lunes, 26 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 58

Cuando había empezado a trabajar en Raíces esas palabras le habrían hecho sentir triunfante. Pero en ese momento… Pedro no se sentía feliz de poder irse. Todavía le quedaba una semana. Y quería aprovecharla.

—¿Intentas deshacerte de mí? —preguntó él con rabia.

Sólo de pensar en dejarla, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo, dejándole sin aire. Todo su instinto despertó de golpe.  Le gustaba Paula. Le gustaba todo en ella.  Era hermosa. Lista. Picajosa. Tozuda. Creativa, dulce y divertida. Puro corazón.  Le gustaba llegar a Raíces y ver como los ojos de ella se iluminaban al verlo. Le gustaba saber que ella no tenía ni idea de lo obvia que era su reacción. Hacerla reír le hacía feliz. Y, sobre todo, le gustaba espantar su mirada de tristeza. Quería hacer que esa tristeza desapareciera para siempre. Sin embargo, de alguna manera,había conseguido que ella estuviera todavía más triste y eso era inaceptable.  De pronto, en un instante,  lo vió claro. Quería estar con ella y que ella formara parte de su vida.

—Pau, yo…

—Eres libre, Pedro. Vuelve a Los Ángeles — dijo ella, se dio media vuelta y desapareció en la parte trasera del local, seguida del sonido de la puerta de salida abriéndose y cerrándose.

Pedro no quería que ella se fuera ni quería irse él. Lo veía tan claro como las montañas rodeaban Thunder Canyon. Tal vez debería aceptar la oferta que le habían hecho y vender su empresa. Podría quedarse allí y trabajar para Construcciones Alfonso. Sería genial pasar más tiempo con su familia.  Y, mejor aún, podría estar con Paula.  Sin saber cómo, ella le había calado muy hondo. Lo único que él había querido de la vida había sido triunfar en los negocios y lo había conseguido. Pero, sin darse cuenta, en algún momento, los negocios habían dejado de ser suficiente.  Eso era mentira. Sí lo sabía. La semilla había sido plantada hacía seis años, cuando la  había besado, pero no la había dejado crecer. Sin embargo, cuando se había visto forzado a quedarse y a trabajar con ella, sus sentimientos habían enraizado y florecido.  Tenía que ir tras ella.  Justo cuando iba a salir por la puerta trasera, por donde ella había desaparecido, sonó la campanilla que había en la entrada. Se quedó boquiabierto al ver aparecer a Augusto Robbins con toda la calma del mundo, como si nada le preocupara.

—Eh, tío…

 —No te atrevas a llamarme tío, cabeza de chorlito.

—Paula dice que no se debe insultar a la gente — se defendió el muchacho.

—Bueno, Paula no está aquí ahora. Y yo, sí —le espetó Pedro y lo señaló con el dedo, furioso—. ¿Qué diablos ha pasado? Paula ha estado muerta de preocupación por tí. Insistió en ir hasta Billing porque tienes un amigo allí. Es obvio que no te encontramos.

  Sin embargo, Pedro se dió cuenta de que había encontrado otra cosa en ese viaje.  A sí mismo.

—¿Dónde diablos has estado?

—Relájate, hombre.

 —Ni hablar. Te vas a enterar. ¿Y sabes por qué? Has usado a Paula…

—No es verdad —protestó Augusto.

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