lunes, 12 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 20

Augusto estaba sentado en el sofá con Karen Wallace, una rubia de dieciséis años. En el sillón vecino, Javier McFarlane estaba pegado a su mejor amiga, Romina Doolin. Los dos tenían quince años. Él era un chico muy guapo, con el pelo moreno y siempre desordenado. Romina, morena y esbelta, estaba enfrentándose al problema que su padre viudo tenía con el alcohol. Los dos chicos solían salir juntos. Hacían una buena pareja. Pero ella no quería que practicaran a ser pareja allí, en Raíces, sin supervisión adulta.

—Ya veo que conocen a Augusto—comentó ella y lo miró —. ¿No habrás roto la puerta otra vez para entrar?

—No. Pedro nos ha dejado pasar.

Paula siguió su mirada hasta la esquina donde estaba la televisión. De espaldas, el hombre en cuestión parecía muy concentrado jugando a un videojuego.  Pedromiró hacia atrás.

  —Hola. Todavía tengo la llave que me diste ayer.

A Paula se le había olvidado por completo.

—Ah.

 Pedro se puso en pie y caminó hasta ella.

—Me encontré con Augusto esta mañana y decidimos venir aquí para echar un partido de baloncesto y ver la tele un poco.

¿Se habría preocupado menos por el chico si hubiera sabido que estaba con él?, se preguntó Paula. Nunca lo sabría.

 —Entonces, Javier y Romina se pasaron por aquí y se unieron a nosotros — añadió Augusto.

—Y yo pasé por delante y los ví dentro —explicó Karen—. Necesitaba salir de mi casa.

 —¿Por qué? —preguntó Pedro.

Karen se apartó un largo mechón de pelo rubio de la cara.

—Mis padres no paran de discutir.

El corazón de Paula se llenó de compasión.

—Lo siento.

—Van a divorciarse —señaló Karen, retorciéndose en el sofá.

—¿No se han divorciado tus padres también, Javier? —preguntó Pedro, cruzándose de brazos.

Javier asintió.

—Fue difícil.

 Karen lo miró.

—¿También te contaron ese rollo de que los dos te quieren, pero que ya no están enamorados?

—Algo así —admitió Javier.

—Creo que el manual sobre divorcios tiene un capítulo sobre cómo hablarles a los niños —comentó Karen, triste y furiosa al mismo tiempo—. Si el amor tiene fecha de caducidad, ¿Cómo sé que no van a dejar de quererme a mí también?

—La relación de los padres con su hijo es diferente que la relación que tienen entre sí —indicó Pedro—. El amor por un hijo es incondicional.

—Tiene razón —confirmó Javier—. Durante un tiempo, mi madre y mi padre se peleaban por mí. Mi madre pidió la custodia y pensaba enviarme a un internado en Suiza.

—Qué guai —comentó Augusto.

—Qué horror —dijeron Romina y Karen al mismo tiempo.

Paula recordó lo que había hablado con Pedro sobre que los chicos y las chicas pensaban de forma diferente. Allí mismo tenía la prueba.

 —¿Qué pasó? —preguntó Pedro a Javier.

—El novio de mi madre le hizo ver que no era buena idea que se interpusiera entre mi padre y yo y, al final, acordaron lo que era mejor para mí. Me gusta estar en Thunder Canyon. Vanesa y mi padre van a casarse y eso es genial —explicó el chico y se encogió de hombros—. Todo ha salido bien.

Karen no parecía convencida.

—No creo que mi madre entre en razón. Me está volviendo loca. Quiere saber dónde estoy a todas horas. Me llama todo el tiempo al móvil. Me ha puesto tantas normas que no puedo ni recordarlas y me es imposible no romperlas.

—Es su forma de intentar controlar una situación incontrolable —dijo Pedro y se sentó a su lado en el sofá—. Si no te quisiera, no te pondría ninguna regla.

 —Oh, por favor —protestó Karen.

—En serio. Piénsalo. Si rompes una norma, se te echa encima, ¿Verdad?

—Como un árbol en un tornado —confirmó Karen—. He perdido la cuenta de cuántos castigos llevo acumulados.

—Estoy seguro de que, para tu madre, sería mucho más fácil dejarte hacer lo que quisieras. Le daría menos trabajo —observó Pedro y miró a la chica a los ojos—. En eso consiste el amor.

—Nunca lo había visto así —admitió Karen.

—Ver las cosas desde una perspectiva diferente puede ser muy útil —comentó Pedro, se levantó y se acercó a la televisión.

¿Quién era ese hombre tan sabio y qué había pasado con el verdadero Pedro Alfonso?, se preguntó Paula con la boca abierta. Nunca lo había visto relacionarse con gente, aparte de las chicas con las que solía pasearse y coquetear en The Hitching Post. Al parecer, él no era el hombre unidimensional que había creído.  Paula  miró a los chicos.

—Hay refrescos en el frigorífico si tenéis sed.

—Genial —dijo Javier.

 Todos estuvieron de acuerdo en ir al cuarto trasero a elegir sus bebidas. Paula se acercó a Pedro.

—¿Puedo hablar contigo un momento?

—Claro. Estás en tu casa.

—Eso es —repuso Paula. Cuando estaba tan cerca de él, le resultaba difícil encontrar las palabras—.  Y ayer te despedí.

Pedro  frunció el ceño con aire pensativo.

—¿Es posible despedir a un voluntario?

  —Sí.

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