domingo, 11 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 15

 Entonces, Pedro la había besado en una fiesta del instituto y ella había sido tan estúpida como para creerlo cuando él le había prometido que la llamaría.  Si la engañaba una vez, la culpa era de él. Si la engañaba dos veces, la culpa sería sólo suya, pensó Paula.

—¿Estás en algún equipo? —le preguntó Paula a Augusto.

—En el de fútbol —contestó el chico—. Y en el de baloncesto.

—¿Tu instituto juega contra Thunder Canyon en verano? —quiso saber ella, pensando que así podría delimitar su lugar de procedencia.

—Tal vez, sí. Tal vez, no.

—Buen intento, Paula—observó Pedro.

—No conseguirás que te diga nada —afirmó Augusto—. Todo aquello apesta y no pienso volver.

—¿Qué me dices de tu familia? ¿Y tus padres? — insistió ella.

—¿Tienes padres? —preguntó Pedro cuando el chico no respondió.

—Tal vez, sí. Tal vez, no —repuso el joven con mirada huraña.

—Es probable que tus padres estén preocupados por tí —observó Pedro.

—No he dicho que los tenga.

—Si los tienes, estarán preocupados. Aunque, si yo fuera ellos, estaría también furioso con un hijo desagradecido como tú.

—Me da igual. Sé cuidar de mí mismo.

 —Seguro que sí —dijo Paula—. Pero, cuando alguien te importa, te preocupas por él.

—¿Quién ha dicho que a mí me importe alguien más que yo mismo? —replicó el chico.

—Es obvio que así es —le espetó Pedro—. Lo menos que puedes hacer es llamarlos.

—¿Por qué iba a hacerlo? A ellos no les importa.

  —Alguien debe de preocuparse por tí lo bastante como para comprarte esos vaqueros y esa camiseta tan caros que llevas —señaló Pedro—. ¿No son de la marca PA/TC?

 —¿Y?

—Es cara.

 —Estoy de acuerdo con Pedro. Debes llamar a tus padres y hacerles saber que no estás tirado en el arcén de la carretera. Ni muerto de hambre. Ni enfermo.

—No puedes obligarme.

 Era cierto. ¿Qué podía hacer?, se preguntó Paula. Sólo le quedaba intentar razonar con él. Pero, por el momento, no había funcionado. Podía amenazarlo, negarse a ayudarle si no cooperaba. Sin embargo, no era buena idea hacer amenazas que no estaba lista para cumplir. No podía dejarlo tirado en la calle. Tampoco se sentía preparada para ir a la policía a preguntar si alguien había denunciado su desaparición. El chico podría escaparse de nuevo y no tener tanta suerte la próxima vez.

—De acuerdo, tipo duro. ¿Qué te parece un duelo? —propuso Pedro de pronto.

—¿Qué dices? ¿Es que crees que la violencia le hará hablar? —intervino Paula, sorprendida.

—Nada de armas. Al baloncesto —explicó Pedro—. Uno contra uno.

 —Te machacaría —alardeó Augusto.

—¿De verdad? —dijo Pedro—. Muy bien. ¿Qué te parece esto? Si me ganas, yo convenzo a Paula  para que no insista más.

—Espera un momento… —protestó ella.

Pedro levantó una mano para silenciarla.

—Si gano yo, llamas a tus padres y les haces saber que estás sano y salvo.

 —No sé… —titubeó Augusto.

—Lo que yo pensaba. No tienes agallas —le provocó Pedro.

—¿Quién lo dice?

Paula casi podía ver la testosterona fluyendo del muchacho, pero no estaba segura de que ésas fueran maneras de conseguir la información.

—Mira, chico, tienes la boca muy grande, pero yo no he visto nada que respalde tu bravuconería — señaló Pedro—. ¿Qué tienes que perder?

—Nada —repuso Augusto, echando chispas de rabia—. De acuerdo. Debe de ser fácil ganar a un viejo como tú.

—¿Viejo?

Paula se dió cuenta de que Pedro se ponía tenso, como si se sintiera ultrajado. Le pareció gracioso y no pudo contener una carcajada.

—¿Quién iba a decir que un hombre de veinticinco años ya es viejo? —bromeó ella.

—Tú sólo tienes un año menos que yo —rezongó Pedro—. No te hará tanta gracia dentro de trescientos sesenta y cinco días.

Era probable que no, pensó Paula. Pero no estaba acostumbrada a ver al legendario Pedro Alfonso burlado y merecía la pena disfrutar de la experiencia.  Pedro estaba deseando contarle a Paula que el «viejo» había ganado. Augusto y él estaban en Raíces, bebiendo un refresco. El muchacho estaba sentado en el sofá, callado y humillado.

—Tienes que perfeccionar el salto, chico —comentó Pedro.

—Lo que tú digas —dijo Augusto, intentando sonar desafiante, sin conseguirlo.

 Pedro miró a su alrededor. El centro estaba tomando forma. El mural estaba casi terminado… Paula se había superado. El dibujo mostraba a jóvenes escuchando música, jugando en los videojuegos, escribiendo en el ordenador y leyendo libros. Había pintado a un chico con aparato en los dientes, a una chica con un grano en la mejilla, a grupos de jóvenes charlando. Todas las escenas mostraban gran calidez y realismo. Además, la obra estaba impregnada de la dulzura de su autora y de su sentido del humor en cada pincelada.  La puerta principal se abrió y la artista en persona entró, con aspecto tan joven que parecía una de los adolescentes que tanto quería ayudar. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo, con algunos mechones sueltos en la frente, y llevaba una camiseta de The Hitching Post, verde en esa ocasión, metida por dentro de unos pantalones que se le ajustaban a las caderas y las piernas. Sintió la urgencia de recorrer sus curvas con los dedos.

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