viernes, 9 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 7

 No se le daban muy bien los faroles, reconoció Paula. Y él había dado en el blanco al adivinar que era una cuestión personal. ¿Quién habría adivinado que Pedro Alfonso fuera tan perceptivo? De ninguna manera, ella pensaba darle la satisfacción de saber que su rechazo del pasado todavía la afectaba.

—No es personal —mintió ella—. Lo que pasa es que sólo quiero lo mejor para el centro.

—Otra vez insinúas que no soy de confianza.

—Todo el mundo sabe que tienes que dirigir una compañía multimillonaria — señaló ella—. Es cuestión de sentido común saber que no se puede contar contigo, pues tienes que centrarte en tu negocio.

—No eres tú quien tiene que decidir cuánto tiempo libre tengo para una buena causa —repuso él y la miró con intensidad—. Además, ¿No se supone que debes aceptar toda la ayuda que cualquiera esté dispuesto a ofrecer para el proyecto?

Maldición. Él tenía razón, se dijo Paula. La había acorralado y no le iba a resultar fácil librarse con elegancia.

—Mira —comenzó a decir él al ver que ella no hablaba—. ¿Qué te parece esto? Yo me comprometeré a dedicarle unas horas a la semana durante las próximas cuatro semanas. Si demuestro no ser de confianza, admitiré que no tenía razón.

—De acuerdo —dijo ella y suspiró.

—¿Qué? —preguntó él, sin dar crédito.

—Acepto tu propuesta —afirmó ella y lo miró a los ojos—. Pero debes saber que estás en periodo de prueba. Si nos fallas una sola vez, no vuelvas a aparecer por aquí. No puedo arriesgarme a que seas una mala influencia para los chicos.

—Trato hecho —repuso Pedro y le tendió la mano.

Ella se quedó contemplando su fuerte brazo unos instantes. Al fin, le estrechó la mano.

—No te arrepentirás.

Cuando las palabras fueron acompañadas por la sonrisa característica de Pedro, Paula empezó a arrepentirse. Sintió que los nervios se le agarraban al estómago. Él seguía teniendo el poder de cautivarla. Y su presencia le hacía sentir cosas que ella no quería reconocer.  Sin embargo, sólo sería un mes. Treinta días. No era el tiempo suficiente para causar daños, pues ella era lo bastante lista como para no esperar nada de él. Sólo una tonta bajaría la guardia y había dejado de ser una tonta hacía mucho tiempo.  Varias horas después, tuvo que admitir para sus adentros que la ayuda de Pedro le resultaba muy útil. Y no podía haber elegido un momento mejor para ofrecérsela, pues la tienda de segunda mano acababa de donar varios muebles para el centro.  Con ayuda de Pedro,  transportó un sofá de dos metros y medio con gastados asientos y un sillón de mimbre que no iba a juego. Había también una silla reclinable de cuero que no se reclinaba y mesitas de café ralladas y con quemaduras de cigarrillos. En una de las mesas, estaban grabadas las iniciales CS yWR con un corazón. Muy romántico. También les habían donado una televisión vieja, que colocaron en una esquina.  Ella se pasó el antebrazo por la frente y sonrió.

—Maravilloso.

—¿Eso te parece? —preguntó él, no muy seguro.

 —La belleza está en el ojo del observador.

Pedro se paró a su lado y se cruzó de brazos mientras observaba la habitación. Posó la mirada en un cojín roto del sofá, del que se estaba saliendo el relleno.

—¿Cómo puedes decir que esto es bello?

—Me queda todavía un poco de dinero de las donaciones para comprar fundas para los sillones y el sofá. Creo que pueden quedar muy bien —replicó ella con entusiasmo.

Entonces, Paula levantó la vista hacia él y el corazón le dio un latido de más. Era mejor ignorar lo que él le hacía sentir y concentrarse en lo mucho que habían avanzado. La única ayuda con la que ella había esperado contar había sido la de sus hermanos, cuando hubieran podido sacar un poco de tiempo libre de sus trabajos en el resort de Thunder Canyon. Pero su plan original había tenido poca base sólida, como Delfina y Gonzalo habían indicado con tono de queja. Después del trabajo, iban a estar cansados y hambrientos y no muy dispuestos a mover muebles. A pesar de ello, ambos habían aceptado ayudarla. Sin embargo, ya no sería necesario.  Porque tenía a Pedro.  No, no lo tenía. Él no era suyo. Sólo tenía el tiempo que él le había donado. Ni más, ni menos. Y seguía sin comprender por qué él había insistido en ayudar. Pero había aprendido hacía tiempo que, a caballo regalado, no había que mirarle el diente.

—A mí me parece que ha quedado bien —afirmó ella, asintiendo con la cabeza.

Por su expresión, Pedro no parecía estar de acuerdo.

—Depende de tu definición de bien y de lo que consideres adecuado.

—Lo que yo considere adecuado no importa. Esto es para los jóvenes. Y, de todas maneras, va a estropearse. Así, no tendrán que preocuparse por no ensuciar algo que, de todas maneras, no es nuevo. Esta habitación invita a entrar en ella. A ponerse cómodo.

—Y no podrías haberlo conseguido sin mí —bromeó él.

—Sí podría —señaló ella y, con reticencia, añadió—: pero no tan rápido. De verdad, Pedro, muchas gracias.

—De nada.

Su voz profunda y un poco ronca acarició la piel de Paula y la dejó sin habla. Él era un hombre de mundo, un millonario ingenioso y ella era una don nadie de un pequeño pueblo de Montana. No debería importarle, pero le importaba. Mientras el silencio los rodeaba, ella se sintió cada vez más inadecuada y vulgar.

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