esa respuesta tan femenina.  Y allí estaban sentados, en Raíces. Sin hablar. Él estaba trabajando en su portátil en la pequeña mesa de ordenador y Paula estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas debajo de ella y un cuaderno de dibujo en el regazo. El único sonido que había en la habitación era el de su carboncillo moviéndose sobre el papel.  A él le gustaba el silencio para trabajar, pero el aire estaba impregnado de tensión y eso lo estaba volviendo loco. Justo cuando iba a preguntarle a Paula por qué no le hablaba, sonó su móvil.  Él se lo sacó del bolsillo. Después de mirar el identificador de llamadas, sonrió y respondió.

 —Diana. ¿Cómo está la mejor asistente del mundo?

—De mal humor. ¿Cuándo vas a salir de chirona?

  —Técnicamente, no estoy en chirona.

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Terminaré mi sentencia de servicio a la comunidad dentro de una semana —contestó él.

Era demasiado pronto. El tiempo había pasado volando, pensó y se giró en su silla para mirar a Paula.  Ella no le devolvió la mirada.

—Bien. Necesito unas vacaciones —dijo Diana.

  —¿Y eso?

—Estoy dirigiendo PA/TC yo sola.

—Yo me he estado ocupando de mi parte desde aquí —protestó él.

—Oh, no me digas. Que estés lejos sólo me da más trabajo.

—Te recompensaré cuando vuelva.

—No intentes adularme con falsas promesas. Estoy furiosa contigo.

 Pedro se recostó en el asiento y le lanzó otra rápida mirada a Paula, que seguía pretendiendo no escuchar.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 55

 Paula se sintió atacada y se puso a la defensiva.

—No es algo por lo que tuviera que disculparme.

—Claro que no… —repuso él sin pensárselo—. Soy yo quien tiene que disculparse.

 —Eso es —le espetó ella y se atrevió a mirarlo.

 La expresión de sincero arrepentimiento de él hizo que su enfado se disipara un poco—. ¿Por qué?

—Debí haberlo adivinado —admitió él, hundido.

—¿Cómo ibas a saberlo? —preguntó ella, atónita.

—Había señales. Como tu reacción a ese beso que te dí el primer día que fuimos a cenar, por ejemplo.

—Sólo me sorprendió. No he besado a tantos hombres —confesó Paula, sin pensar.

Al instante, rezó para que él no le tuviera lástima. No podría soportarlo.

—¿A cuántos?

—A pocos —contestó ella y lo miró. No parecía que él le tuviera lástima—. A dos, incluido tú.

—¿A ese tipo con el que saliste cuando estabas en la universidad?

—¿Cómo sabes eso?

—Me informé porque… —comenzó a explicar él y se pasó la mano por el pelo—. Tu reacción cuando te besé fue… Temía haberlo fastidiado todo. Francisco  y Ludmila no recordaban haberte visto salir con nadie en Thunder Canyon, pero creían que habías estado con alguien en la universidad.

—¿Has estado haciendo preguntas sobre mi vida personal?

—Estaba intentando comprenderte —se defendió él—. Pensé que alguien te había lastimado y que, por eso, no querías nada conmigo. Ahora sé la verdad.

  ¿Por qué no podían dejar la conversación de una vez? se dijo Paula.

—No es gran cosa.

—Te equivocas. Sí es gran cosa. Cuando una mujer se entrega a un hombre por primera vez, es un regalo.

—¿De veras? —replicó ella y, al mirarlo a los ojos, sólo percibió honestidad.

—Un regalo y una responsabilidad.

 —¿Por qué?

 Pedro se quedó callado unos instantes.

—La primera vez de una mujer puede afectar a su actitud hacia el sexo para toda la vida. Un hombre se siente presionado por hacerlo bien. Ojalá yo hubiera sabido…

Qué bonito, pensó Paula. Era lo mismo que su madre le había dicho, pero desde el punto de vista masculino. Entonces, supo sin lugar a dudas que a su madre le habría gustado Pedro.

—Lo hice muy mal —continuó él—. Lo siento mucho. De alguna manera, te resarciré por ello.

Paula se sintió invadida por una oleada de calidez. Algo se estremeció en su interior. Era obvio que él no la consideraba una extraterrestre y que no descartaba hacerlo una segunda vez. Ella estaba por completo a favor de repetirlo. Le tocó el brazo y el calor de la piel de él derritió sus últimas inseguridades.

