miércoles, 7 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 1

 Lo último que necesitaba era otro reto. Paula Chaves estaba intentando preparar el local que había alquilado para albergar Raíces, su programa de tutela para adolescentes. Debía ser un lugar adecuado para que los chicos se reunieran. Había esperado tenerlo listo para el comienzo de las vacaciones, pero ya estaban a primeros de agosto y todavía no estaba terminado. No había conseguido alquilar el espacio hasta finales de julio. Entonces, había comenzado el verdadero trabajo.  El local vacío necesitaría muebles, juegos, una televisión, un reproductor de DVD y, probablemente, un ordenador. Pero, antes de traer todo aquello, Paula quería pintar las paredes.  Sólo había tenido tiempo de pintar de blanco la pared que daba a la calle Main Street de Thunder Canyon. Encima, pensaba pintar un mural. Sería su primer proyecto artístico público y lo primero que verían los adolescentes cuando se asomaran por la ventana. Quería adornarlo con imágenes cálidas y atractivas. Por otra parte, como pretendía conseguir donaciones de la comunidad para Raíces, darle una buena imagen al local le sería de ayuda, pensó.  Por si todo aquello no fuera un reto lo bastante grande, trabajaba a tiempo completo como camarera en The Hitching Post, un bar restaurante que había calle abajo. Aunque sus hermanos tenían trabajos de media jornada en el resort Thunder Canyon, ella era el principal soporte de su familia. Era la clase de responsabilidad que le daba carácter a una persona, o eso decía la gente. Y ella tenía más carácter que un ejército, pequeño pero persistente.

En ese momento, para colmo, tenía que enfrentarse a un nuevo reto. Él seguía en la calle. Era el mismo tipo que le había roto el corazón después de la fiesta de carnaval del instituto hacía seis años, el mismo verano en que su vida se había hecho pedazos.  Pedro Alfonso. «Muy Colada». Así había estado por él. Pero eso era agua pasada. En el presente, sus iniciales no debían significar para ella más que «Mucho Cuidado», se dijo.  No tenía nada de malo que él estuviera en la calle… a excepción de que daba la sensación de estar planeando entrar. Quizá fueran sólo imaginaciones suyas, pensó. Tal vez, él seguiría su camino.  Su esperanza se esfumó cuando él se dió cuenta de que lo estaba mirando. Pedro la saludó con la mano y sonrió. Para colmo, acompañó su sonrisa con un pícaro guiño. Era la viva imagen de la seducción y hacía que a ella se le acelerara el corazón sin remedio, a pesar de que sabía que no era más que un zalamero. Él ya no vivía en Thunder Canyon, pero parte de su familia seguía allí. Solía pasarse cada dos meses por The Hitching Post, donde las mujeres revoloteaban a su alrededor como jugadores compulsivos atraídos por una baraja de cartas.  Pedro nunca salía del bar dos veces con la misma mujer. A pesar de que Paula lo sabía, no pudo evitar que el pulso le latiera todavía más rápido cuando él entró en el centro. Al parecer, su corazón tenía voluntad propia. Abrió la puerta y sonó la campanilla que había encima. Ella no pudo contener un gemido de admiración.

—Hola, Paula.

—Hola, Pedro.

Era un hombre de un metro ochenta y cinco, largas piernas, fuertes músculos y anchas espaldas. Llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta ajustada que le daban el mismo aspecto de chico malo que había tenido en sus años de instituto. Sus ojos castaños brillaban con cientos de promesas. Tenía el pelo perfectamente cortado. Una sombra de barba le cubría la mandíbula, dándole un aspecto todavía más sexy. Paula imaginó cómo esa barba le rozaría la cara si lo besaba, aunque su experiencia con él no incluía ningún roce real, sólo deseos insatisfechos.  Una parte de ella seguía queriendo probarlo, pero no pensaba hacer tal cosa. Aun así, deseó no llevar aquellos pantalones viejos manchados de pintura y esa camiseta de su hermano, que le quedaba demasiado grande. También deseó no llevar el pelo recogido en un desarreglado moño.  Pedro se acercó y observó el boceto del mural que Paula había hecho, con jóvenes, libros, ordenadores y deportes. En ese momento, ella iba a comenzar a trazar las líneas con pintura en la pared, pero dejó la brocha sobre una pequeña mesa de metal.

—Es impresionante —comentó él y señaló a la pared con la barbilla—. ¿Lo has dibujado tú?

—Sí —contestó Paula.

A ella siempre le había gustado dibujar, desde niña, y había mejorado su técnica con las clases de Arte del instituto. Disfrutó del cumplido como un arbusto seco agradecía la lluvia—. Gracias.  Él le lanzó una mirada especulativa.

—¿Cómo estás?

  —Bien. ¿Y tú? —replicó ella. No había pasado tanto tiempo desde la última vez que se habían visto—. ¿No estuviste aquí el mes pasado, en las fiestas del Cuatro de Julio?

—Sí —contestó él y bajó la vista—. Ahora estoy de vacaciones.

—Ah.

En la universidad, Pedro había creado una gama de camisetas, chaquetas y sombreros con estampados de Montana. Un socio capitalista había contactado con él, atraído por los diseños que había visto expuestos en el resort de Thunder Canyon, y le había propuesto ampliar su negocio. Entonces, su empresa había crecido, fusionándose con una marca de pantalones vaqueros. Cuando la actríz con la que había estado saliendo había sido fotografiada con una de sus camisetas, su imagen había salido en todas las revistas del país, promocionando su negocio a gran escala. PA/TC seguía siendo una empresa de éxito. Pero Paula no conocía a nadie que no estuviera sufriendo los efectos de la crisis económica y se preguntó cómo le irían las cosas.

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