domingo, 25 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 54

—Ni yo tampoco. Y sé muy bien que no soy lo bastante bueno para tí. No soy la clase de hombre que tú mereces. No puedo darte lo que necesitas.

Las palabras se le clavaron a Paula en el corazón. Sintió la urgencia de estar sola con su dolor. Sin decir palabra, agarró sus ropas. Había esperado mucho para estar con un hombre. Y le había encantado hacer el amor con él. Le había parecido maravilloso. Y le rompía el corazón que él no pensara lo mismo.  Haciendo acopio de todas sus fuerzas, consiguió contener las lágrimas hasta que estuvo sola en su cuarto.  A la mañana siguiente,  se compró una taza de café y un bollito para llevar en la cafetería que había junto al hotel. No quería verlo. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar, pero ésa no era la razón de su comportamiento evasivo.  ¿Qué iba a decirle a él sobre la noche anterior?  En sus fantasías, había soñado con acurrucarse en sus brazos después de hacer el amor por primera vez. Lo que no había sido capaz de imaginar había sido qué hacer cuando llegara el día.  Sin saber bien qué pensar,  regresó al hotel. Deseó poder estar en su casa en ese momento y tuvo la tentación de subirse al coche e irse. Pero no podía dejar allí a Pedro, aunque él se hubiera portado como un idiota. Eso no significaba que no pudiera portarse como una cobarde un poco más y seguir evitándolo.  Atravesó el vestíbulo del hotel y salió al patio. Se sentó en un banco de hierro forjado, rodeado de flores y árboles, y observó a su alrededor. Era un lugar tranquilo o lo habría sido si ella no hubiera estado en medio de su propia crisis personal.  Debería haberse quedado en Thunder Canyon, se dijo. El viaje había sido una pérdida de tiempo. Augusto seguía desaparecido y ella se había acostado con su amor platónico. Todo era un desastre.

—Aquí estás.

Paula dió  un brinco al escuchar la voz de Pedro a sus espaldas. Sumida en sus pensamientos, no lo había oído acercarse.

—Aquí estoy —repuso ella, sin darse la vuelta para mirarlo.

 —¿Te importa si te acompaño?

 Sí le importaba, pensó ella. Pero era mejor terminar con eso cuanto antes. Se encogió de hombros.

—Como quieras.

—Te he estado buscando —dijo él, sentándose a su lado.

—Y me has encontrado.

Paula  buscó en su bolsa del desayuno y sacó un pedazo de bollo. No tenía hambre, la verdad es que se había quedado sin apetito nada más oír la voz de él, pero necesitaba tener algo que hacer con las manos. Cuanto más tiempo pudiera evitar mirarlo, mucho mejor, se dijo.  Lo malo era que no podía evitar oler el aroma especiado y masculino de su loción para después del afeitado y el limpio olor de su piel después de la ducha. Su interior tembló de excitación, a pesar de que sabía que era una pérdida de energía.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Claro —afirmó ella—. ¿No tengo buen aspecto?

—No quería decir eso y lo sabes.

 —¿Qué querías decir entonces?

Paula debió haberse apiadado de él y haberle respondido lo que sabía que él le estaba preguntando, pero no se sentía en absoluto compasiva. Si fuera por ella, preferiría ignorar que hubiera pasado nada la noche anterior.

—Tenemos que hablar sobre lo de anoche —dijo él y suspiró.

—No, no hace falta.

—De acuerdo. Yo lo necesito. Tú puedes escucharme nada más.

—No, no puedo —repuso Paula y comenzó a levantarse, pero él la detuvo. Muy a su pesar, a ella se le aceleró la respiración al sentir su contacto.

—No seas tozuda.

—No puedo evitarlo. Nací así —dijo ella y dejó la bolsa del desayuno en el banco, entre los dos.

—¿Por qué no me dijiste que nunca habías estado con un hombre?

No hay comentarios:

Publicar un comentario