—Para que lo sepas, mi actitud hacia el sexo está en buen estado de salud.

Pedro la observó un momento y le envolvió la mano con la suya. Sonrió.

—Bien.

Paula deseó que ese momento durara para siempre, pero sabía que debían decidir cuál sería el próximo paso.

—¿Qué vamos a hacer con Augusto?

—Creo que hemos hecho todo lo que hemos podido aquí.

 —Pero él sigue por ahí en alguna parte.

—Billings tiene una población de cien mil habitantes —señaló Pedro—. Es como buscar una aguja en un pajar. En Thunder Canyon hay chicos que quieren estar en Raíces. Ellos deben ser tu prioridad.

 —Tienes razón —admitió Paula—. Lo que pasa es que…

—¿Los que huyen necesitan más ayuda? —adivinó él.

—Sí.

  —Él sabe dónde encontrarte —le aseguró él y le apretó la mano para darle ánimos. Luego, se levantó—. Vamos a casa.

—De acuerdo.

 —Voy a pagar en recepción —indicó él cuando hubieron entrado en el vestíbulo.

—Iré contigo.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 54

—Ni yo tampoco. Y sé muy bien que no soy lo bastante bueno para tí. No soy la clase de hombre que tú mereces. No puedo darte lo que necesitas.

Las palabras se le clavaron a Paula en el corazón. Sintió la urgencia de estar sola con su dolor. Sin decir palabra, agarró sus ropas. Había esperado mucho para estar con un hombre. Y le había encantado hacer el amor con él. Le había parecido maravilloso. Y le rompía el corazón que él no pensara lo mismo.  Haciendo acopio de todas sus fuerzas, consiguió contener las lágrimas hasta que estuvo sola en su cuarto.  A la mañana siguiente,  se compró una taza de café y un bollito para llevar en la cafetería que había junto al hotel. No quería verlo. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar, pero ésa no era la razón de su comportamiento evasivo.  ¿Qué iba a decirle a él sobre la noche anterior?  En sus fantasías, había soñado con acurrucarse en sus brazos después de hacer el amor por primera vez. Lo que no había sido capaz de imaginar había sido qué hacer cuando llegara el día.  Sin saber bien qué pensar,  regresó al hotel. Deseó poder estar en su casa en ese momento y tuvo la tentación de subirse al coche e irse. Pero no podía dejar allí a Pedro, aunque él se hubiera portado como un idiota. Eso no significaba que no pudiera portarse como una cobarde un poco más y seguir evitándolo.  Atravesó el vestíbulo del hotel y salió al patio. Se sentó en un banco de hierro forjado, rodeado de flores y árboles, y observó a su alrededor. Era un lugar tranquilo o lo habría sido si ella no hubiera estado en medio de su propia crisis personal.  Debería haberse quedado en Thunder Canyon, se dijo. El viaje había sido una pérdida de tiempo. Augusto seguía desaparecido y ella se había acostado con su amor platónico. Todo era un desastre.

—Aquí estás.

Paula dió  un brinco al escuchar la voz de Pedro a sus espaldas. Sumida en sus pensamientos, no lo había oído acercarse.

—Aquí estoy —repuso ella, sin darse la vuelta para mirarlo.

 —¿Te importa si te acompaño?

 Sí le importaba, pensó ella. Pero era mejor terminar con eso cuanto antes. Se encogió de hombros.

—Como quieras.

—Te he estado buscando —dijo él, sentándose a su lado.

—Y me has encontrado.

Paula  buscó en su bolsa del desayuno y sacó un pedazo de bollo. No tenía hambre, la verdad es que se había quedado sin apetito nada más oír la voz de él, pero necesitaba tener algo que hacer con las manos. Cuanto más tiempo pudiera evitar mirarlo, mucho mejor, se dijo.  Lo malo era que no podía evitar oler el aroma especiado y masculino de su loción para después del afeitado y el limpio olor de su piel después de la ducha. Su interior tembló de excitación, a pesar de que sabía que era una pérdida de energía.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Claro —afirmó ella—. ¿No tengo buen aspecto?

—No quería decir eso y lo sabes.

 —¿Qué querías decir entonces?

Paula debió haberse apiadado de él y haberle respondido lo que sabía que él le estaba preguntando, pero no se sentía en absoluto compasiva. Si fuera por ella, preferiría ignorar que hubiera pasado nada la noche anterior.

