miércoles, 7 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 4

 En cualquier caso, había sido capaz de confesarle a Paula la verdadera razón de su oferta de ayuda. Pero, como no iba a irse de Thunder Canyon hasta que no recuperara su permiso de conducir, tenía que persuadirla de que le diera una oportunidad. Le probaría que era digno de confianza e indispensable, luego le contaría lo de la sentencia. Era un buen plan y tenía muchas probabilidades de conseguir su objetivo, se dijo.  A él se le daba bien venderse y las mujeres solían encontrarlo irresistible. Casi todas. Las pocas excepciones a esa afirmación habían resultado inolvidables para él. Para empezar, había habido una joven en la universidad que había sabido venderse mucho mejor que él. Lo había enamorado e, incluso, le había hecho que la pidiera matrimonio. Ella había insistido en que debían pasar por el altar antes de acostarse y tampoco había querido casarse antes de que él pagara una gran deuda de su padre, supuestamente debida a las facturas médicas de su operación a corazón abierto. Pedro sabía que no había estado pensando con la cabeza cuando había firmado un cheque con un montón de ceros y se lo había entregado. Había sido la última vez que la había visto.  La última mujer que se había resistido a sus encantos había sido la jueza que le había retirado el permiso de conducir durante treinta días. La jueza no había comprendido que un hombre necesitaba la velocidad para despejarse la cabeza, sobre todo cuando la autopista estaba vacía. Y él era un hombre con demasiadas cosas en la cabeza.

En el presente, había encontrado dónde cumplir con los trabajos forzados que le habían asignado. Pero, por desgracia, el centro pertenecía a otra mujer que no se rendía a sus encantos. Podría intentarlo en la siguiente organización sin ánimo de lucro de la lista que le habían dado en el juzgado, pero la negativa de Paula había tocado un punto débil en él. Era un hombre tozudo y la haría cambiar de idea. Además, el objetivo le resultaba mucho más atractivo de lo que había esperado.  Vió la vieja y magullada ranchera azul de Paula pasar delante de The Hitching Post, doblar la esquina y aparcar en el aparcamiento que había detrás de Raíces. Había un frigorífico en la parte trasera del vehículo. Era una buena oportunidad, se dijo.  Sonrió. Era hora de ejercer sus encantos.  Él salió de su apartamento y bajó las escaleras de madera. Salió por la entrada trasera para no atravesar el bar. La hora del almuerzo había pasado y el local estaría bastante vacío, pero era fácil que alguien lo interceptara para conversar. No tenía tiempo para eso. Tenía una misión.  Dió la vuelta al edificio, caminó por Main Street y llegó al estacionamiento que había detrás de Raíces. Paula estaba delante de la puerta, metiendo la llave en la cerradura.

—Hola —saludó él.

Ella se giró de golpe al oír su voz y se llevó la mano al pecho.

—Me has asustado.

—Lo siento —dijo él. Sin duda, Paula debía de tener muchas cosas en la cabeza para no haberlo oído acercarse, pensó. El sonido de sus botas sobre al estacionamiento habría bastado para despertar a un muerto—. Creí que me habías oído.

Paula negó con la cabeza y se colocó un mechón de pelo que se le había escapado de la coleta. Antes, cuando había estado pintando el mural, había llevado el pelo recogido en una especie de moño. De pronto, él la recordó con el sedoso pelo castaño suelto, cayéndole por encima de los hombros, y sintió deseos de acariciarlo. Se cruzó de brazos para contenerse. Los hombres con una misión no podían permitirse distracciones.  Se había cambiado de ropa. Se había quitado los pantalones viejos y la camiseta demasiado grande y se había puesto una camiseta roja con el logo de The Hitching Post y unos pantalones de punto que se ajustaban a sus caderas y muslos.  Ella lo observó con cautela con sus grandes ojos marrones. A Pedro, su expresión le recordó la de un potencial cliente en una reunión de ventas, preguntándose qué querían que comprara y cuánto iba a costarle.  Por experiencia, él sabía que era mejor no ir al grano directamente. Era mejor hacer que el cliente bajara la guardia.

—Hace un día muy bueno —comentó él, mirando al cielo azul salpicado de nubes de algodón.

Paula levantó la vista y, luego, lo miró.

—Sí, es verdad. Un poco caluroso para mi gusto.

—¿De verdad? ¿Te lo parece? —preguntó Pedro.  Tal vez, era él quien la estaba haciendo sentir calor, lo que sería una buena señal. A menos que le hiciera levantar la guardia. Al mirarle los labios apretados, él supo que ése era el caso. Giró la cabeza hacia las montañas que se veían a lo lejos—. Las montañas aquí son diferentes de las de Los Ángeles.

Pedro tenía una casita cerca de la playa en Marina del Rey, a poca distancia de la base central de su compañía, PA/TC. La actividad que bullía en un centro de negocios como aquél no podía ser más diferente del ambiente que había en Thunder Canyon, Montana.

—¿En qué se diferencian? —quiso saber ella—. Además de que aquí se pueden ver.

—Vaya, ¿Una sutil crítica a la contaminación de Los Ángeles?

—No pretendía ser sutil.

—Para tu información, la reducción de contaminación ambiental en California se está notando mucho.

 —Me alegro. Pero prefiero vivir en un sitio donde se pueda respirar. Espero que en Thunder Canyon nunca haya que limpiar el aire porque haya demasiados coches.

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