viernes, 30 de junio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 3

Roberto estaba especializado en coches extranjeros, empleaba a una docena de mecánicos y tenía una reputación inmaculada. Pedro solo pudo responder con timidez:

—¿Lo dices en serio?

—Pues claro. ¿No lo esperabas?

 —No.

—Sé que no eres feliz en Toronto.

—Lo odio —resumió Pedro—. La ciudad y el trabajo. Ambos me agobian.

Roberto se terminó sus huevos con beicon y se limpió el bigote con la servilleta. Su bigote, como el cabello, era gris, abundante y encrespado.

—Has venido a pasar unos días. Pásate por el garaje a mirar, pregunta lo que quieras y tómate tu tiempo. No tengo prisa.

Jugando con el tenedor, Pedro murmuró:

—Es una oferta muy generosa, Roberto.

—No lo veo así —replicó Roberto mirándolo con los ojos azules a un tiempo irónicos y afectuosos—. Te he visto crecer, chico. Eres trabajador y tienes unas manos con las máquinas como no he visto otras. Y sobre todo, eres leal y noble. No puedo decir lo mismo de mucha gente.

Pedro habló de nuevo con torpeza que disimulaba su timidez:

—Gracias.

 Después pidió más café y cambió de tema. Pero ahora, mirando el sol hundirse en el mar, no podía dejar de acariciar las palabras de Roberto, que calentaban su corazón como el último sol calentaba su piel.

Roberto confiaba en él. Eso era lo importante. La emoción comenzó a resurgir en su interior. Estaba seguro de que el negocio de Roberto era floreciente. Cada vez había más coches de marca extranjera y, en una ciudad pequeña como Halifax, la reputación de honradez era esencial para un garaje. En Toronto, Pedro había tenido problemas por su negativa a mentir a los clientes y cobrar trabajos innecesarios. Y allí no tenía ningún futuro. En Halifax podía vivir junto al mar, en una provincia famosa por su costa y su paisaje salvaje, un lugar donde respirar libremente. No tendría que luchar por sus principios, ya que su amigo los compartía plenamente. Y podría estar cerca de su madre, que seguía viviendo en Juniper Hills, a media hora de Halifax. Y cerca de Paula.

Con una mueca de disgusto,  miró la línea del horizonte. Pasadas unas cuantas horas desde la absurda escena del estudio de fotografía, podía calibrar lo hondamente que le había afectado el retrato de Paula. Al presentarse de golpe, sin previo aviso, la emoción le había dicho lo que tanto tiempo se había ocultado a sí mismo: seguía sin haberse librado de su antiguo y desgraciado amor.

No había pasado diez años pensando en ella. Ni mucho menos. Se había marchado de la ciudad al morir su padre, antes de cumplir los veinticuatro años. Había recorrido los Estados Unidos, Chile, Australia, Tailandia y Singapur, India y Turquía, para terminar en Europa. Había tenido cientos de trabajos, había sido camarero, cuidador de caballos y mecánico, había leído con voracidad, estudiado idiomas, conocido a mucha gente. Había madurado. Al menos eso había creído hasta aquel día. Por primera vez pensaba que quizás no había sido muy inteligente enterrar en el fondo de su inconsciente todo lo sucedido con Lorraine. Porque en lugar de enfrentarse a ello, lo había ocultado y allí estaba de nuevo, un cartucho de dinamita en mitad de su cerebro. Y ver el retrato había sido como acercar una cerilla a la mecha.

El cerebro de Pedro se quedó de pronto en suspenso: quizás Paula  fuera el motivo por el que no se había casado. Aunque no había permanecido célibe, en los últimos años había limitado sus aventuras a mujeres por las que sentía afecto, pero que entendían que no había lugar para el compromiso y que habían estado dispuestas a disfrutar de su compañía mientras durara el visado. Cualquier exigencia más personal le había puesto nervioso como el anuncio de una condena. ¿Sería que nunca se había librado de la imagen de Paula? ¿O que no había resuelto la mezcla de amor y sufrimiento grabada en su cerebro? ¿Acaso ella le ataba aún, impidiendo que volara libremente? ¿O era, simplemente, un solitario? ¿Un hombre que gustaba de su propia compañía y que siempre seguía libremente su instinto? En realidad, desde que tenía uso de razón, había estado solo, luchando con los puños por el honor de su padre. Podía recordar como si fuera ayer las burlas de los demás muchachos, imitando los pasos de borracho de su padre, y su propia furia. Nadie le había ayudado mientras luchaba contra todos. Muy temprano había comprendido que dependía de sí mismo y que vivía en un mundo hostil. Hubiera sido inútil que buscara refugio en su madre. De manera que Paula no debía tener nada que ver con su estado civil.

¡Tenía un aspecto tan feliz en la fotografía! Tan libre e inconsciente. Y sin embargo su marido era un canalla, de eso estaba seguro. Un canalla rico, sin duda. Un canalla de alta sociedad. No como él, el joven Alfonso de la gasolinera. Y Paula era una esnob. No había razón para que hubiera cambiado. Se puso en pie. Ya estaba bien. Tenía que tomar una decisión respecto a Roberto. Al menos que ya estuviera tomada. ¿Iba a vivir de nuevo cerca del mar y propiciar un encuentro con Paula Chaves Martínez para deshacerse de una vez de su particular fantasma? No quería que siguiera dominando inconscientemente su vida, o que la simple visión de su retrato lo enloqueciera.

Sin duda su madre sabía dónde vivían Paula y Fernando. No le sería difícil volver a verla. «Así será», se dijo con ira e ironía. «Porque va siendo hora de que aprenda a vivir. Solo o acompañado». Tenía que verla una vez más para olvidarse del pasado. Un clásico exorcismo, eso era el plan. Porque odiaba más que nada en el mundo sentirse atado a aquella mujer.

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