—Tenemos que hablar sobre lo de anoche —dijo él y suspiró.

—No, no hace falta.

—De acuerdo. Yo lo necesito. Tú puedes escucharme nada más.

—No, no puedo —repuso Paula y comenzó a levantarse, pero él la detuvo. Muy a su pesar, a ella se le aceleró la respiración al sentir su contacto.

—No seas tozuda.

—No puedo evitarlo. Nací así —dijo ella y dejó la bolsa del desayuno en el banco, entre los dos.

—¿Por qué no me dijiste que nunca habías estado con un hombre?

Enamorando Al Magnate: Capítulo 53

No era posible describir una sensación así con palabras. Al fin, Paula comprendió por qué la gente le daba tanta importancia al sexo. Sin embargo, ella todavía era virgen. Antes de que pudiera formular las palabras para comunicárselo a su amante, él estaba agarrando el preservativo de la mesilla.  Después de ponérselo, Pedro la tomó entre sus brazos.

—Eres todavía más sensible y apasionada de lo que imaginaba —le susurró él.

  Paula se quedó atónita ante su declaración. ¡Él había pensado en ella de esa manera!

—¿Imaginaste cómo podía ser en la cama?

—Después del primer beso —admitió él y sonrió—. Me hizo preguntármelo. Eras muy callada y tímida en el colegio. Pero con ese primer beso intuí algo.

—Vaya.

La revelación le dio a Paula el coraje que necesitaba. Le rodeó el cuello con un brazo y le acarició la nuca. Lo atrajo a su lado y lo besó, notando cómo la respiración y el pulso de él se aceleraban. Pedro se colocó encima de ella, sujetando su peso con los brazos apoyados en la cama, y le separó los muslos con la rodilla.

—Rodéame con tus piernas —pidió él con voz ronca y tono de urgencia.

 Ella hizo lo que le pedía, ansiosa por dar el último paso, por conocer ese último secreto. Sintió que él entraba y se preparó. Cuando la penetraba, notó un agudo dolor. Al instante, la resistencia de su cuerpo desapareció. Pero Pedro se puso tenso y se quedó quieto.

—¿Paula? —llamó él, confuso.

 —No pares —susurró ella, apretándolo con fuerza—. Por favor.

 Paula lo apretó con sus piernas, haciendo que entrara en más profundidad. Pedro gimió y comenzó a mover las caderas. Momentos después, el cuerpo de él se paralizó, se tensó y él gritó de placer. Ella lo apretó mientras él la inundaba con su orgasmo. Ella sonrió, contenta por saber al fin lo que se sentía. Se alegró de poder darle ese placer a él.  A continuación, Pedro levantó la cabeza y ella dejó caer los brazos, dejando que se apartara. Él salió de la cama, agarró los pantalones del suelo y se fue al baño.  Paula tenía el cuerpo un poco dolorido, pero no le importaba. Entonces, pensó algo. El sexo no la convertía en mujer. Pero sí le hacía alegrarse de serlo.  Por desgracia, aquel momento de felicidad sólo duró un instante. Pedro salió del baño y le tendió el albornoz del hotel que estaba colgado en el armario.

—Tenemos que hablar.

 No era lo que ella había esperado oír. No podía ser buena señal.

—De acuerdo.

Paula se puso el albornoz y se lo ató con el cinturón. Pedro le dió la espalda cuando comenzó a hablar, pero ella no necesitaba verle la cara para saber que estaba disgustado.

—¿Eres virgen?

—Ya, no —contestó ella y encendió la luz de la mesilla.

 Pedro se giró de golpe.

—¿No se te ocurrió en ningún momento que deberías habérmelo dicho?

—No —repuso ella y se apoyó en el cabecero de la cama—. Es el pez que se muerde la cola. No sabía que tuvieras que saberlo porque nunca lo había hecho antes.

—Tienes veinticuatro años. ¿Cómo es posible?

—La vida me ha mantenido ocupada. Y mi madre siempre me dijo que no me apresurara, que sólo había una primera vez y que debía ser especial.

 —Si lo hubiera sabido, habría hecho que fuera especial —dijo él, encogiéndose.

—Lo ha sido —aseguró ella—. Me alegro de que fueras tú. De veras quería que tú fueras el primero.

