lunes, 5 de junio de 2017

Has Vuelto A Mí: Capítulo 65

—Como verás, tuve que irme —concluyó Paula—. De haberme quedado en el pueblo, habría sido mucho peor. Y tal vez habría cedido, si tú me hubiera insistido. No puedo resistirme a tí.

—¡Vaya si me engañaste! —gruñó Pedro.

—¡Oh, Pepe! —le echó los brazos al cuello—. Me perdonas, ¿Verdad?

Pedro la colocó sobre las almohadas y la besó con una pasión que era toda la respuesta que Paula necesitaba. Por primera vez en muchos años, le devolvió el beso con deleite y libertad.

—Debería estrangularte —susurró y le desabrochó la chaqueta, viendo el sujetador de encaje que había abajo—. Debiste darte cuenta de que esa aventura terminó mucho antes de que nacieras. Tu madre era sólo una chiquilla entonces. Mi madre me lo dijo.

 —¿Ah, sí? —se convulsionó cuando Pedro le frotó un pezón con el dedo—. Bueno... —contuvo el aliento—. Yo sólo era una niña cuando la abuela me contó esas mentiras... Creo que cometió un error.

—Claro que no —la miró enfadado—. Supongo que después de todo ese cuento de que tu abuela amaba a mi abuelo es cierto. Creo que tú fuiste su manera de vengarse de la familia Alfonso.

—¿De qué hablas? —le enredó los dedos en el pelo.

—Bueno, sólo son viejos chismes —admitió y le miró la boca—. De acuerdo con mi madre, la vieja Gloria odió a los Alfonso cuando mi abuelo se casó con otra —sacudió la cabeza—. Es algo irónico... que tres generaciones de nuestras familias hayan tenido un lazo en común. Y si tu abuela se hubiera salido con la suya, el resultado actual habría sido el mismo.

 —Yo no sabía eso —susurró la chica.

—No... bueno, ya es algo que pertenece al pasado —masculló—. ¿Me puedes quitar la camisa? Creo que me está dando calor.

Paula lo hizo con dedos temblorosos.

—Yo no lo sabía —repitió— Dios mío, ¿Cómo pudo mi propia abuela hacernos algo semejante?

—No lo sé —se dió cuenta de que debía impedir que siguiera pensando en eso—. Dime, ¿Cuándo descubriste que no era cierto que éramos hermanos? ¿Y por qué no me lo dijiste entonces?

 —Ah... —Paula le acarició el vello del pecho—. Mi madre me lo reveló de manera indirecta. Estábamos revisando las cosas de la abuela y encontramos las cartas. Ella... me contó la verdad: que perdió al bebé, que tu madre se quedó embarazada al mismo tiempo, todo. No sabía que yo las había leído antes y no pude decírselo.

—¿Por qué?

—No es una mujer con buena salud —suspiró Paula—y temí que si le contaba lo que la abuela me había dicho, tal vez se culparía a sí misma. Yo... no quería que hiciera eso.

—¡Oh, Pau!

—Hasta le quité las cartas, antes de que pudiera descubrir la carta que nunca le envió a tu padre, contándole que estaba embarazada.

—La otra carta a la que se refirió —entendió Pedro al fin—. ¿Y crees que ahora lo sabe?

—Tal vez lo adivinó todo —asintió—. Pepe, me alegro tanto de que así haya sido. Tal vez no habrías venido, si no…

—No estaría tan seguro de eso —sonrió—. Como ya te dije, parece que no puedo mantenerme alejado de tí.

—Gracias a Dios que no puedes —le acarició la cara.

—Pero eso no explica por qué no me lo contaste hace tres semanas —le recordó.

—Quise decírtelo —recordó—. Pero no podía permitir que vendieras Rycroft sólo por mí, para poder divorciarte de Candela y darle el dinero que te hubiera pedido.

—Sabías que lo haría, ¿Verdad?

—Pensé que tal vez lo harías —confesó—. Y no podía tener esa responsabilidad cuando me habrías odiado después por eso.

—¿Odiarte? —torció la boca—. No sabes cuántas veces quise poder odiarte. Sobre todo cuando te negaste a casarte conmigo. Creo que entonces sí te odié. El problema fue que no duró.

—¡Oh, Pepe!

 El beso que siguió estaba lleno de deseo. Paula le quitó la camisa para poder acariciarle la espalda. Cuando se disponía a desabrocharle el cinturón, los recuerdos la invadieron.

—¿Te acuerdas de la primera vez que te desnudé? —susurró—. No sabía qué esperar entonces.

 —Bueno, ahora ya lo sabes —susurró y se estremeció por sus caricias sensuales—. Dios mío, Pau... no me hagas eso. Bueno, por lo menos espera a que me haya quitado los pantalones...

Horas después, Paula se desperezó y Pedro bajó de la cama.

—¿Adonde vas? —protestó, adormilada, y encendió la luz para poder admirar su cuerpo atlético y musculoso—. Faltan varias horas para que salga el sol.

—Necesito beber agua —se dirigió a la cocina—. Tal vez tú estés acostumbrada al champán, pero yo no.

—Ah.

Paula sonrió y rodó sobre la espalda. No podía dejar de sonreír y Pedro le hizo una mueca antes de salir del cuarto. Mientras hacían el amor, bebieron toda una botella de champán. Ella estaba relajada y embriagada. Iba a volver con él a Inglaterra. Adriana podía seguir al frente de la agencia. En cuanto a su madre, supuso que algún día le contaría la verdad, si es que no la había adivinado ya. Le parecía obvio que Alejandra era una mujer mucho más fuerte de lo que todos habían creído.

 Pedro volvió con un vaso de agua. Al acercarse a la cama, Paula lo miró. Era un deleite mirarlo, saber que tenía derecho a hacerlo. Y Pedro no fue indiferente al brillo posesivo de los ojos de ella. De todos modos, terminó de beber el agua antes de volver a acostarse y  lo miró con malicia.

—No tienes nada de modestia, ¿Verdad? —exclamó y le acarició el velludo muslo.

 Pedro se estremeció.

 —Ni tú tampoco —se volvió para aprisionarla bajo él.

Su miembro excitado palpitó contra la pierna de la chica que se frotó contra él, ansiosa.

—Nunca me contaste cómo lograste entrar a mi departamento —recordó Paula, tiempo después.

Pedro se separó un poco de ella, reacio.

 —Le dije al portero que era tu hermano y que quería darte una sorpresa —confesó, sonriente—. Me temo que no fue un buen pretexto en estas circunstancias; pero me creyó.

—Menos mal que te creyó —susurró Paula y lo abrazó—. Pero mañana le contaré la verdad. No quiero que nadie vuelva a confundirte con mi hermano. Ni siquiera yo.

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