viernes, 9 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 10

Cuando Paula llegó a Raíces al día siguiente, Pedro estaba allí esperándola. Ella estacionó delante de la puerta, agarró unas bolsas que llevaba en el asiento delantero y salió del coche.

—Hola.

Esa única palabra y el tono de voz con que él la dijo hicieron que el corazón de Paula se acelerara de nuevo, a pesar de que había tenido unas cuantas horas para prepararse para el encuentro.

—Hola.

Una respuesta inteligente, se dijo ella con sarcasmo.

—Déjame llevarlas —se ofreció él y fue a tomar las bolsas.

Sus manos se tocaron y ella se puso aún más nerviosa.

 —Gracias.

—¿Qué llevas aquí? ¿Piedras? —preguntó él, sujetando una bolsa.

—Lo has adivinado —respondió ella.

Pedro miró dentro y vio que había botes de productos de limpieza y un paquete de golosinas. La miró con expresión socarrona.

—Muy nutritivo.

—Son chucherías para casos especiales —explicó ella—. Hay un par de cajas de refrescos en el maletero. Iré a por ellas.

Pedro  dejó las bolsas junto a la puerta.

—Deja que vaya yo. Tú eres el cerebrito. Yo seré la fuerza bruta.

No hacía falta que se ofreciera dos veces, pensó Paula, mirándole la espalda mientras él se dirigía al coche. Ella tenía veinticuatro años y nunca se había acostado con un hombre, pero la inexperiencia no la impidió admirar sus anchas espaldas y su perfecto trasero. Ni siquiera sabía con qué criterio se definía un buen trasero pero, a su modo de pensar, sin duda el de Pedro era un excelente ejemplo.  Los músculos de sus brazos y su espalda se tensaron cuando apiló las cajas de refrescos y las levantó. Sintió una especie de remolino en el estómago y, durante un instante, fue incapaz de respirar.  Cuando él se giró, se apresuró a meter la llave en la cerradura y rezó para que él no la hubiera sorprendido mirándolo. Era lo que le faltaba. Tenerlo cerca era todo un reto, pero ella no sabría cómo comportarse en una situación de coqueteo entre hombre y mujer, que dejaría al descubierto su total falta de experiencia. Y no podría soportar que él la compadeciera.  Pedro se detuvo a su lado y frunció el ceño.

—¿Tienes problemas con la cerradura?

—Está un poco dura —murmuró ella, giró la llave y abrió el picaporte.

Pedro entró delante y Paula tomó una de las bolsas que había fuera antes de seguirlo. Entonces, se dió cuenta de que él se había quedado petrificado en el sitio y todo su cuerpo irradiaba tensión.

—¿Paula?

—¿Qué? —preguntó ella, se acercó y miró a su alrededor.

Ella no lo había dejado así. Los almohadones de los sofás estaban fuera de su sitio. Había envoltorios de comida basura y latas de cerveza en la mesita.

—¿Trajiste patatas fritas y cerveza para cenar anoche?

 —No —susurró ella, llena de aprensión.

—¿Has dejado entrar a alguien?

—Me fui justo después de tí. Raíces no está abierto de forma oficial todavía. Y, si lo estuviera, no dejaría que se consumiera cerveza.

Pedro dejó las cajas de refrescos sobre la mesa.

—Quédate aquí.

—¿Por qué? ¿Adónde vas? —preguntó ella y, de manera automática, comenzó a seguirlo a la parte trasera y al almacén.

Él la detuvo.

—¿Es que no me has entendido? He dicho que te quedes aquí.

—Tú no me mandas. Éste es mi local.

—Podría haber alguien allí dentro, esperándote para quién sabe qué —repuso él, mirándola con total seriedad y voz tensa—. Quédate junto a la puerta.  Voy a echar un vistazo. Si es necesario, ve a buscar ayuda.

 —Pero igual me necesitas, Pedro…

—No —negó él con firmeza—. Quédate aquí.

—De acuerdo.

Pedro tardó menos de un minuto en mirar en el almacén y en el baño, pero a Paula le pareció una eternidad. Los malos momentos siempre parecían durar más que los buenos.

 —No hay nadie —dijo él, acercándose a ella con gesto desolado—. Pero han roto una ventana.

Paula corrió hacia allá y vió  que el vidrio de la puerta trasera estaba quebrado. El suelo estaba lleno de cristales.

—Han entrado por aquí.

—Sí.

—¿Por qué no puedo relajarme ni un momento?

Paula soltó la pregunta sin pensarlo. Había estado tan emocionada la noche anterior cuando se había marchado del centro… Se había ido pensando que los chicos tendrían un lugar para reunirse y ver la televisión. Alguien que sólo quería un lugar para beber cerveza había violado su confianza.

—A veces, la vida no es justa… —comenzó a decir ella y notó que se le humedecían los ojos. Se mordió el labio inferior para contenerse.

—No te pongas en lo peor —la consoló Pedro y la abrazó.

 —Está claro lo que ha pasado. Alguien ha roto la puerta y ha entrado aquí como Pancho por su casa.

Pedro le frotó la espalda con la palma de la mano, calentándola con su calidez. Ella ni se había dado cuenta del frío que tenía.

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