  —¿Yo? —preguntó él, sorprendido.

—Tú mismo dijiste que había algo entre nosotros.

—Sí —contestó él a regañadientes—. Y fue una estupidez decir eso. Estaba esforzándome para resistirme a la tentación…

—Me alegro de que no pudieras —le interrumpió ella, intentando ponerle un poco de humor y disipar la tensión que lo atenazaba.

 Sin embargo, por cómo apretó Pedro la mandíbula, supo que no lo había conseguido.

—No tiene sentido, Paula. Tal vez, si yo fuera un hombre distinto…

—¿No debería ser yo quien dijera eso?

 —No sabes nada de esto. No tienes con quién compararme.

Paula se puso de pie y se acercó a él lo bastante como para percibir la rabia que irradiaba de él.

—El sexo es sólo un acto físico. Que haya sido mi primera vez no quiere decir que no sepa nada. Sé quién me gusta y quién no. No nací ayer.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 52

 Como un rayo, Pedro sacó la llave de su puerta y la abrió. Encendió la luz y la invitó a pasar. Nada más cerrar la puerta, la tomó entre sus brazos y la besó con pasión.  Paula le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él. Los músculos de las piernas apenas la sujetaban y se agarró a él con todas sus fuerzas. El beso de él rebosaba deseo y todas las inseguridades de ella se desvanecieron, dejando paso al instinto.  Pedro le recorrió los labios con la lengua y ella abrió la boca. Cuando él deslizó la lengua dentro y la besó con intensidad, la respiración de ella se aceleró todavía más. No pudo contener un gemido de deseo y el sonido hizo que aumentara la tensión del cuerpo de él mientras, con las manos, la exploraba por todas partes. Él le acarició la espalda y la agarró de las caderas para apretarla contra su erección. Luego le subió las manos a la cintura y llegó a los pechos, donde se detuvo para acariciárselos con los pulgares. Los pezones de ella, muy sensibles, se endurecieron al instante. Paula quería que él le tocara la piel desnuda, ardía en deseos de sentir sus manos en los pechos. Como si le hubiera leído la mente, Pedro le levantó la camiseta por encima de la cabeza. Con un diestro movimiento, le desabrochó el sujetador, le deslizó los tirantes por los brazos y lo dejó caer en el suelo.  Entonces,  la sostuvo entre sus brazos. Era una sensación maravillosa, pensó Paula, notando como la sangre se le agolpaba en las venas y el pulso le latía entre los muslos.

—Oh, Pau —jadeó él—. Eres tan hermosa…

Ella cerró los ojos y se estremeció.

—Me encanta.

 Pedro bajó la cabeza y se metió su pecho derecho en la boca. Paula se sintió recorrida por una corriente eléctrica cuando él le lamió el pezón con la lengua. El placer comenzaba a resultarle insoportable, cuando él posó la atención en el otro pecho. Incapaz de controlar la tensión creciente que se estaba apoderando de su cuerpo, ella estuvo a punto de gritar de deseo.  Pedro se enderezó y la miró con ojos ardientes. Respiraba a gran velocidad. Le tomó la mano y la llevó a la cama.

—¿Estás segura? —preguntó él.

—Del todo.

 Eso era lo único que él necesitaba oír antes de retirar la colcha, la manta y las sábanas en un solo movimiento. Paula se quitó las zapatillas de deporte y se desabrochó el botón de los pantalones. Se los bajó junto con las braguitas. Estuvo a punto de sufrir un ataque de timidez, pero desapareció al instante cuando él se quitó la camiseta. Al ver su pecho desnudo, tan musculoso, ella se quedó sin respiración. Luego, Pedro la besó y sus cuerpos se tocaron piel con piel. Ella sintió que se le prendía fuego la piel ante la exquisita intimidad del momento.  Él se apartó con reticencia y buscó su cartera en el bolsillo de los pantalones. Metió dos dedos dentro, sacó un paquete cuadrado y lo dejó en la mesilla de noche. Sería un preservativo, pensó ella. Era una suerte que él se hubiera acordado, porque ella apenas recordaba su propio nombre.  A continuación, Pedro posó en ella su ardiente mirada, mientras se quitaba los pantalones. Ella apenas tuvo tiempo de admirar su fuerte cuerpo, sus musculosas piernas. Al instante, él la tomó entre sus brazos y la colocó en el centro de la cama.  Antes de que tuviera tiempo de enfriarse, él se tumbó a su lado, deslizó un brazo debajo de ella y la acercó. Le sostuvo la cara con una mano y la besó, incendiándola con su lengua, sus dientes y sus caricias. Luego, le recorrió el pecho y el vientre. Con un dedo apartó los pliegues de su feminidad y entró en ella, preparándola. Con el pulgar, le frotó en su parte más sensible y ella se sintió recorrida por una poderosa corriente eléctrica. Se estremeció tanto que casi se incorporó de un salto.  Pero aquello era sólo el principio. Empezó a acariciarla, una y otra vez, haciendo que cada vez estuviera más excitada. Ella se retorció, incapaz de estarse quieta. Levantó las caderas, pidiendo más, mientras el pulso entre las piernas le latía cada vez más fuerte. Entonces, sintió una explosión de placer que la recorrió en oleadas, mientras él la sostenía con ternura entre sus brazos.

