viernes, 30 de junio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 5

Lo que quería decir que se metiera en sus asuntos. Lo más extraño era que el nombre abreviado le iba bien. Paula era adecuado para la joven de cabello liso y uñas pintadas que solía mirar al mundo con desdén. Lo único que no había en la nueva Paula era desdén.

—No has contestado a mi pregunta —dijo.

Paula pareció buscar en su memoria.

—Oh, no, no estoy estudiando —dijo.

Un joven rubio de metro noventa y un cuerpo de atleta la tomó en aquel momento por el brazo con una familiaridad que sacó de quicio a Pedro.

—Hey, Pau, ¿Estás lista?

—Ya voy, Marcos. Pedro, tengo que marcharme. Me ha… alegrado verte.

—¿Alegrado? No seas hipócrita, Paula. Preferirías que estuviera en Patagonia. ¿Cómo está Fernando?

Paula le lanzó una mirada indescriptible, acosada y orgullosa a la vez, antes de darse la vuelta y unirse a un grupo que entraba en la sala de aerobic. Pedro no se movió, mirando obsesivamente la coleta de la mujer que había amado desesperadamente y odiado con toda su alma, con la completa entrega de la juventud.  «Me he alegrado… ¿Estás de broma, Paula? Patagonia está demasiado cerca para donde quisieras verme». Era obvio que no era indiferente a él. Era lo que había aprendido de aquella conversación absurda y breve. Eso y que su aparición la asustaba.

Avanzó hacia las cristaleras que dejaban ver el interior de la sala de aerobic. La música había empezado, machacona y rítmica, una música desagradable que le mantenía alejado de cualquier clase de aerobic. Paula  estaba haciendo ejercicios de calentamiento frente a un grupo de jóvenes y de pronto se dió cuenta de que no asistía a la clase. Era la profesora. ¿Paula Chaves enseñando aerobic a un grupo de estudiantes? Aquello no era posible. La Paula que él había conocido debía estar de compras en París, o montando a caballo en el club de campo. Jamás hubiera trabajado en algo así. La clase era mixta y, aunque la mayor parte eran estudiantes, había algunas personas mayores. El tal Tomás estaba en primera fila moviendo con entusiasmo brazos y piernas.

Se acercó a la ventana. Los pechos de Paula se movían cuando saltaba y el juego de sus músculos le fascinó. Iba a necesitar una ducha fría, se dijo con amarga ironía. En ese momento, ella lo vió tras el cristal y perdió el paso. «Qué pena que no esté en Patagonia, ¿Verdad, Pau? Qué pena que esté aquí mismo, en Halifax. Porque tú y yo tenemos asuntos que resolver y no te vas a escapar sin enfrentarte a ellos». Como si pudiera leer su pensamiento, Paula miró a otro lado, pero había vuelto a perder el ritmo. Pedro estaba harto de mirarla así que se dio la vuelta y se dirigió a la ducha. Cuando volvió a salir, vestido y con el pelo mojado, la clase seguía. Paula parecía tan fresca y llena de energía como veinte minutos antes y no miró hacia la ventana.

Pedro fue al mostrador de información y tomó un folleto con el horario de aerobic. Daba clase seis veces por semana y firmaba P. Martínez. Preguntándose por qué daría clase una mujer rica y ociosa se guardó el papel y preguntó a la chica que informaba:

—Tengo un pase especial para el gimnasio. ¿Puedo probar una clase de aerobic para ver si me gusta?

—No hay problema —respondió la mujer del mostrador.

El lunes siguiente comería pronto, iría a la clase dé Paula y la arrinconaría después. Los dos tenían mucho de qué hablar. Pedro deseaba reprocharle su comportamiento del pasado, obligarla a enfrentarse a los hechos. Le debía unas cuantas respuestas. Y quizás entonces lograra superar su obsesión adolescente con ella. Se dio la vuelta y se puso a buscar las llaves de su coche. En ese momento observó a dos niñas sentadas en un banco junto a la puerta del gimnasio. Las dos eran rubias, una con el pelo liso y la otra rizado. Con un sobresalto, reconoció a las hijas de Paula. Se estaban peleando, discutiendo con grandes gestos y lloriqueos por parte de la pequeña. Tomó aire y fue hacia ellas.

—Hola —dijo amablemente—. Me llamo Pedro. Su madre y yo fuimos amigos hace años, antes de que se casara. ¿Cómo se llaman?

La pequeña respondió:

—No debemos hablar con extraños. Valentina, por favor, dámelo —e intentó agarrar la mano cerrada de su hermana.

Valentina se apartó.

—Para, Isabella, eres tonta y voy a decirle a mamá que te has portado mal.

—Y yo le diré que no querías darme un chicle porque eres mala y horrible —el rostro de la pequeña expresó la máxima desesperación—. Soy pequeña y deberías ser buena conmigo.

Con similar afectación, Valentina alzó los ojos al cielo, unos ojos de un azul profundo que hicieron que el corazón de Pedro diera un vuelco, y dijo:

—Tú eres la mala. Toma tu chicle, idiota.

Con delectación, Isabella quitó el papel y se metió en la boca un enorme chicle de color rosa.

—Te apuesto a que hago un globo más grande que el tuyo —anunció en tono triunfante.

—Eso te crees —dijo Valentina e hinchó un globo maravillosamente redondo y rosa que milagrosamente no terminó estallando sobre su rostro.
Pedro dijo con voz neutra:

—¿Viene su padre a buscarlas?

El chicle quedó olvidado. Las dos niñas le dedicaron sendas miradas hostiles y no dijeron nada. Hubo algo en su repentina alianza y en la frialdad de las miradas infantiles que le desconcertó.

—No tendría que haber preguntado eso. Lo siento. Espero volver a verlas —dijo vacilando y se alejó para salir a la calle.

Habían ganado el primer round. ¿Acaso le sorprendía que las hijas de Paula tuvieran personalidades fuertes? Pero ella no iba a ganar el siguiente encuentro. El que estaba previsto para el lunes, aunque Paula lo ignorara.


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