lunes, 19 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 37

Una voz profunda y hostil hizo que Pedro levantara la vista. Francisco Walters estaba inclinado sobre él. Era la prueba viviente de que las cosas todavía podían empeorar. Los dos nunca se habían llevado bien y él no estaba de humor para ser amable.

—No veo que lleve tu nombre —objetó Pedro.

—Si estuvieras más por aquí, sabrías que este sitio se llama «la mesa de Francisco» —afirmó éste, señalando a la foto erótica de Silvia Divine sobre la barra—. Un viejo como yo siempre sabe elegir el mejor sitio del bar.

Pedro observó el retrato de la mujer medio desnuda. No tenía nada que ver con la razón por la que él estaba allí sentado, pero al descubrir por qué ese sitio era mejor, sonrió.

—Es un buen punto de mira para cualquier hombre.

Francisco torció la boca, como si se esforzara para no sonreír.

—De todas maneras, es mi sitio habitual.

—Tal vez, podemos compartirlo —propuso Pedro.

 El hecho de que aquel hombre fuera un buen amigo de Haley no le impulsaba a invitarlo, pero tampoco le echaba para atrás.  Francisco pareció pensativo durante unos momentos y asintió.

—Con una condición.

—Dime.

—Tú te sientas al otro lado de la mesa.

—Hecho —dijo Pedro y deslizó su taza de café al otro lado.

 Luego, se levantó y se sentó de espaldas a Silvia Divine.

Cuando Francisco se hubo acomodado en su asiento, la encargada del local, Ludmila Powell, les llevó dos cartas y una humeante taza de café solo. La guapa morena dejó la taza delante de Francisco y sonrió.

 —Esto para empezar —dijo ella y miró a los dos hombres. Arqueó una ceja con gesto interrogativo—. ¿Es que me he perdido algo? No imaginé que fuera a veros juntos.

—Hay algunas cosas que Pedro y yo vemos con los mismos ojos —señaló Francisco y miró la foto con el rabillo del ojo, sonriendo de medio lado.

—¿Quieres pedir ya o necesitas un minuto? — preguntó Ludmila a Pedro—. Ya debes de saberte la carta de memoria. Vas a quitarle a Francisco el puesto de nuestro mejor cliente.

—La comida es buena —repuso Pedro, encogiéndose de hombros—. Tomaré el plato especial. Con los huevos poco hechos. Patatas rebozadas. Salchicha. Y tortitas con sirope de arce.

 —Yo también.

—Creí que querías cuidar el colesterol —le reprendió Ludmila a Francisco.

—Mira, he dejado de fumar. He dejado la cerveza y sólo tomo un vaso de vino de vez en cuando. Nunca tomo sal. De vez en cuando, un hombre debe hacer alguna locura —se defendió Ben, entregándole la carta a Ludmila.

 —¿Con salchicha y huevos? —preguntó Pedro, sonriendo—. ¿Estás seguro de que podrás soportar la excitación?

—Muy gracioso —le increpó Francisco, señalándolo con un dedo y, al mismo tiempo, sonriendo con los ojos—. Deberías aprender a respetar a tus mayores, hijo.

 Pedro lo miró a los ojos, de hombre a hombre.

—Yo te respeto mucho.

—Les traeré el desayuno enseguida —señaló Ludmila y sonrió a Francisco con coquetería antes de alejarse con las cartas.

Pedro observó cómo el otro hombre contemplaba el contoneo de las caderas de Ludmila mientras ella se alejaba y se preguntó si el viudo tendría algo con la camarera. Si era así, se alegraba por él.

 —Parece que le gustas —comentó Pedro, sin poder contenerse.

—Sí.

—El amor es ciego —bromeó Pedro.

—No puedo discutírtelo.

 El otro hombre posó en él su intensa mirada y  Pedro tuvo la sensación de que ya no estaban hablando de Ludmila y Francisco. Pero Francisco no podía referirse a que a Paula le gustara él. Ella no se fijaría nunca en un hombre de negocios de Los Ángeles. Eso le hizo preguntarse… ¿Qué clase de hombres le gustarían a Paula?  Tal vez, ella estaba saliendo con alguien. Francisco debía de saberlo, se dijo, pues en los pueblos pequeños la gente siempre se enteraba de esas cosas.  Le dió un trago a su café y habló con toda la indiferencia de que fue capaz.

—Paula y tú están muy unidos.

—Así es —afirmó Francisco y asintió con la cabeza—. Es como la hija que nunca tuve.

—Entonces, debes de saber si está viendo a alguien.

—Ve a mucha gente. Son gajes del oficio cuando trabajas en un sitio como éste.

—No me refería a eso. ¿Está…?

—Sé a qué te referías. No he nacido ayer, creo que ya lo sabes.

Pedro suspiró.

 —No me lo estás poniendo fácil.

—Me alegro —repuso el otro hombre con satisfacción.

—¿Hay algún hombre? —preguntó Pedro y levantó la mano para acallar cualquier ingeniosa respuesta por parte de Francisco—. Quiero decir que si sale con algún hombre de forma habitual.

Sólo de imaginarla con otro hombre, Pedro sintió un nudo en el estómago. No le hacía ningún bien pensar que Paula saliera con nadie.  Francisco reflexionó sobre la pregunta durante unos instantes.

—No.

Ludmila eligió precisamente ese momento para regresar a la mesa con una bandeja cargada de comida. Dejó los platos con patatas calientes, huevos y tortitas. Pedro había estado muerto de hambre cuando se había sentado, pero había perdido su apetito hacía apenas dos minutos.

—¿No qué? —preguntó Ludmila.

—Pedro quería saber si Paula tenía novio.

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