—Oh, cielos…

 Él sonrió.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 51

Con visión borrosa por las lágrimas, Paula se detuvo delante de la puerta de su habitación, buscando la llave en los bolsillos de los pantalones.  Habían pasado seis años desde que su madre había muerto. Durante ese tiempo había podido tener sus emociones bajo control. Pero, de pronto, su coraza se había resquebrajado.

—Maldición —susurró ella.

—¿Paula?

Paula había sentido su presencia incluso antes de que él hubiera hablado. Lo único que ella quería era poder llorar en la privacidad de su habitación.

—Por favor, vete —rogó ella. ¿Era demasiado pedir?

—No puedo dejarte así.

 —Estoy bien.

—Pues no lo parece. ¿Qué te pasa?

  Era demasiado difícil ponerlo en palabras. ¿Cómo iba a decirle que se había derrumbado porque el futuro no podía incluirlo a él?  De pronto, un torrente de lágrimas comenzó a bañarle la cara.

—No me pasa nada.

 —No te creo —repuso él y, posando las manos en sus hombros, la obligó a girarse—. Ven aquí.

 Pedro la rodeó con sus brazos y la apretó con fuerza. Ella apoyó la mejilla en su pecho, encontrando consuelo en el sólido latido de su corazón, en la calidez de su cuerpo.

—No llores, Pau. Encontraremos a Augusto.

—Lo sé.

Era más fácil dejar que él creyera que el problema era Augusto en vez de explicarle que era más egoísta de lo que él pensaba, se dijo. Cuando se había puesto a llorar, sólo había estado pensando en sí misma.

—No pretendía echar a perder la velada. No tenías por qué seguirme.

 —No puedo soportar verte triste. Quería asegurarme de que estuvieras bien y ayudarte a arreglar las cosas.

 —No te preocupes —dijo ella, limpiándose las lágrimas—. Se me pasará.

Pedro dió un paso atrás y la miró.

—¿Lo prometes?

—Sí.

 Se quedaron mirándose unos instantes. Paula reconoció el momento exacto en que Pedro dejó de intentar consolarla y su expresión mostró algo por completo diferente. Sus ojos se oscurecieron y se le tensó la mandíbula.

—Es mejor que entres en tu habitación —dijo él con voz profunda, peligrosa.

En un breve instante de lucidez, Paula supo que aquél era uno de esos puntos de inflexión que tenía la vida. Un momento en que podía elegir y, luego, tendría que cargar con las consecuencias. Podía elegir vivir y mirar atrás con orgullo o esconder la cabeza y arrepentirse durante el resto de sus días.

 —No —negó ella—. Llévame a tu habitación.

 Los ojos de Pedro brillaron de sorpresa pero, de inmediato, volvieron a oscurecerse de deseo.

—No es buena idea.

—¿No me deseas? —preguntó ella, sin poder contener las palabras.

 —Yo no diría eso.

—¿Entonces qué dirías?

—No me mires así.

—¿Cómo?

—Como si te hubiera robado todos los fondos que tienes para tu proyecto. Sólo intento ser un caballero y no es fácil.

  —¿Por qué no es fácil?

—Oh, cielos… —comenzó a decir él y tragó saliva—. Porque eres hermosa. Tu… Tu piel es… tan suave… Has minado todas mis defensas.

A Paula se le aceleró el corazón y su alma se llenó de satisfacción.

—¿De veras?

