domingo, 11 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 12

 Pedro estaba empezando a tener serias dudas sobre quedarse. No tenían nada que ver con el peligro, sino con el aroma de Paula. Estaban sentados en el suelo del local, descansando la espalda contra el respaldo del viejo sofá para que no se les viera desde la ventana, de frente a la entrada trasera.  Estaba oscuro, lo bastante para que  no pudiera ver el rostro de ella con claridad. Pero podía oler su fragancia dulce y floral y le estaba costando contener el deseo. Lo que más le apetecía en ese momento era besarla. Y, como todos sus sentidos, menos la vista, estaban agudizados, no le costaba mucho recordar con todo detalle el suave gemido que ella había hecho la última y única vez que la había besado. Eso había ocurrido hacía seis años y su recuerdo no lo había abandonado.

—¿Me has oído, Pedro?

—¿Qué?

—He dicho que deberías irte. Si el tipo vuelve, llamaré a la policía. Tengo el teléfono.

Si pudiera irse… La vida sería menos complicada, se dijo Pedro. Pero él no era la clase de tipejo que dejaría a una mujer indefensa sola para enfrentarse con un intruso.

 —No voy a discutir contigo, Paula. Alguien ha entrado aquí dos noches seguidas… No sabemos qué intenciones tiene, así que pienso quedarme aquí para cubrirte las espaldas.

Sí, quería cubrirle las espaldas, contra la pared, besándola con frenesí, reconoció Pedro para sus adentros. ¿Cómo podía ser tan egoísta?, se reprendió a sí mismo. Aunque sería interesante comprobar si ella era tan sensible como sospechaba en el sentido físico. Si besarla no hiciera las cosas mucho más complicadas, lo haría, aunque sólo fuera para combatir la tristeza de los ojos de ella…

—De acuerdo —dijo Paula, bostezando—. Puedes quedarte. Pero espero que aparezca pronto.

Lo mismo esperaba Pedro. Cuando el hombro de ella lo rozó, la piel se le incendió y la sangre le bajó de golpe desde la cabeza a sus partes más íntimas.

—Si no quiere que lo capturen, lo lógico es que busque otro sitio donde colarse.

—Querías que éste fuera un lugar donde los chicos se sintieran a gusto —le recordó él—. Es obvio que este tipo ha captado las buenas vibraciones del centro.  Hablando de vibraciones, era urgente que él silenciara las que le impulsaban a tomarla entre sus brazos.

—¿Qué te parece que Ignacio Clifton se presente a alcalde? —preguntó él para distraer sus pensamientos.

—Yo le apoyo. Es primo de mi mejor amiga.

—No sabía que Verónica Clifton y tú fueran amigas —comentó él.

—Ella es un año mayor que yo, pero hicimos bastante amistad de niñas — repuso ella, encogiéndose de hombros—. Creo que tenía que ver con el hecho de que ninguna teníamos padre.

 El padre de Verónica Clifton había sido asesinado cuando ella tenía doce años,recordó Pedro. Sin embargo, no conocía la historia de Paula.

—¿Qué le pasó a tu padre?

—Se fue. Ni siquiera lo recuerdo.

—¿Quieres hablar de ello? —preguntó él tras un momento de silencio.

 —No.

—De acuerdo —replicó él y dejó el tema—. ¿Qué te parece Ignacio como alcalde?

—Es joven y tiene ideas nuevas que podrían cambiar las cosas —señaló ella tras un silencio—. Eso es algo positivo. Sobre todo, cuando la economía está pasando por una recesión tan grande.

—Es verdad.

—¿Se ha visto afectada tu empresa por la crisis?

—Claro que sí —contestó él.

En eso había estado pensando cuando había rebasado el límite de velocidad en la autopista, recordó. Había estado debatiéndose entre vender la compañía o seguir luchando. Lo primero significaría dejar a mucha gente sin trabajo. Y eso era algo que él no se tomaba a la ligera.

—¿Qué pasa, Pedro?

 —¿Por qué?

—Lo percibo en tu voz. Algo te preocupa.  Al parecer, él no era el único cuyos sentidos estaban agudizados en la oscuridad.

—Sólo estaba pensando en asuntos de negocios de los que tengo que ocuparme.

—Si puedo… —comenzó a decir ella y se interrumpió al oír un ruido en la puerta trasera—. ¿Lo has oído? —susurró.

—Sí. Quédate aquí —ordenó él, poniéndole la mano en el brazo—. No te muevas, Paula.

—Ten cuidado, Pedro.

Él asintió, se puso en pie sin hacer ruido y se acercó a la puerta. Dentro del almacén había una figura iluminada por las luces del exterior.  Pedro se ocultó y esperó en la sala principal a que el intruso pasara delante de él. Cuando lo hizo, lo agarró por detrás.

—Eh, tío…

Una de las lámparas se encendió y Pedro parpadeó ante tanta claridad, pero no soltó a su presa.

—Paula, llama a la policía.

—Es sólo un chico, Pedro.

—No sabía que hubiera nadie aquí —gimió una voz joven con tono de súplica—. Dejenme ir. No los molestaré más.

—No lo lastimes —pidió Paula.

 —¿Lastimarlo? —repuso Pedro.  Ese tipejo le había estropeado a Paula el día. ¿Y en lo único que ella pensaba era en no hacer daño a un chico que no respetaba ni las reglas ni las cerraduras?—. ¿Lo dices en serio?

—Míralo. Está más asustado que nosotros —dijo ella y se acercó—. ¿Cómo te llamas?


No hubo respuesta. Sólo el sonido de sus jadeos por el reciente escarceo.

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