miércoles, 7 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 5

En ese momento, fue él quien sintió calor. Los coches no eran algo de lo que quisiera hablar, ya que durante un mes no iba a poder conducir. Además, por la mirada de ella, adivinó que Paula seguía preguntándose adónde quería llegar. Pedro miró hacia la ranchera.

—No he podido evitar fijarme en que llevas un frigorífico en tu vehículo.

Ella sonrió, desvaneciéndose por un instante su mirada de desconfianza.

—No se te escapa nada, ¿Verdad?

Él se rió.

—¿De dónde lo has sacado?

—Es una donación para el centro —explicó ella.

—¿Cómo vas a meterlo en el local?

—Es una buena pregunta —repuso ella y miró desde el gran electrodoméstico a la puerta del centro—. Había pensado elegir a algunos hombres fuertes de The Hitching Post y apelar a su buen corazón.

—Yo soy fuerte y estoy disponible. Mi buen corazón es legendario.

Ella se cruzó de brazos.

—¿Vas a cargar ese pesado frigorífico y ponerlo donde yo te diga?

—Ése es el plan.

—No me lo digas —se burló ella—. Llevas una gran S debajo de la camiseta. Eres un superhéroe buscando hacer su buena acción del día.  Pedro miró el frigorífico y negó con la cabeza.

—Había pensado, más bien, hacer palanca, poner debajo unos rodillos, atarle cuerdas en sitios estratégicos y meterlo rodando.

—¿Y de dónde vas a sacar todas esas cosas? — preguntó ella—. Espera, tal vez, en el bolsillo de tu pantalón —se burló.

Pedro hizo un gesto de reprimenda con el dedo.

—Te arrepentirás de reírte de mí.

—Correré el riesgo —replicó ella mirándole con desconfianza.

La expresión de su cara delataba que Paula no esperaba que cumpliera lo que había dicho, reflexionó Pedro. Si se basaba en el breve contacto que habían mantenido hacía seis años, era comprensible, se dijo. Pero el presente era el presente, eran dos adultos y él tenía algo que probar.

—Recuerda —dijo él—. Una disculpa siempre viene bien cuando se demuestra que alguien no tenía razón.

Pedro  se sacó el móvil del bolsillo y llamó a Construcciones Cates.

—Dame treinta minutos y meteré ese trasto en Raíces.

—Bien —respondió ella con escepticismo.

 Mientras esperaba que su hermano gemelo le llevara lo que necesitaba, Pedro ayudó a Paula a descargar material del coche. Había bolsas de papel, servilletas, tazas. Llevaron todo al pequeño almacén que había junto a la sala principal del local.  Cuando salieron de nuevo, había una furgoneta aparcada detrás de la de ella, con las palabras Construcciones Alfonso pintadas en un costado. Su hermano gemelo, Marcos, saltó del vehículo.

—Hola, Paula —saludó.

 —Marcos. Supongo que has venido a ayudar a tu hermano a cumplir su promesa.

—No. Sólo he venido a traerle lo que me ha pedido. Él puede hacerlo solo. Yo tengo trabajo.

Pedro ayudó a Marcos a descargarlo todo, le dió las gracias y observó como se alejaba. Tenía que trabajar en la construcción de la casa de Leonardo McFarlane.  Paula también se había quedado mirando la furgoneta. Luego, volvió la vista hacia él.

—Cuando miras a tu hermano, ¿No te sientes como si estuvieras delante de un espejo?

 Él se rió y meneó la cabeza.

—Somos muy diferentes. A mi madre no le cuesta nada distinguirnos. Aunque admite que, a veces, no le resulta tan fácil cuando uno de nosotros la llama por teléfono.

—Doble problema —murmuró Paula—. Bueno, valiente, veamos si puedes cumplir lo que has prometido.

—Oh, mujer de poca fe.

Pedro bajó el portón de la parte trasera de la ranchera y colocó dos planchas con rodillos lado a lado, como si fueran rampas. Luego, se subió a la camioneta y empujó el frigorífico hasta la rampa. Lo ató con cuerdas, le dió la vuelta y lo bajó rodando sobre los rodillos. De la misma manera, lo llevó hasta la puerta.

—¿Dónde te lo pongo?

—En el almacén. Hay un enchufe allí.

Pedro entró y siguió sus instrucciones. El sonido del frigorífico enchufado le hizo sonreír.

—¿Algo más? —preguntó él.

El gesto de humildad de ella le resultó satisfactorio.

—Muchas gracias.

—De nada —repuso él y arqueó una ceja—. ¿Te gustaría decirme algo más?

—No es muy caballeroso poner en evidencia a una mujer.

—Hmm —dijo él y apoyó un brazo en el frigorífico—. Creí que te lo había advertido.

 Ella se frotó la nariz con un dedo.

—De acuerdo. Lo diré. Me había equivocado, Pedro. Gracias por tu ayuda.

—¿Qué harías sin mí?

—Lo mismo que hago cuando no estás aquí — respondió ella—. Arreglármelas.

—Pero ahora estoy aquí, Paula. Deja que te ayude.

—No es necesario. Estoy acostumbrada a hacer las cosas sola.

Pedro no estaba acostumbrado a que las mujeres lo rechazaran y era la segunda vez que ella lo hacía. Estaba empezando a irritarlo de verdad. La próxima vez, Paula diría que sí, se prometió él.  Aunque ella no lo supiera todavía.

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