domingo, 11 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 11

—No dejes que te afecte. Hablaremos con la policía para ver si pueden hacer algo. Mira el lado bueno.

—¿Hay alguno? —preguntó ella y se apartó un poco—. No, espera. ¿Lo que quieres decirme es que las cosas podrían haber sido peor?

—Es verdad.

—¿Sí? ¿Cómo?

—No había nada que pudieran llevarse. Y se han traído su propia cerveza y su comida —señaló él.

Paula contuvo una sonrisa y se sintió un poco mejor. Tenía que reconocer que se alegraba de que Pedro estuviera allí. No estaba acostumbrada a que nadie cuidara de ella. Contar con él era diferente. Y no era del todo malo. Estaba conociendo una faceta de él que nunca había sospechado. Era una especie de héroe, algo que no encajaba con la idea que había tenido de él en el pasado.

—No nos derrumbemos.

—¿Ni siquiera un par de minutos?

—Lo que tienes que hacer es ponerte en acción. Yo barreré los cristales. ¿Tienes una cinta métrica? —preguntó él y, cuando ella asintió, añadió—: Toma las medidas para un cristal nuevo. Yo iré a comprarlo.

Era imposible no darse cuenta de la forma en que Pedro estaba dando órdenes. Paula se preguntó cómo sería trabajar para él.  Ella le pasó la escoba.

—¿Te tienen miedo tus empleados?

—No. Soy el mejor jefe del mundo.

—¿Cómo lo sabes?

—No paso mucho tiempo en la oficina.

 —¿Adónde vas?

—Es mejor preguntarme adónde no voy —respondió él.

 Acercó el cubo de la basura y se agachó para recoger los pedazos más grandes con la mano.

—De acuerdo, está bien. ¿Adónde no vas?

—A Fiji. Ni a Polinesia. Ni a Tahití —contestó él y la miró, sonriendo.

—Lo pregunto en serio.

—Me he recorrido todo Estados Unidos. He estado en San Francisco, en Seattle, en Nueva York, en Washington D.C.

—¿Por qué?

—Soy un vendedor. Mi trabajo es reunirme con hombres de negocios y convencerles de que vendan la marca PA/TC en sus tiendas.

—Apuesto a que podrías vender hasta un trozo de playa en Las Vegas — aventuró ella.

—No sería fácil —admitió él y sonrió—. Pero los retos me motivan mucho.

—¿Has estado alguna vez en Las Vegas?

—Unas cuantas veces. Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme, pero Las Vegas la supera. Es muy excitante. Un banquete para los sentidos.

—¿Y eso por qué?

Pedro se puso en pie y se apoyó en la escoba.

—Lo primero en lo que te fijas son las luces. Está todo lleno de luces de neón que hacen que las noches parezcan días. Luego, entras y hay más luces, con sonidos. Campanillas, sirenas. También puedes encontrar cualquier clase de comida. La decadencia está por todas partes en Las Vegas.

—Vaya —dijo ella con admiración—. ¿Dónde más has estado?

—En la playa. El Caribe es espectacular, pero  Malibú, Santa Bárbara y Santa Mónica me gustan más. La costa de California es muy excitante.

 —Yo nunca he visto el océano —confesó ella.

 Pedro la miró a los ojos con un gesto muy cercano a la lástima.

—¿No?  —Nunca he salido de Montana —confesó ella y se puso a limpiar los restos de cristales rotos.

 —Ten cuidado. No te cortes —advirtió él.

—No te preocupes por mí.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —murmuró él—. ¿No te gusta viajar?

 —No creo que pueda encontrar nada más hermoso que lo que tengo aquí.

—No digo que Thunder Canyon no sea espectacular. Pero es emocionante conocer otros lugares.

—Supongo que tendré que creerte —repuso ella, midiendo el hueco dejado por el cristal roto en la puerta.

 Durante los breves instantes en que Pedro la había sostenido en sus brazos, ella había estado a punto de olvidar que él no se quedaría en Thunder Canyon. Sin embargo, su conversación sobre viajes la había hecho regresar a la realidad. Le había recordado que, a pesar de que él tuviera a su familia en el pueblo, aquél no era su hogar.

—Mira, no tienes que quedarte aquí conmigo, Pedro. Es casi medianoche.

Pedro había estado solo con Paula desde que había oscurecido. Sabía que iba a tener que contarle por qué se estaba ofreciendo a ayudar en Raíces, pero no era buen momento aún. Había pasado una noche más y el local había vuelto a ser asaltado. Por eso, Paula había decidido quedarse allí para llegar al fondo del asunto. En ese momento, ella había estado demasiado preocupada, una buena excusa para no contarle la verdad todavía, pensó él. En realidad, lo que pasaba era que temía la forma en que ella reaccionaría cuando lo averiguara. Podía ser un cobarde, sí. De todas formas, retrasaría la hora de la confesión para más tarde.

—No pienso irme —dijo Pedro.

—En serio, vete a casa y duerme un poco.

 —Claro —repuso él con tono burlón—. Voy a dormir mucho pensando que estás aquí sola esperando a un asesino en serie.

—No ha matado a nadie todavía.

—Que sepamos.

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