miércoles, 28 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 63

Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Paula lo miró a los ojos. Habían pasado un par de días desde la última vez que lo había visto. Llevaba unos pantalones vaqueros gastados que se ajustaban a sus musculosas piernas como un guante. Una camiseta negra realzaba su ancho pecho y unas gafas de aviador le ocultaban los ojos. Su aspecto bien merecía su reputación, pero ella sabía que no era más que una fachada. Pedro tenía un buen corazón.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella.

—Quería verte.

—¿Cómo me has encontrado?

—Francisco me dijo que sueles venir todos los domingos a poner flores en la tumba de tu madre —contestó él y se quitó las gafas de sol.

 Se acercó a su lado, hasta que sus brazos casi se rozaban.

—Así es —afirmó ella y bajó la vista—. Supongo que te han devuelto el permiso de conducir.

—Sí. He recuperado mis cuatro ruedas —confirmó él.

—¿Y has decidido conducir hasta el cementerio para celebrarlo?

 —No exactamente. Quería hablar contigo.

 Iba a decirle que se iba. Paula lo sabía. Pero, al darse cuenta, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Se quedó sin respiración. Deseó poderse acurrucar en una bola para impedir que el dolor se extendiera por todo su cuerpo, pero la dignidad no se lo permitió.

—No tenías que venir a la otra punta del pueblo para decir adiós.

—No lo he hecho —contestó Pedro con tono humilde—. Bueno, sí, estoy aquí. Pero no para decir adiós.

 Paula se sintió confundida. Pedro ya tenía su permiso de conducir. ¿Por qué ponía las cosas más difíciles?

—¿De qué querías hablarme?

 —Quería decirte que te quiero, Pau. Estoy enamorado de tí.

 Aquella afirmación la dejó sin palabras. Y sin aliento. Tras unos instantes de conmoción, llegó la incredulidad.

—¿Es una especie de broma?

—Mira, sé que estás molesta por cómo actué en el hotel en Billings —admitió él y bajó la cabeza—. Fue una reacción estúpida. Entonces todavía estaba digiriendo el hecho de que no hubieras estado con ningún hombre antes que yo y me hubieras elegido para ser el primero. Sobre todo estaba preocupado pensando que no te merecía.

 —¿Has venido guiado por tu sentido de la responsabilidad? —preguntó ella, cruzándose de brazos—. No, gracias. Puedo cuidarme sola.

—Claro que puedes. No es eso… —comenzó a decir él y se pasó la mano por el pelo—. Estoy complicando las cosas. En mi propia defensa, déjame que te diga que soy nuevo en esto de expresar lo que siento.

 —No lo entiendo.

 —Augusto y yo estuvimos hablando de su reacción cuando le dejó aquella chica. Mis comentarios fueron comprensivos y razonables.

  —Eres un experto en el punto de vista masculino —señaló ella con tono socarrón.

 —En el pasado, lo que hubiera hecho habría sido llevármelo a tomar una cerveza y punto.

—No tiene edad para beber.

—Sabes a lo que me refiero. No me reí de sus sentimientos porque ahora sé lo que es el amor. Gracias a tí.

 Paula lo observó. Había llegado a conocerlo bastante bien y sabía cuando estaba bromeando o cuando algo le molestaba. Podía adivinar si estaba enfadado, disgustado u obcecado con algo. En ese momento, tuvo la total certeza de que estaba diciendo la verdad.

—Me amas de veras.

—Al fin lo entiendes —admitió él sonriendo—. Me ha costado más convencerte que a un inversor para que invierta en mi negocio —añadió, la tomó de los brazos y la acercó a su lado—. Y tú me amas a mí también.

Una corriente líquida y caliente recorrió el vientre de Paula cuando él acercó sus labios y la besó. Ella suspiró y se rindió a él, sintiéndose en su hogar.  A continuación,  se apartó.

—No importa lo que yo sienta, porque te vas a ir.

—¿Quién lo dice? —preguntó él y, cuando ella abrió la boca para hablar, posó un dedo en sus labios para acallarla—. Te equivocas, Pau. Quedarme en Thunder Canyon no sería renunciar a nada, no si tú estás conmigo… —señaló y titubeó un momento—. Si fueras mi esposa, estaríamos en nuestro hogar en cualquier parte del mundo. El hogar es el lugar donde está tu corazón y tú tienes el mío. He viajado mucho, pero no había conocido nunca a nadie que me hiciera querer quedarme. Hasta que llegaste tú. La mujer más hermosa, por dentro y por fuera, estaba en mi propio pueblo.

 —¿De verdad?

—De verdad —asintió él—. Me has devuelto mis raíces.

 Paula miró a su lado, a la tumba de su madre. Entonces, recordó la frase que más le gustaba a su madre.  Sólo hay dos legados imperecederos que podemos dar a nuestros hijos: raíces y alas.  

—Amén —dijo Paula y levantó la vista—. Tienes razón respecto a mí, Pedro. Soy una cobarde mentirosa y no entiendo que puedas amarme.

—¿Qué?

—Mentí cuando te dije que no recordaba el beso de la fiesta del instituto. Y sentí la atracción que había entre nosotros desde el primer día que entraste en  Raíces. Era más fácil para mí fingir ignorarla.

—¿Por qué?

—Porque me dan miedo los cambios, me da miedo irme —confesó ella y se apartó un mechón de pelo que la brisa le había puesto en la cara—. La última vez que me fui, la única vez, perdí a la persona más importante de mi vida. Todo se puso cabeza abajo.

—Lo sé, cariño —replicó él y alargó la mano para tocarla, pero ella se apartó—. De acuerdo, voy a decirte algo que ya sabes, porque te lo dije la noche que cenamos en Billings. Pero es la verdad y no dejaré de repetírtelo hasta que lo entiendas.

—¿Qué? —preguntó ella.

—A veces pasan cosas malas. Nadie puede controlarlo. Ni tú ni yo ni nadie. Perder a tu madre fue lo peor. Pero no tenía nada que ver con el hecho de que no estuvieras aquí. ¿No creerás que causaste el accidente porque no estabas en el pueblo?

El magnetismo de Pedro envolvió a Paula y, al fin, comprendió lo que le decía. Durante todos esos años había estado ignorando lo que la frase que había inspirado su proyecto quería decir en su totalidad. En ese momento se dio cuenta de que el legado de su madre era no tener miedo de volar. Y debía seguir su sueño allí donde la llevara su corazón.  Entonces, vió con claridad que su sueño era él.  Sintió como si se hubiera quitado una pesada carga de encima. O, quizá, su carga le pareció más ligera porque había otro par de hombros, más fuertes, para ayudarla.

—Tienes razón. Mucha razón —admitió y lo abrazó, apoyando la cabeza en el pecho de él— Te amo, Pedro. Si lo que has dicho es una proposición, me encantaría casarme contigo.

—Te tomaré la palabra —dijo él—. Quiero pasarme el resto de la vida probándote que la capacidad de compromiso sí es una de mis cualidades.

—Me equivoqué respecto a eso. Te comprometes bastante bien —señaló ella. Un sentimiento de calidez la invadió y le recordó a lo que solía sentir junto a su madre. En el fondo de su alma supo que era señal de que su madre aprobaba su unión. Miró al cielo y sonrió—. Mi madre me dio raíces y tú me has curado las alas rotas. Te seguiré siempre.

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