miércoles, 7 de junio de 2017

Enamorando Al Magnate: Capítulo 3

—Como te he dicho, estoy de vacaciones y no tener nada que hacer me está volviendo loco —prosiguió él—. Así, los dos saldremos ganando.

—Podrías ayudar a tu padre —sugirió ella.

Su padre, Horacio, era dueño de Construcciones Alfonso, donde el gemelo de Pedro, Marcos, trabajaba. Marcos esperaba heredar el negocio algún día. A Paula le resultaba sorprendente lo diferentes que podían ser dos hombres, a pesar de tener el rostro idéntico. Marcos era un hombre estable y serio. Pedro era inquieto y seductor.

—Ayudaré a mi padre si lo necesita —contestó él—. Pero tú sabes tan bien como yo que las cosas se han ralentizado en el sector de la construcción y mi padre está haciendo todo lo posible por no despedir a sus trabajadores. Sobre todo a los que tienen familia.

—Los tiempos son duros. Y la crisis va a afectar mucho a los más jóvenes — señaló ella.

—Pues déjame ayudarte.

Dejando a un lado su sorpresa porque él insistiera, Paula comenzó a sospechar algo. Pedro tenía una sólida reputación de chico malo. Quien se encargara de supervisar Raíces tenía que ser alguien a quien los adolescentes pudieran admirar. Y, aunque tampoco podía decirse que fuera una amenaza, no era un modelo a seguir muy recomendable.

—No hay tanto que hacer ahora mismo —mintió ella.

—No lo parece —replicó él y arqueó una ceja, mirando a su alrededor en el local vacío, con tres paredes aún por pintar—. Mira, Paula, me harías un favor y yo te correspondería.

Paula se mordió el labio y lo miró, intentando pensar cómo expresarse de la forma más amable posible.

—Lo que pasa, Pedro, es que esto es importante para mí. El proyecto va dirigido a chicos que han sufrido decepciones, más o menos grandes. Como tú has dicho, la gente está perdiendo sus trabajos y las presiones familiares también las están sufriendo los chicos. En un mundo donde todo escapa a su control, los jóvenes necesitan a alguien con quien puedan contar.

—¿Y no me consideras una persona de confianza?

 Por su experiencia personal, Paula sabía que no lo era. Hacía mucho tiempo, Pedro la había besado y le había prometido que la llamaría. Nunca lo había hecho. Ella había esperado junto al teléfono, había dormido con el aparato en la mesilla, comprobando de forma constante si había mensajes. Además, él  había entrado y salido del pueblo siempre que le había apetecido, sin avisar a nadie. No era una persona con la que se pudiera contar.

—¿Qué quieres decirme? —insistió él, al ver que ella tardaba en responder.

Su tono era un poco tenso.  Maldición, pensó Paula. Pedro iba a obligarle a decírselo sin rodeos. Lo miró a la cara y respiró hondo.

—No creo que la capacidad de compromiso sea una de tus cualidades, Pedro. Pero gracias por la oferta. Gracias de todos modos.

 Pedro asintió y se marchó sin decir nada más. Paula lo observó, en parte triste pero, sobre todo, aliviada. Su enamoramiento formaba parte del pasado, se dijo, aunque no quería ponerse a prueba viendolo  todos los días. Sin embargo, cuando miró a su alrededor y recordó todo lo que tenía que hacer, se le encogió el corazón, pensando que acababa de rechazar una oferta de ayuda.

—Sólo por una vez, me gustaría tener lo que deseo —susurró ella entre las paredes mugrientas.

Paula deseaba que Pedro no hubiera entrado en el local. Y que no fuera tan apuesto como siempre. Sobre todo, deseaba que él pudiera interesarse en ella. Pero sabía bien que la vida estaba llena de cosas sobre las que no se podía tener control. Y Pedro Alfonso era una de ellas.


¿La capacidad de compromiso no era una de sus cualidades?  Después de rumiar aquellas palabras durante horas, Pedro apartó las cortinas de encaje para mirar por la ventana de su apartamento en Main Street, sobre el bar The Hitching Post. Había alquilado por un mes el pequeño estudio, decorado al estilo texano, con cama de bronce, una cómoda antigua y baño propio. Estaba muy cerca de Raíces, donde había pretendido cumplir con la sentencia judicial que le había sido impuesta como condición para recuperar su permiso de conducir. Sus padres y sus tres hermanos sabían lo que le había pasado. Su madre no se había andado por las ramas cuando le había dicho que le estaba bien empleado. Le habían puesto tres multas por exceso de velocidad en menos de un año, un juez le había retirado su permiso de conducir y lo había sentenciado a treinta días de trabajo comunitario.  Desde su apartamento, podía ver el local de Paula. Cuando le habían ofrecido en el juzgado una lista de lugares donde cumplir la sentencia, él se había fijado en el nombre de Paula Chaves y había decidido que podría no ser tan mala idea.  Sin embargo, ella se lo había dejado muy claro: gracias, pero no. Sin duda, ella ya no era la misma chica a la que había besado hacía años. Recordaba el dulce gemido que había hecho cuando sus labios se habían tocado, pero no lo guapa que era. Tampoco recordaba que fuera una persona tan segura, algo que la hacía muy interesante. Además, tenía dotes artísticas, a juzgar por el mural que estaba creando.  Podía haberle explicado por qué se había ofrecido a ayudar. Había planeado hacerlo, pues ella habría tenido que saberlo antes o después. Habría papeleo que rellenar para el juzgado, que ella tendría que firmar. El problema era que ella había empezado a contarle por qué había creado el proyecto y cómo había criado a sus hermanos menores cuando su madre había muerto. Le había hablado de lo importante que era para ella ser parte de la comunidad y de cómo quería hacer todo lo posible para que Raíces fuera un lugar adecuado para los jóvenes.  La pasión con que ella había hablado de su proyecto le había acobardado. La de ella parecía una entrega sincera al proyecto, caviló, aunque su fuerte no era juzgar a las mujeres. Había cometido un gran error en una ocasión y no lo repetiría.

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