viernes, 30 de junio de 2017

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 2

—Hay una fotografía expuesta fuera —dijo abruptamente—. Una mujer con sus dos hijas.

—Oh, sí, ¿Salió bien, verdad?

—La conocí hace años. Pero hemos perdido el contacto. Me preguntaba… ¿Vive cerca?

La sonrisa de la mujer disimuló una mirada recelosa.

—Lo siento, señor, no puedo darle ningún detalle sobre nuestros clientes…

—Su nombre es Paula. Paula Chaves Martínez. Yo trabajaba para su padre, Miguel Chaves.

—No damos información confidencial, como puede entender —dijo la mujer—, ¿Puedo ayudarle en algo más?

«Vete», se dijo Pedro. «De nuevo estás haciendo el ridículo».

—¿Puedo conseguir una copia de la foto? —preguntó con voz ronca.

 La mujer lo miraba ahora con franca curiosidad.

 —Eso no es posible sin el permiso de mi cliente —dijo—. Me perdonará, pero tengo cosas que hacer.

Pedro se dió la vuelta y salió del estudio. Sin fijarse en nada, caminó por la calle, indiferente a los oficinistas y a los turistas, mientras se reprendía mentalmente por su estupidez. La agradable mujer del estudio pensaba sin duda que era un psicópata, y se estaría preguntando si debía llamar a la policía. No era un psicópata. Pero sí un completo idiota por dejar que Paula lo dominara como si no hubieran pasado diez años.

Era hora de crecer y olvidarse de los cuentos de hadas. Pero aquellos tres remotos años, entre los veinte y los veintitrés habían transcurrido en el país de «érase una vez, hace mucho tiempo». Paula, con sus ojos azules y su maravilloso cabello rubio, era la princesa del castillo, que en una noche de capricho se había lanzado a sus brazos, el campesino, el moreno y guapo, según decían todos, mecánico de su padre. Y el trabajador, caballerosamente, se había negado a aprovecharse de la belleza, juventud y virginidad de la joven princesa. ¿Se lo había agradecido ella? ¿Acaso le había entregado un pañuelo bordado como recompensa por su noble gesto? Ni hablar. Se había puesto furiosa y había hecho que su padre lo echara del trabajo. Y nunca, añadió con amargura, el vasallo fue convertido en príncipe. Por desgracia, la historia no había terminado ahí. Y el resto era más difícil de encajar en un cuento de hadas. Puesto que alguien del pueblo los vio juntos en los bosques, fue testigo de su abrazo apasionado y el cotilleo corrió como un reguero de pólvora por el pequeño pueblo de Juniper Hills. Tuvo que luchar en defensa de la virtud de su amada, como un verdadero caballero de cuento. Hasta que tres profesionales, contratados por el padre de Paula, sin duda alertado por ésta, le dieron la paliza de su vida.


Más tarde, Paula tuvo el descaro de interesarse por su salud e ir al garaje donde trabajaba, pero Pedro le explicó que su simpatía no era bien recibida. Aquella escena seguía grabada en su cerebro. Sin duda había sido el peor momento de su vida. Mucho peor que la paliza que había hecho daño, moral y físico, a un hombre joven orgulloso de sus puños. Sus pies le habían llevado junto al agua, donde había un puesto de hamburguesas. Pero ya no tenía hambre. Tenía que volver al hotel, cambiarse de ropa y correr por el parque hasta caer extenuado. Necesitaba ejercicio o se volvería loco de remate. Media hora más tarde,  corría bajo los altos pinos del parque, en una colina junto a la costa que dominaba el puerto de Halifax. Pasó junto al monumento a los héroes de la guerra, sintiendo que sus músculos se iban relajando y su paso se hacía rítmico, fácil. Paula no existía para él. Además, era una mujer casada. Felizmente casada, a juzgar por su aspecto.

Lo que considerando al hombre que había elegido por marido no decía nada bueno de ella. Se esforzó por no pensar en eso y contemplar el paisaje. Había unos niños jugando al balón y sus gritos rompían la tarde apacible. Unos perros se perseguían ladrando locamente. Corrió por las sendas, entre los árboles, durante más de una hora y por fin se detuvo para respirar y se acercó al abismo para observar el batiente mar, espumoso y salvaje, contra las rocas. Ya era hora, pensó con ironía mientras se secaba el sudor de la frente, de pensar en la primera sorpresa del día. La propuesta que Roberto le había hecho mientras desayunaban juntos en la cafetería cercana a su garaje. Lucas Withrod. Había sido el supervisor de área de una cadena de gasolineras: el padre de Pedro se ocupaba de una de éstas y había conocido y apreciado a Roberto desde niño. Desde su partida, habían mantenido el contacto, a través de un par de cartas anuales, apenas una nota por su parte, largas cartas de Lucas poniéndole al día. Cuando regresó a Canadá un año atrás y buscó trabajo en Toronto, lo  llamó  y luego siguió llamando una vez al mes.

Esa mañana, Roberto le había ofrecido un trabajo. Más que un trabajo, una participación en el negocio.

—Tengo sesenta y cuatro años —le había dicho,  mientras extendía mantequilla sobre su tostada—. No tengo familia, ni hijos. No soy tan fuerte como solía. Me gustaría que te quedaras con el garaje cuando me retire. Y mientras tanto, podríamos ser socios. Así aprenderías el negocio, me darías ideas nuevas. ¿Qué dices?

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