—Diablos, sí. Te deseo más de lo que nunca he deseado a ninguna mujer en toda mi vida.

—Yo también te deseo —admitió ella.

Cuando lo escuchó gemir, Paula supo que él se había rendido y que ella había ganado.

Enamorando Al Magnate: Capítulo 50

—¿Qué?

—No te permites disfrutar. Castigándote a tí misma sólo conseguirás ponerte triste. No es posible cambiar el hecho de que, a veces, pasan cosas malas que escapan a tu control.

Paula dejó la servilleta sobre la mesa y se quedó mirándolo.

—¿Acaso crees que no lo sé?

—Sé que lo sabes —replicó él—. Más que nadie, deberías saber lo importante que es disfrutar el momento. No puedes vivir siempre con miedo.

—Es fácil decirlo. Cuando fuiste a la universidad y te fuiste de casa por primera vez, nadie te llamó semanas después para decirte que tu madre estaba muerta. No tuviste que volver a toda prisa a casa, conmocionado, para cuidar de unos hermanos que estaban todavía más traumatizados que tú —señaló ella—. Un día eres la hija mayor y, al día siguiente, tienes que hacer de madre de la única familia que te queda —añadió y respiró hondo, estremeciéndose—. ¿Tienes idea de lo que se siente cuando te cargas con una responsabilidad que no has elegido y que de ningún modo mereces?

—Hiciste un trabajo increíble —comentó él con sinceridad.

—No podría haberlo hecho sin Francisco Walters. Fue como el padre que nunca tuve.

—Más de lo que crees.

—¿Qué quieres decir? —quiso saber Paula—. ¿Por qué no te cae bien?

—Creo que te equivocas en eso.

Pedro no había tenido la intención de contarle nada, pero tampoco se arrepentía de haberlo mencionado. Era importante que, antes de que él se fuera, Paula supiera que cuando le había prometido llamarla hacía seis años había pretendido hacerlo de verdad. Quería que ella supiera que no era un mujeriego sin corazón y que se había equivocado cuando había puesto en duda su capacidad de compromiso. Quería aclarar las cosas.

—Hace seis años te besé en la fiesta de carnaval y te dije que te llamaría. De alguna manera, Francisco Walters se enteró —explicó él y se encogió de hombros—. No hay secretos en un pueblo pequeño.

—No entiendo.

—Francisco me advirtió que me mantuviera alejado de tí, me dijo que tú no eras mi tipo y que, si te lastimaba, me las haría pagar.

—¿Francisco te amenazó?
—¿Por qué lo haces? —quiso saber él.

—Fue una conversación entre hombres. Y él tenía derecho a hacerlo —afirmó Pedro, viendo cómo ella se quedaba con la boca abierta—. Pero también quiero que sepas que hace poco me reconoció que se había equivocado.

—No tenía ni idea —señaló ella, sorprendida—. Durante todo este tiempo, había pensado lo peor de tí.

 —Y lo que dijiste sobre mi incapacidad para comprometerme…

—Lo siento.

Pedro no estaba buscando una disculpa, sólo quería aclarar las cosas. Y,sobre todo, no quería hacer que ella se sintiera mal.

 —Por favor, no te pongas así. Sólo creí que deberías saber por qué no te llamé hace años. No quería lastimarte.

Igual que tampoco quería lastimarla en ese momento. Ni nunca.

—Te creo —dijo ella—. Pero es agua pasada. De todas maneras, me cuesta vivir el presente, bajar la guardia y divertirme. No soy la clase de persona capaz de aprovechar las oportunidades y dejar el pasado atrás…

Paula se interrumpió con labios temblorosos. Se llevó la mano a la boca, como si se avergonzara de haber perdido la compostura. Sin decir nada más, se puso en pie y salió corriendo del restaurante.  Pedro firmó el recibo de la tarjeta de crédito que, discretamente, Clara había dejado sobre la mesa y salió corriendo detrás de Paula. No podía soportar verla así.  Y no se quedaría de brazos cruzados. Ella no estaba sola. Al menos, podía abrazarla mientras lloraba.

viernes, 23 de junio de 2017

Enamorando Al magnate: Capítulo 49

Había un bonito restaurante al lado del hotel, con mesas con manteles blancos, iluminadas por velas. Los sentaron en un rincón tranquilo del comedor, que no estaba muy lleno. Era imposible no fijarse en la romántica decoración.  Paula estaba preciosa bajo la luz del sol, pero a la luz de las velas dejaba sin respiración, observó Pedro. Tenía el pelo moreno suelto y él deseó poder acariciar su suavidad. Era probable que hubiera sido un error elegir ese sitio. Hubiera sido mejor un lugar ruidoso y vulgar, que no inspirara sentimientos románticos. Aunque no estaba seguro de que, incluso así, su creciente deseo de tocarla hubiera desaparecido.  Una camarera con pantalones negros y una blusa blanca inmaculada se acercó.

—Me llamo Clara y esta noche seré su camarera. ¿Quieren un coctel o un vaso de vino?

Pedro  miró a Paula y, por cómo estaba frunciendo el ceño, supo que beber no entraba en sus planes. Una cosa era divertirse, pero era prioritario mantener la cabeza despejada.

  —Para mí, té helado.

 —Que sean dos —dijo Paula.  —Ahora mismo —repuso la camarera, les entregó las cartas y se fue a por las bebidas.

—¿No quieres cerveza? —preguntó Paula con una media sonrisa.

—No quiero que se me nuble la mente. Por si acaso.

 Pedro se sintió orgulloso al ver que ella lo miraba con aprobación. Sin embargo, debía tener cuidado. No podía hacer promesas que no estaba seguro de poder cumplir. No quería arriesgarse a hacer nada que le diera esperanzas a Paula. Jamás volvería a desilusionarla.  Abrió la carta y se obligó a leer las opciones. Estaba acercándose el momento de regresar a Los Ángeles demasiado deprisa, pero lo único que le apetecía hacer era mirarla.

—¿Qué vas a comer? —preguntó él, sin haber conseguido leer la carta. Se dió cuenta de que ella se estaba mordiendo el labio, nerviosa—. ¿Qué te pasa?

—Los precios… —dijo ella y levantó la vista.

—Puedo permitírmelo.

—No es necesario que lo hagas.

Pedro se preguntó si ella habría ido alguna vez a un restaurante de más lujo que The Hitching Post. Lo dudaba. Nadie parecía conocerle ninguna pareja. Y lo más probable era que el tipejo de la universidad con quien había salido no la hubiera llevado a ningún sitio elegante. Aquélla podía ser su única oportunidad de ofrecerle algo a la mujer que siempre estaba cuidando de los demás.

—Si no pides lo que te apetezca, sin fijarte en el precio, te pediré yo el plato más caro que tengan.

  Ella abrió los ojos como platos.

—Hay cosas que no dice cuánto cuestan. Dice que depende del precio de mercado.

  —Arriésgate.

—¿De verdad?

Eso mismo estaba haciendo él, se dijo Pedro. Sólo por estar allí.

—Sí.

Clara regresó con las bebidas.

—¿Están listos para pedir o necesitan unos minutos más?

—Yo estoy lista —repuso Paula—. Quiero filete mignon, medio hecho, con patatas asadas y la ensalada de la casa.

—Buena elección —comentó Pedro—. Lo mismo para mí.

—Ahora mismo.

 Quince minutos después, estaban probando sus platos. La expresión de placer de Paula era una bendición para Pedro. Le encantaba verla disfrutar con algo que para él era común. Lo malo era que, al no poder evitar imaginar otras maneras de darle placer, se le estaba agolpando la sangre más abajo del cinturón. ¿Cómo podía pensar en esas cosas?, se reprendió a sí mismo, diciéndose que merecería ir al infierno mil veces por ello.  Cuando Paula declaró que estaba demasiado llena, todavía le quedaba la mitad del filete en el plato. Pedro se lo terminó.

—Tuve la sensación de que te dejarías algo —comentó él.  —¿Por eso te pediste un filete pequeño? ¿Porque las mujeres que sueles llevar a cenar siempre se dejan la mitad?

 Al hacer la pregunta, los ojos de Paula volvieron a llenarse de su habitual tristeza. Antes de que Pedro pudiera preguntarle qué le pasaba, Clara regresó para ofrecerles los postres y él aprovechó para pedirle la cuenta.

—¿Qué sucede, Pau? —preguntó él al fin.

—Me preguntaba si Augusto habrá cenado esta noche.

 A Pedro no se le había pasado por alto el comentario sobre las mujeres a las que solía invitar a cenar. Sin embargo, prefirió dejarlo pasar.